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EVALUACION Y APRENDIZAJE


Enviado por   •  19 de Abril de 2013  •  15.469 Palabras (62 Páginas)  •  284 Visitas

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EVALUACIÓN DEL APRENDIZAJE EN LA ENSEÑANZA UNIVERSITARA

II LAS FUNCIONES Y FINES DE LA EVALUACION DEL APRENDIZAJE: ¿Por qué, para qué evaluar?.

III EL OBJETO DE LA EVALUACION: ¿Qué evaluar?

Miriam González Pérez

Centro de Estudios para Perfeccionamiento de la Educación Superior.

Universidad de la Habana

Con este articulo continuamos la publicación de la monografía de la investigadora Miriam González Pérez que constituyó uno de los resultados de su proyecto de investigación, perteneciente al Programa Ramal de Investigaciones Pedagógicas en la Educación Superior del Ministerio de Educación Superior. Su publicación consta de varios artículos que saldrán ordenadamente en los próximos números de la Revista

II LAS FUNCIONES Y FINES DE LA EVALUACION DEL APRENDIZAJE: ¿Por qué, para qué evaluar?.

En el presente acápite se trata uno de los aspectos centrales para la comprensión, valoración y proyección de la evaluación, el referido a sus funciones: las que cumple, las que debiera cumplir en el contexto de una enseñanza desarrolladora orientada a los más caros objetivos de la formación integral de los estudiantes universitarios. El propósito es el de precisar y subrayar aquellas funciones legítimas y deseables de una evaluación formativa, a la vez, ofrecer una panorámica sobre la problemática y enfoques vigentes, como base informativa de referencia para su estudio y para la propia práctica evaluativa.

Procede, inicialmente, delimitar entre el objetivo de la evaluación como actividad, sus fines y sus funciones. El objetivo de la evaluación del aprendizaje, como actividad genérica, es valorar el aprendizaje en cuanto a sus resultados y consecución. Las finalidades o fines marcan los propósitos que signan esa evaluación. Las funciones están referidas al papel que desempeña para la sociedad, para la institución, para el proceso de enseñanza aprendizaje, para los individuos implicados en el mismo.

Mientras el objetivo o meta de la evaluación es una y la distingue de otras actividades humanas (como la investigativa, la laboral); las finalidades y funciones son diversas, no necesariamente coincidentes entre sí, son variables, no siempre propuestas conscientemente, ni reconocidas y asumidas. Pero tienen una existencia real. Están en estrecha relación con el papel de la educación en la sociedad, con el que se reconoce de modo explícito en los objetivos educativos y con los implícitos. Están vinculadas con la concepción de la enseñanza y con el aprendizaje que se quiere promover y el que se promueve. La distinción de las finalidades y funciones es una herramienta metodológica importante para la metaevaluación pues informa acerca del grado de correspondencia entre las funciones que cumple con los propósitos con los que se realiza. El análisis de las funciones es un punto de partida y un aspecto central en el estudio de la evaluación.

En correspondencia con la intención del presente trabajo se trata, por lo pronto, de mostrar la multifuncionalidad de la evaluación y la importancia de revalidar aquellas funciones que sustentan el carácter formativo de la evaluación del aprendizaje en la educación superior, para que devengan auténticos fines o propósitos a alcanzar.

2.1 Direcciones en la consideración de las funciones de la evaluación.

Las variaciones en los significados de la evaluación, planteada en el acápite anterior, se vinculan con la consideración de las funciones. Las direcciones que sigue el estudio de la evaluación, en opinión de la autora, muestran históricamente una ampliación en el reconocimiento de sus diversas funciones, tales como:

De una función de comprobación de resultados al reconocimiento, además, de funciones de dirección del proceso de enseñanza y aprendizaje.

De funciones puramente académicas al reconocimiento explícito de las diversas funciones sociales de la evaluación.

De funciones de acreditación y certificación a funciones educativas, formativas y reguladoras de la actividad de los sujetos que intervienen en la situación educativa.

