Historia Del Vino
diaynoche722 de Junio de 2014
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de una pasión, es el subtítulo de este texto, que hoy queda liberado aquí. No es la primera vez que lo hago y tampoco será la última: creo en el tránsito de la información, no restrictivo, o no tan restrictivo. Este trabajo nació como un encargo, para integrar un libro sobre la relación del vino en el Bicentenario de Argentina. Incluso el libro fue editado. Y a cambio de poder cobrar lo que había pactado con la editora, mediante abogados y menudencias jurídicas del caso, ni siquiera recuerdo si es que firme una serie de cláusulas sobre si debía o no aparecer mi nombre como responsable.
Lo cierto es que más allá de este incidente, finalmente el texto fue publicado sin que aparezca mi nombre como su responsable (lo que delata un poco la calidad de los "editores"). Pienso que hoy, que se festeja el día mundial del malbec, es una buena ocasión para ofrecerlo aquí, a disposición de aquellos que se interesan por el trayecto y la historia del vino en Argentina y en las diferentes regiones, como es el caso de Mendoza o Salta.
Se trata de un posteo largo, lo que no suele ser habitual aquí en el blog, aunque creo que puede servir como resumen de lo que sucedió en el país, desde la llegada de los europeos al continente, y de como rápidamente este cultivo se fue ampliando y ganando tierras en el llamado mundo nuevo. Hay más de cincuenta notas en este texto, a disposición de quien las solicite, pues su inclusión aquí perturba la lectura. Nada más para introducir en estos Apuntes para una breve historia del vino en Argentina:
Historias de una pasión
“Contar hechos reales ofrece la misma dificultad que contar hechos imaginarios. A la larga no podemos distinguir entre ellos”
Jorge Luis Borges
Si Dios no lo hubiera inventado algún hombre de buena voluntad lo hubiera hecho para emularlo. No hay mejor origen que el designio divino, aquello perteneciente a lo inexplicable, lo que se disfruta sin preámbulos ni mayores juicios. Ha sido desde entonces el vino el placer contundente que la naturaleza puso en manos de los primeros, pero de todos los hombres, desde los tiempos eternos, para solaz, mayor fraternidad y claro entendimiento entre ellos, a pesar de las lenguas, las costumbres y las geografías indómitas. El carácter de los hombres pareciera templarse mediando el brindis con lo mejor de las cosechas.
Aquí es común aceptar que los primeros españoles que exploraron el continente, una vez descubierto, trajeron, además de sueños, ciertos y ambiciosos planes de expansión mercantil. La exploración los impulsó a la incertidumbre en alta mar ante lo desconocido. Luego aquellas expediciones dieron lugar al progreso en lo que ellos consideraron, sin otros pudores, el flamante Nuevo Mundo. Hay que decir que América ya contaba con sus imperios, su tradición y hasta sus propios exploradores. Pero no fue sino hasta la llegada de ellos, los viajeros europeos, que se descubrieron las bondades provenientes de las vides. Estilizaron un ritual aunque descubrieron otros tantos. El cruce entre las culturas fue determinante.
La primera documentación al respecto, sin descartar anteriores sucesos versionados, refiere que en 1536 fueron introducidas las primeras vides a nuestro continente por Bartolomé de Terrazas. Las llevó al Cuzco, en Perú, mientras que Hernando de Montenegro, según la crónica, las habría trasladado desde allí hasta Lima. Así fue que comenzó la expansión del cultivo, que se amplió por el norte y centro de Chile, y los Valles Calchaquíes, en el norte argentino, aunque con suerte dispar en cada una las laderas de la Cordillera de los Andes.
En 1555 el Inca Garcilaso de la Vega daba cuenta del siguiente registro en sus Comentarios Reales (Obras completas, Capítulo XXV): “De la planta de Noé dan la honra a Francisco de Caravantes, antiguo conquistador de los primeros del Perú (...). Envió a España por planta; y el que vino por ella, por llevarla más fresca, la llevó de las Islas Canarias, de uva prieta, y así salió casi toda la uva tinta, y el vino es todo aloque, no del todo tinto, y aunque han llevado ya otras muchas plantas, hasta la moscatel, más con todo eso aún no hay vino blanco (...) Juntamente con lo dicho oí en el Perú a un caballero fidedigno que un español curioso había hecho almácigo de pasas llevadas de España, y que nacieron sarmientos; empero tan delicados, que fue menester conservarlos en el almácigo tres o cuatro años, hasta que tuvieron vigor para ser plantados, y para las pasas acertaron a ser de uvas prietas (…) El primero que metió uvas de su cosecha en la ciudad del Cozco fue el capitán Bartolomé de Terrazas, de los primeros conquistadores del Perú, y uno de los que pasaron a Chilli con el adelantado don Diego de Almagro (...). Plantó una viña en (...) Achanquillo, en la provincia de Cuntusuyu, de donde, año de mil quinientos y cincuenta y cinco (...) envió (...) muy hermosas uvas, a Garcilaso de la Vega, mi señor, su íntimo amigo, con orden que diese su parte a cada uno de los caballeros de aquella ciudad para que todos gozasen del fruto de su trabajo (...). Yo gocé buena parte de las uvas, porque mi padre me eligió por embajador del capitán Bartolomé de Terraza y con dos pajecillos indios llevé a cada casa principal dos fuentes dellas”.
