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Las fuerzas militares, sus distintas configuraciones y su rol en las practicas y culturas políticas durante el siglo XIX

elpampapiojosoEnsayo16 de Septiembre de 2015

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Las fuerzas militares, sus distintas configuraciones y su rol en las practicas y culturas políticas durante el siglo XIX

El objetivo del presente trabajo es estudiar las distintas configuraciones que tuvieron las fuerzas militares en el espacio de lo que hoy es nuestro país, a lo largo del siglo XIX, y como repercutieron sus prácticas políticas en la conformación política del mismo. Considerando la participación primordial de Cornelio Saavedra en la Primera Junta de Gobierno, hasta los conflictos armados en 1879 que tuvo como contendientes a las fuerzas de Buenos Aires contra el Ejercito Nacional, los cuerpos armados cumplieron un papel como actores principales de nuestra historia. Y esto en lo que respecta al siglo XIX, porque sabemos que la participación política de las Fuerzas Armadas durante el siglo XX fue de una magnitud y trascendencia que supera lo meramente militar, y donde los sucesos políticos marcaron a las generaciones de ciudadanos hasta nuestros días.

Considerando que la participación de las fuerzas militares (en sus diversas configuraciones, sean milicias urbanas, Ejército o Guardia Nacional o por ultimo Ejercito Nacional) van de la mano de la formación del Estado Nacional, el presente trabajo seguirá la línea del aporte de esos cuerpos armados a la construcción del Estado Nacional. En ese sentido, ilustramos la situación con el debate que se da ante la inminencia de la guerra con el Brasil, y la propuesta unitaria de crear un ejército nacional: el clérigo porteño Julián Segundo de Agüero, que  planteó que no podía existir una nación sin un Ejército Nacional. Y que fue rebatido por otro clérigo, el salteño Juan Ignacio Gorriti, quien se permitió invertir su planteo al señalar que lo que no puede existir es un Ejército Nacional sin una nación. El planteo que vamos a seguir es el propuesto también por Hilda Sábato, cuando articula el uso de las armas, el uso de las fuerza como medio de coerción y de acceso al poder, como parte natural del ejercicio gubernamental y político de las diferentes facciones que practican este derecho constitucional en este nuevo Estado Nación[1].

Pero la conformación de las fuerzas armadas no comienza con el proyecto de formación de una nación, sino que previamente ya se fue configurando como actor principal a principios de siglo, con las invasiones inglesas. Lo cierto es que tanto la primera invasión inglesa (1806), como la Reconquista y sobre todo el segundo intento de invasión (1807) hacen emerger nuevos actores políticos (arribeños, vizcaínos, etc.) que primero formarán milicias y luego elegirán representantes[2]. Sin embargo, esta militarización que se produce durante el período tratado, más que cambiar la relación de la élite con el bajo pueblo, lo que hace es cambiar el equilibrio interno de la élite. En Buenos Aires, cuando comience a manifestarse el proceso de militarización iniciado con las invasiones inglesas, en términos políticos esto implica una crisis del orden colonial. Por primera vez aparecen en escena las milicias urbanas, compuestas por elementos criollos. Este hecho constituye un reflejo de lo frágil y desprotegido que estaba el Virreinato por la crisis social y la decadencia política que atravesaba la Corona. La elite dirigente no supo estar a la altura de las circunstancias.

Cuando se producen las invasiones, las autoridades no tenían un plan de contingencia. Se suponía que tenían que evacuar la ciudad, proteger y retirar los recursos financieros del Virreinato. La actitud fue un desastre ya que los ingleses capturaron los depósitos. El panorama caótico de la crisis en la administración virreinal y su debilidad política se acentuaron aun más por la actitud del virrey, quien mostró en su falta de liderazgo el deterioro profundo de la administración. Esto provocó “la primera grave crisis de autoridad en el Virreinato. En efecto, el 14 de agosto de 1806 se convocó a un Cabildo Abierto que por presión popular exigió la delegación del mando militar en Liniers y la entrega al presidente de la Audiencia del despacho de los asuntos de gobierno y hacienda”[3]. Al respecto, Halperin sostiene: “esa nueva situación no provocaba entre quienes veían así ensanchados sus poderes un entusiasmo sin mezcla. Quienes mejor la recibieron fueron los que tenían lazos menos directos con la administración central, quien desde luego es la víctima principal de este cambio. Desde 1806 hasta 1810 la cautelosa política seguida por la Audiencia de Buenos Aires se orienta sobre todo a detener el deterioro –sin embargo irremediablemente- de un sistema institucional que parece disolverse en fragmentos rivales.”[4] 