Es obvio que la evaluación cumple y ha cumplido diversas funciones con independencia de su identificación y reconocimiento. Las funciones sociales de selección de individuos, por ejemplo, aparecen de forma descarnada a la luz del análisis histórico anteriormente referido y que permite ubicar el origen del examen como instrumento usado a tal fin fuera del contexto educativo, y en el ámbito de la universidad medieval, como medio para seleccionar y admitir a aquellos que formarían parte de las corporaciones de profesores. Vale reiterar que la génesis de esta función no responde a necesidades pedagógicas.

Durante la primera mitad del siglo XX y hasta la década de los 60, la función declarada y esperada de la evaluación fue la de comprobar los resultados del aprendizaje, en correspondencia con un fundamento conductista de la enseñanza y el aprendizaje y de las propias demandas sociales sobre la educación. Ya se tratase –los resultados- en términos del rendimiento académico o del cumplimiento de los objetivos propuestos. Autores de la talla de Tyler y Johnson (citados por Stufflebeam, 1987), plantearon que la finalidad de la evaluación es determinar si los objetivos han sido alcanzados. Aun en la actualidad se pueden encontrar concepciones similares (C. Alvarez, 1999).

Las insuficiencias de esta posición se hizo sentir agudamente con el auge de la evaluación de programas y de instituciones educativas, en las décadas del 60 y el 70. Se abre un espacio para cuestionarse las metas: “Las metas propuestas pueden ser inmorales, poco realistas, no representativas de las necesidades de los consumidores o demasiado limitadas como para prever efectos secundarios posiblemente cruciales” (Stufflebeam, 1981). Se revela, asimismo, la importancia de evaluar el proceso, no solo sus resultados.

En este último sentido la distinción de más impacto en la historia de la evaluación, se debe a Scriven cuando, en 1967, propuso diferenciar las funciones formativa y sumativa. La función formativa, la consideró, como una parte integrante del proceso de desarrollo (de un programa, de un objeto). Proporciona información continua para planificar y para producir algún objeto y se usa, en general, para ayudar al personal implicado, a perfeccionar cualquier cosa que esté realizando o desarrollando. La función sumativa “calcula” el valor del resultado y puede servir para investigar todos los efectos de los mismos y examinarlos comparándolos con las necesidades que los sustentan. Estas funciones han sido ampliamente tratadas, por numerosos autores, en lo referido a la evaluación del aprendizaje, desde el momento en que fue propuesta hasta nuestros días.

Desde la perspectiva sociológica, filosófica y de la Pedagogía Crítica tiene lugar, hoy día, los mayores y más ricos aportes, sobre las funciones sociales de la evaluación educativa y del aprendizaje. Argumentados análisis de las implicaciones ideológicas y axiológicas de la evaluación evidencian aquellas funciones que trascienden el marco escolar y pedagógico, subrayando, en última instancia, un hecho establecido: la inserción del sistema educativo en un sistema mayor, el de la sociedad en su conjunto, que en gran medida explica la multifuncionalidad de la evaluación.

Uno de los valores a nuestro juicio, más destacables de estos aportes, es su capacidad para develar el “lado oculto” o, cuando menos, no fácilmente aceptado de la evaluación, aquello que no se hace explícito en los objetivos de la educación ni en la evaluación que se realiza; que no responde a una intención, pero que está latente o que sencillamente se asume como algo natural y con ello despojado de valoraciones. Muestra que no hay valoración neutral, tampoco educación neutral.

Lo oculto o latente no necesariamente es negativo en el sentido de su relación con los valores de una sociedad, aunque las referencias más frecuentes hagan énfasis en aquello que no entra en los propósitos aceptados socialmente y en las funciones que no devienen de necesidades pedagógicas.

Resulta interesante la observación de Cardinet en Evaluation scolaire et mesure,1988 (citado por Fdez Pérez, 1994), que bajo el rubro de “critica social de la evaluación” concluye: “los sociólogos han analizado los mecanismos de las barreras que obstruyen la movilidad social y su veredicto es claro: la escuela, en especial su sistema de exámenes y de calificaciones constituyen el principal instrumento de diferenciación y estratificación social”.