Otro registro de los primeros impactos del cultivo de la vid en el continente se resume en un clásico huayno que se cantaba mientras se pisaba la uva. La referencia es recogida por el historiador arequipano Luis Llerena Lazo de la Vega:
Llaqtaymanta pusawaranki/¡ay! Luli, luli, zambita/Llaqtaymanta pusawaranki/¡ay! Luli, luli, zambita/ujyasun nispa tomasen nispa/¡ay! Luli, luli, zambita/Llaqtaykiman chayaramuqtiy/¡ay! Luli, luli, negrita/chupi camarunta aywasuwanki/¡ay! Luli, luli, zambita/Llaqtaymanta apaumuranki/¡ay! Luli, luli, negrita/tomaykusunchis, puñusun nispa/¡ay! Luli, luli, zambita/Llaqtaykiman chayaruqtiyqa/¡ay! Luli, luli, negrita/qocha pataman aysaykuwanki/¡ay! Luli, luli, zambita/Chaykun chay munakuyniyki/¡ay! Luli, luli, negrita/chaykun chay munakuyniyki/¡ay! Luli, luli, zambita.
(De mi pueblo me trajiste/¡ay! mimada y amorosa, zambita/De mi pueblo me trajiste/¡ay! mimada y amorosa, zambita/beberemos, tomaremos diciendo/¡ay! mimada y amorosa, zambita/Y cuando llegue a tu pueblo/¡ay! mimada y amorosa, negrita,/chupe de camarones me has de dar/¡ay! mimada y amorosa, zambita,/De mi pueblo me trajiste/¡ay! mimada y amorosa, negrita,/diciéndome tomaremos, dormiremos/¡ay! mimada y amorosa, zambita./Y cuando llegue a tu pueblo/¡ay! mimada y amorosa, negrita,/me llevaras a la laguna de arriba/¡ay! mimada y amorosa, zambita./Si es que así tu lo quieres/¡ay! mimada y amorosa, negrita,/si es que así tu lo quieres/¡ay! mimada y amorosa, zambita).
Se le adjudica al franciscano Juan Cedrón, destinado en Santiago del Estero, la expansión de las vides por el territorio argentino. El religioso traía aquellas estacas de Chile, al parecer desde La Serena (en la IV Región), y en su obligado paso por Mendoza hacia el centro del país, introdujo en la región andina la novedad, incluyendo a San Juan, aunque también lo hizo en Córdoba, Tucumán y Salta. Los sacerdotes compartían la vid de sus cosechas para celebrar los ancestrales oficios religiosos, como las misas. No era entonces del todo extraño descubrir pequeños viñedos en las cercanías de los templos y congregaciones de distintas ciudades. De modo que alrededor de 1556, el conquistador y colonizador, Francisco de Aguirre, fundador de Santiago del Estero, envió los primeros sarmientos y cepas desde Chile, que Cedrón recibía o bien traía para desarrollar la primera vitivinicultura en Argentina.
Para el 1600, el investigador mendocino Juan Draghi Lucero concluye que “ya casi era un problema la súper producción de vinos. Los “bodegueros” de hace tres siglos y medio miraban ansiosos donde colocar sus caldos”, sostiene. Esta razón es la que “hizo necesaria la rápida fabricación de botijambre para almacenarlo. Fabricábase botijas en lugares conocidos con el nombre de carrascal. La totora y las diferentes pajas cienegueras tuvieron gran aplicación, tanto para hacer los toldos, flancos de las carretas, como para forrar la botijambre”. El costo de una botija a fines del siglo XVII era de “cinco pesos fuertes”, mientras que “la arroba cuyana de vino se vendía a dos pesos en Mendoza y en San Juan. Cada botija contenía dos y medias arrobas”. En virtud de las investigaciones de Draghi, “resultaba más caro el viaje a Buenos Aires (seis pesos) que el vino en el lugar de producción”.
A los dichos del escritor e historiador, se le suma el acta del Cabildo del 24 de enero de 1605, que esclarece en gran forma sobre aquellos negocios: “Los diez libros de los Acuerdos del Cabildo de Buenos Aires registran sobre el comercio del vino entre nosotros. La primera constancia de una venta de vinos en Buenos Aires la da el acta en la que consta que un Sr. Nogal vendió 300 arrobas de vino: 130 de Castilla y 170 de Santa Fe y Paraguay, á 10 pesos la arroba. El 7 de Marzo el Diputado pide al Cabildo que el vino de Castilla lo venda el gobernador, y se manda hacer una visita de pulperías para que no se venda vino hasta nueva orden”.
Un interrogante que plantea aquel incipiente comercio es conocer, en consecuencia, ¿qué ciudad era la Buenos Aires de entonces, que a duras penas comerciaba con vino español? La respuesta no tardará en llegar: “Una ciudad de contrabandistas. Buques ingleses, holandeses y franceses tenían en la isla de San Gabriel (frente a Colonia, en Uruguay; el único punto fundado por la corona portuguesa en el Río de la Plata) un depósito franco para sus mercaderías
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