La actuación del virrey se repetirá con la segunda invasión, más numerosa en tropas y pertrechos. La defensa será nuevamente organizada por las milicias, quienes vencerán a las tropas invasoras. Lo importante de estos acontecimientos es que queda demostrada la formación de un nuevo organismo de poder, “la presencia de ese nuevo elemento en el momento mismo en que la de la metrópoli se hace más tenue por el aislamiento marítimo, puede tener consecuencias decisivas; en esa improvisadas fuerzas militares se asienta cada vez más el poder que gobierna al virreinato. Esas fuerzas son locales por su reclutamiento y financiación y, además, en su mayoría americanas…”[5] Y lo novedoso también es que  las milicias urbanas eligen a sus jefes directamente a través de sus mismos integrantes. Este nuevo poder se constituirá en el brazo armado de la elite criolla, teniendo autonomía propia y capacidad de movilización y esto se debe a la  amplia politización vinculada al proceso de militarización durante el periodo 1806-1810.

La ruptura del vínculo colonial con España será producto de su derrota total en mayo de 1810 con el traspaso de autoridad de la Junta Central al Consejo de Regencia y el asedio final a Cádiz, el último bastión de la resistencia española. En Buenos Aires, el poder político es tomado por las milicias, órganos de doble poder, legitimadas desde las invasiones inglesas. Y como dice Halperín, nace una nueva vida política: “la jornada del 25de mayo ha creado un nuevo foco de poder, heredero a la vez que adversario del caído. Ese poder quiere hacer de su legitimidad su carta de triunfo; no sólo la esgrime como argumento jurídico para exigir la obediencia de la entera jurisdicción sometida a Buenos Aires, desde el Atlántico a la meseta altoperuana; comienza por hacer de ese legitimismo exacerbado un elemento algo inesperado pero capital de la propia ideología revolucionaria.”[6].

De lo ya descrito podemos concluir que la plebe jugó un rol importante en el proceso revolucionario abierto en Buenos Aires. Tuvo amplia participación en el escenario porteño y esto se debió a la politización vinculada a la militarización del período 1806- 1810. Su accionar político se restringirá gradualmente a partir de que la  Primera Junta modifique el tipo de reclutamiento militar incluyendo fuerzas rurales y marginales. Es el inicio de un amplio programa integral de militarización y  profesionalización de las milicias durante el periodo 1810- 1815. La guerra conlleva la necesidad de militarizarse y controlar la oposición, para así mantener y salvaguardar el proyecto de emancipación.

El curso de la guerra, la expansión de la revolución por todo el territorio del Virreinato del Río de la Plata y las disputas internas de la conducción revolucionaria implicarán nuevamente a la plebe. Estos conflictos internos quedarán expuestos cuando en abril de 1811 se movilice a amplios sectores de la plebe para discernir la lucha de facciones porteñas (morenistas versus saavedristas). El poder político inicia su campaña convocando a representantes de los cabildos del interior. A su vez esta iniciativa política, como indica Goldman, se acompañó de una militar, por la cual se anuncia la expedición militar al norte y al Paraguay. En junio de 1811 la derrota de Huaqui agudiza la crisis institucional, y se produce la sublevación de las milicias que instala en el poder al Triunvirato. El punto que marca el fin de la militarización urbana “lo constituyó una rebelión del primer regimiento de Patricios, que en septiembre de 1811 intentó oponerse a medidas disciplinarias más estrictas, y que fue aplastada por su nuevo jefe, Manuel Belgrano”.[7] 

Un foco de conflicto se estableció también entre los insurgentes orientales y los jefes militares de Buenos Aires En 1812 Sarratea no sólo pretendía el desplazamiento de Artigas y la subordinación de sus oficiales sino también transformar a esas milicias en cuerpos veteranos y que los Blandengues se convirtieran en un regimiento de infantería de línea. Lo que nos interesa subrayar es que esa resistencia no provenía sólo de los jefes orientales sino que también estaba presente en los pueblos rurales, y la ejercían tanto los que adherían al artiguismo como aquellos que obedecían al gobierno de Buenos Aires. Además, esa resistencia tenía un corolario: esos pueblos invocaban su derecho a “elegir” al comandante militar que los gobernaba tanto como sus jefes invocaban su derecho a elegir su comandante. Esta concepción de “pueblo armado” se oponía a la imperante entre las autoridades directoriales del miliciano como “soldado del Estado”. Eran dos modos radicalmente distintos y opuestos de entender las relaciones entre milicianos y jefes, entre milicias y veteranos y entre comunidades rurales y Ejército.

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