En relación con los fines o propósitos de la evaluación se destaca su relación con las llamadas funciones “encubiertas” del sistema educativo y dentro del mismo (F. Angulo, 1993) referidas a la selección de individuos, control administrativo, gestión productivista del sistema educativo, que produce una conversión de la participación ciudadana en dicho sistema, en participación mercantil (como clientes). Dichas funciones, según el referido autor, se derivan de las demandas que el capitalismo avanzado hace al Estado y al sistema educativo como aparato del mismo.

Los fines de la evaluación se subordinan, en gran medida, a dichas funciones, trayendo como consecuencia el predominio de aquellos fines que se le corresponden. En estudios que indagan sobre los propósitos de la evaluación aparecen respuestas de docentes y directivos que muestran una realidad sometida a exigencias externas, como “evaluamos porque se nos pide que evaluemos” (Beltrán y San Martín, 1993; Fernández Pérez, 1994) y no como una necesidad intrínseca del proceso de enseñanza y sentida como tal por los docentes.

Además, repercute sobre el contenido de la evaluación, pues el supuesto de que todo lo significativo es susceptible de ser evaluado se invierte y termina siendo “todo aquello que no pueda ser evaluado carece de importancia” (ibid), o el contenido más probable de ser evaluado es el que puede serlo más fácilmente (Gimeno, 1993; Díaz Barriga, 1993) Esto se da en todo el campo de la evaluación educativa. No se evalúan objetivos y procesos complejos y polémicos, o bien se simplifican arbitrariamente, lo cual repercute sobre el alumno dando preferencia a los contenidos y formas de aprender exigidas por la evaluación.

Las implicaciones de las funciones de la evaluación en sus fines y contenido llevan a diferentes autores (Irvine, Miles, Evans, 1979; Secada, 1989; Berlak y otros, 1992; Byrk y Hermanson, 1993; Citados por F. Angulo) a proponer un replanteo político de algunos procedimientos de evaluación en el ámbito de sistemas educativos. En tal sentido F. Angulo propone lo que llama principios de actuación básicos y características que debe cumplir el proceso evaluativo (ver 1993, p. 13).

El reconocimiento de la multiplicidad de funciones que cumple la evaluación del aprendizaje, como tendencia dominante en la conceptualización de la misma, permite listar funciones tan diversas como:

Definición de significados pedagógicos y sociales Se refiere a los significados que se atribuyen a categorías lingüísticas como éxito y fracaso escolar, rendimiento educativo, buenos y malos estudiantes y profesores, calidad de la enseñanza, progreso escolar, excelencia escolar. Conceptos con los que se piensa, estudia, investiga, planifica y se hace política educativa, dando por supuesto muchos aspectos que pueden ser discutibles (Gimeno, 1993).

Funciones sociales que tienen que ver con la certificación del saber, la acreditación, la selección, la jerarquización, la promoción. Los títulos que otorgan las instituciones educativas, a partir de resultados de la evaluación, se les atribuye socialmente la cualidad de simbolizar la posesión del saber y la competencia, en función de los valores dominantes en cada sociedad y momento. Una sociedad meritocrática competitiva reclama que sus individuos se ordenen por su aproximación a la “excelencia” A mayor cercanía, mayor mérito individual. A mayor cantidad o nivel de los títulos que logra una persona, más vale socialmente.

Si se llevan a un extremo, estas funciones de la evaluación que la sociedad ha acuñado como legítimas, pueden tener interesantes implicaciones personales, institucionales, sociales. Un título puede ser una “patente de corso” para personas no necesariamente competentes, puesto que los títulos garantizan formalmente el saber pero, como dice Bourdieu (1988, pag. 22), no pueden asegurar que sea cierta tal garantía. En otros casos la persona es competente para las tareas que desempeña, pero no posee el título acreditativo, y cae bajo sospecha. También puede ocurrir con las instituciones.

