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Revolucion De Francia


Enviado por   •  6 de Septiembre de 2012  •  5.277 Palabras (22 Páginas)  •  389 Visitas

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YO MATO

In uccido

GIORGIO FALETTI

RESUMEN 3

Primer carnaval 5

Segundo carnaval 22

Tercer carnaval 36

Cuarto carnaval 68

Quinto carnaval 84

Sexto carnaval 123

Séptimo carnaval 137

Octavo carnaval 177

Noveno carnaval 207

Décimo carnaval 214

Undécimo carnaval 265

Último carnaval 311

RESUMEN

Un locutor de Radio Montecarlo recibe una noche durante su programa una llamada telefónica asombrosa alguien revela que es un asesino El hecho se pasa por alto, como una broma de pésimo gusto, sin embargo, al día siguiente un famoso piloto de formula uno y su novia aparecen en su barco, muertos y horrendamente mutilados Se inicia así una serie de asesinatos, cada uno precedido de una llamada a Radio Montecarlo con una pista musical sobre la próxima victima, cada uno subrayado por un mensaje escrito con sangre en el escenario del crimen, que es al mismo tiempo una firma y una provocación «Yo mato»

Para Frank Ottobre, agente del FBI, y Nicolás Hulot, comisario de la Sürete monegasca, comienza la caza de un escurridizo fantasma que tiene aterrorizada a la opinión publica nunca hubo un asesino en serie en el principado de Monaco Ahora lo hay, y de su búsqueda nadie va a salir indemne Yo mato es un thriller pleno de acción e intriga, con un desarrollo narrativo tan maduro como absorbente Eso ha bastado -y ha sobrado- para situar a su autor entre los nombres mas importantes del genero y a su obra como un autentico fenómeno editorial

Por un camino va

la muerte, coronada,

de azahares marchitos.

Canta y canta

una canción

en su vihuela blanca,

y canta y canta y canta.

Federico García Lorca

Primer carnaval

El hombre es uno y ninguno.

Carga desde hace años con su rostro pegado al cráneo y su sombra cosida a los pies, y todavía no ha logrado comprender cuál de las dos cosas pesa más. A veces experimenta el impulso irrefrenable de despegárselos, colgarlos en un clavo y quedarse allí, sentado en el suelo, como una marioneta a la cual una mano piadosa ha cortado los hilos.

Otras veces el cansancio lo borra todo y le impide darse cuenta de que lo único razonable es abandonarse a una carrera desenfrenada por el camino de la locura. A su alrededor no hay más que un continuo acoso de rostros, sombras y voces, personas que ni siquiera se plantean preguntas y aceptan pasivamente una vida sin respuestas pese al hastío o el dolor del viaje, y que se conforman con enviar alguna postal estúpida de vez en cuando.

Hay música donde él se encuentra ahora, hay cuerpos en movimiento, bocas que sonríen, palabras que se intercambian, y él está entre ellos, uno más para satisfacer la curiosidad de quienes verán cómo día tras día también esta fotografía se destiñe.

El hombre se apoya contra una columna y piensa que son todos inútiles.

Frente a él, al otro lado del salón, sentadas la una junto a la otra a una mesa cercana a la gran ventana que da al jardín, hay dos personas, un hombre y una mujer.

A la luz difusa, ella es sutil y dulce como la melancolía; tiene el cabello negro y los ojos verdes, tan luminosos y grandes que se ven claramente pese a la distancia. El joven no tiene ojos más que para ella y su belleza, y le habla al oído, para hacerse oír pese al estrépito de la música. Se cogen de la mano; ella ríe de las palabras de su compañero, echando la cabeza hacia atrás y escondiendo la cara en el hueco del hombro de él.

Hace un instante ella se ha vuelto, acaso alcanzada de algún modo por la fijeza de la mirada del hombre apoyado contra la columna, buscando el origen de su ligera incomodidad. Los ojos de ambos se han cruzado pero los de ella han pasado, indiferentes, sobre su cara, como sobre el resto del mundo que la rodea. Y ha regalado otra vez el milagro de esos ojos al hombre que la acompaña y que le corresponde con la misma mirada, impermeable a todo mensaje externo a la presencia de su amada.

Son jóvenes, hermosos, felices.

El hombre apoyado en una columna piensa que pronto morirán.

1

Jean-Loup Verdier pulsó el botón del mando a distancia y solo cuando se empezó a alzar la persiana metálica puso en marcha el motor, para no respirar el gas del tubo de escape en el espacio restringido del box. La luz de los faros penetró la pantalla negra de la oscuridad. Cuando la puerta se abrió por completo, apretó el acelerador y condujo despacio hacia fuera el Mercedes SLK. Apuntando el mando a distancia hacia la puerta con el brazo levantado por encima de la cabeza, pulsó la tecla para cerrar; mientras esperaba el «clang» de la puerta se quedó mirando el panorama que se abría ante el patio de su casa.

Montecarlo era un lecho de cemento sobre el mar. La ciudad casi no tenía forma; estaba envuelta en una ligera bruma que reflejaba las luces encendidas en la noche. Un poco más abajo, ya en territorio francés, podía ver los campos iluminados del Country Club donde probablemente se estaba entrenando alguna estrella del tenis internacional; a un costado se alzaba el Pare Saint-Román, uno de los rascacielos más altos de la ciudad. Más allá, hacia Cap d'Ail, bajo la roca de la ciudad vieja, se adivinaba el barrio de Fontvieille, arrancado al mar metro a metro, pedazo a pedazo.

Encendió al mismo tiempo un cigarrillo y la radio, sintonizada en Radio Montecarlo. Mientras conducía el coche por la rampa

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