Desde el punto de vista de las políticas educativas que se expresan en los objetivos de los sistemas de educación, se evidencia una creciente aspiración no elitista, expresada en la búsqueda de mayor calidad de educación para mayor cantidad de personas. Esta política toma cuerpo, fundamentalmente, en la definición de niveles obligatorios de educación y por tanto la democratización del acceso a niveles básicos creando oportunidades para todos. Si en la enseñanza obligatoria, cuando menos, la evaluación se realiza con carácter selectivo y jerarquizador, constituye una práctica antisocial.

Función de control. Por la significación social que se le confiere a los resultados de la evaluación y sus implicaciones en la vida de los educandos, la evaluación es un instrumento potente para ejercer el poder y la autoridad de unos sobre otros, del evaluador sobre los evaluados. Esta es una de las funciones relativamente oculta de la evaluación. Oculta en su relación con los fines o propósitos declarados, pero evidente a la observación y análisis de la realidad educativa.

En el ámbito educativo tradicional el poder de control de los profesores (evaluadores) se potencia por las relaciones asimétricas en cuanto a la toma de decisiones, la definición de lo que es normal, adecuado, relevante, bueno, excelente; respecto al comportamiento de los estudiantes, a los resultados de su aprendizaje, a los contenidos a aprender, a las formas de comprobar y mostrar el aprendizaje, al tiempo y condiciones del aprendizaje. Las implicaciones han sido ampliamente analizadas y demostradas por numerosos autores (Villarroel, 1990; Elliot, 1992; Alvarez Méndez, 1993; Díaz Barriga, 1994; Vizcarro, 1997; Saín Leiva, 1998; Thomson y Falchinikov, 1998; Sambelliz Kay McDowell, 1998).

Las tendencias educativas de avanzada abogan por una relación educativa democrática, que abra cauces a la participación comprometida de todos los implicados en el proceso evaluativo, en la toma de decisiones pertinentes. En la medida que estas ideas lleguen a ser efectivas y generalizadas en la práctica, deben contrarrestar los efectos negativos de esta función.

Funciones pedagógicas. Bajo este rubro se sitúan diversas y constructivas funciones de la evaluación que, aunque tratadas con diferentes denominaciones por diversos autores, coinciden en lo fundamental respecto a sus significados. Entre ellas se nombran las funciones: orientadora, de diagnóstico, de pronóstico, creadora del ambiente escolar, de afianzamiento del aprendizaje, de recurso para la individualización, de retroalimentación, de motivación, de preparación de los estudiantes para la vida (M. González, 1997).

Funciones en la organización y gestión de la educación, en tanto sobre la base de los resultados de la evaluación se establecen las regulaciones de promoción, deserción docente, repitencia, certificación y demás aspectos que facilitan la organización del trabajo de las instituciones educativas, y el paso de los estudiantes por diferentes niveles educativos.

Las funciones nombradas no agotan todo su espectro. Ante tal amplitud algunos autores han optado, sabiamente, por usar clasificaciones más genéricas. Así, Rowntree (1986) las reduce a dos, según se use la evaluación para 1) enseñar al estudiante y/o 2) informar sobre el estudiante. Cardinet (1988) propone tres funciones: predictiva, formativa y certificativa.

En el ámbito nacional, O. Castro (1996) propone la clasificación siguiente: función pedagógica, función innovadora y función de control. La función pedagógica es considerada la función rectora de la evaluación. Se caracteriza por producir tres efectos: el instructivo, el educativo y el de resonancia. Este último se refiere al reflejo objetivo o distorsionado de los efectos instructivos y educativos de la evaluación en los diferentes sujetos y contextos sociales. La función innovadora tiene que ver con el desarrollo del educando y la posibilidad de abrir un espacio para propiciar la duda constan¬te, la necesidad de verificar las propias respuestas, estimular el pensamiento crítico en el alumno. La función de control es una de las más conocidas en la literatura, y corresponde en términos generales a lo planteado anteriormente.

En resumen, la visión panorámica presentada hasta aquí muestra la existencia de diversas clasificaciones y denominaciones de las funciones de la evaluación, pero los significados son cercanos, coincidentes en algunos casos. Un importante resultado de este análisis es la evidencia de que uno de los asuntos centrales, vitales, de la evaluación del aprendizaje, radica en sus funciones tanto explícitas como latentes u ocultas.

Reconocer la multifuncionalidad de la evaluación, permite aproximarse a su esencia y contribuye a dirigir las acciones de mejora o perfeccionamiento de modo reflexivo, consciente. Tanto en la planificación como en la realización y valoración de la evaluación del aprendizaje se requiere precisar qué fines o propósitos se persiguen, cuántos y cuáles pueden y deben plantearse, cuál priorizar (dado que se pueden lograr varios fines simultáneamente) y cuándo. A la vez, es necesario indagar sobre qué funciones está cumpliendo realmente, tanto para los profesores como para los alumnos y, por supuesto, para la institución y la sociedad. Y, sobre todo, en qué medida los fines y funciones se corresponden.

2.2 Funciones relevantes para una evaluación educativa del aprendizaje en la enseñanza universitaria.

Desde el punto de vista de la autora del presente trabajo vale detenerse en determinadas funciones de la evaluación, por su importancia para el desarrollo del proceso de enseñanza universitario y el logro de sus objetivos. En el gráfico que sigue se presentan, de modo esquemático, las que se quieren subrayar.

Función de dirección del proceso de enseñanza aprendizaje: Aquí se agrupan aquellas funciones que contribuyen a orientar y conducir el proceso de enseñanza aprendizaje como sistema. Son las relativas a la comprobación de resultados, retroalimentación y ajuste del proceso, establecimiento del estado inicial o punto de partida y del final.

La comprobación de los resultados del aprendizaje y la calidad de los mismos permite conocer si se ha alcanzado o no el aprendizaje esperado y otros no previstos y qué características o atributos posee, de acuerdo con los criterios asumidos a tal fin. Es particularmente importante cuando se evalúa el dominio de los estudiante para tomar y ejecutar decisiones profesionales de alto riesgo, que pueden comprometer la integridad de las personas, del medio ambiente, de la sociedad.

No obstante las reiteradas críticas sobre la valoración de los resultados es ésta una función legítima de la evaluación, aunque justamente reconocida como no suficiente cuando solo se limita al producto. Es difícil cuestionar la necesidad de conocer y apreciar los logros de la actividad realizada, cuando menos por un asunto de satisfacción o insatisfacción con lo que se hace, consustancial al ser humano y por la ineludible necesidad de “dar cuentas” ante la sociedad, ante los propios alumnos, de la respuesta al encargo social que tienen las instituciones universitarias. La evaluación de los resultados aporta, además, información para acciones de ajuste y mejoras del proceso a más largo plazo, al contrastar lo logrado con las necesidades que le dieron origen y las metas propuestas, por lo que mantiene vínculo con la retroalimentación y regulación de la actividad.

Las funciones de retroalimentación, orientación y ajustes prevalecen en la evaluación que se realiza desde el inicio y durante el proceso de enseñanza aprendizaje, sustentada en la información y valoración del nivel de partida de los estudiantes y del aprendizaje en desarrollo, lo que permite su orientación y regulación acorde con las características de los estudiantes, las regularidades y requisitos que debe cumplir dicho proceso, las condiciones en que se realiza. En este sentido la evaluación es un elemento imprescindible para orientar y realizar el proceso de enseñanza aprendizaje.

Función predictiva, o sea anticipatoria de realizaciones posteriores de los estudiantes, ya se trate dentro de la actividad de estudio o de la futura actividad profesional del mismo. Se supone que la evaluación del proceso y de los resultados tenga una proyección futura y no solo retroactiva. Esto es, sirve de base para hacer predicciones sobre el ulterior desempeño académico y profesional del estudiante. Dichas predicciones soportan muchas decisiones sobre el futuro mediato o inmediato del estudiante.

Esta es una de las funciones más interesantes pues resulta muy controvertida. Por una parte porque se asume de modo natural, casi inconscientemente, en la práctica cotidiana como una verdad incuestionable; lo que se pone de manifiesto en la “facilidad” con que se suelen adoptar las decisiones que interesan a los estudiantes o las clasificaciones perdurables que se hacen de los mismos (buenos, malos), a partir de los resultados de la evaluación de su aprendizaje. Este hecho contrasta con las opiniones que se obtienen, tanto de estudiantes como de profesores, cuando se les invita a reflexionar sobre el valor predictivo de la evaluación, en las que se evidencian incertidumbres, dudas y hasta negación de esta función. Por otra parte porque existen demasiados resultados investigativos que permiten cuestionar la confiabilidad o fiabilidad de la evaluación que se realiza tradicionalmente.

Sin duda, la función predictiva es consustancial a la evaluación y se justifica en las demandas que la sociedad hace a las instituciones de educación en cuanto a la formación de los estudiantes para una actividad profesional, para la vida. La evaluación debe aportar información que, en determinada medida y límite, anticipe el desempeño futuro del estudiante como profesional y ciudadano.

Dicha función se justifica además, por las propias regularidades del proceso de formación orientado al desarrollo de las potencialidades del estudiante. La evaluación se debe orientar, no al ayer, sino al mañana. La constatación y valoración de un estado como un momento en el que se hace un “balance” de lo alcanzado, de los resultados de procesos anteriores -se trate al inicio, intermedios o final de un ciclo de enseñanza- no tiene sentido pedagógico si no se orienta al futuro del propio estudiante. Desde esta perspectiva, los diagnósticos de lo que sabe o puede hacer el estudiante resultan importantes como base o punto de partida para el desarrollo ulterior y para establecer las direcciones de ese desarrollo, las mismas que pueden reorientar y compensar procesos insuficientes o deficientes y requieren tomar en cuenta aquellos procesos que se encuentran en estado de formación.

La evaluación debe indicar aquello que el estudiante no tiene pero puede tener por la acción transformadora de la enseñanza, en especial, aquellas adquisiciones que aun no puede hacer de modo autónomo con los medios psicológicos que posee, pero sí con determinada ayuda y, por tanto, informar sobre las direcciones potenciales del desarrollo del estudiante. Lo anteriormente dicho, en mi opinión, constituye una nueva faceta de la función predictiva de la evaluación que surge al concebir la enseñanza desde postulados del Enfoque Histórico Cultural.

Función reguladora de la actividad de los estudiantes y de los profesores y de todos aquellos implicados o vinculados a la situación educativa y sus resultados. Se refiere al papel que desempeñan las concepciones y nociones que tengan los sujetos respecto a la evaluación del aprendizaje, en la regulación de su actividad. Es decir, la forma en que conciban y sientan la evaluación constituirá un elemento regulador de su comportamiento y de su orientación hacia el aprendizaje. Esta función no aparece como tal en la literatura, sin embargo, a criterio de la autora, constituye una de las más importantes funciones de la evaluación y procede ofrecer algunos datos que avalen dicho criterio.

En los últimos diez años las investigaciones sobre evaluación del aprendizaje han incrementado su interés en la repercusión de la evaluación sobre el aprendizaje de los estudiantes. En encuestas realizadas en diferentes países, como Estados Unidos (Banta et al., 1996), Inglaterra (Hounsell et al., 1996), Australia (Nightingale et al., 1996) según Falchikov (1998), la evaluación y sus efectos se constituye en foco de atención. Aumentan también los debates y el reconocimiento del impacto de la evaluación del aprendizaje en las actitudes que toman los estudiantes universitarios en relación con su trabajo, sus estrategias de aprendizaje, su compromiso para aprender, su confianza y autoestima, todo lo cual repercute en la calidad del aprendizaje.

En sociedades competitivas la lucha contra la mediocridad puede resultar decisiva porque tiene implicaciones para acceder al mercado de trabajo en condiciones que coadyuven a la obtención de puestos laborales más reclamados. No obstante, para una evaluación formativa, las regulaciones por factores extrínsecos, si bien eficaces, no constituyen el ideal legítimo de formación. La lucha contra la mediocridad es válida pero sustentada en la significación personal y social del conocimiento y demás características requeridas para un desempeño exitoso de la profesión y de esta misma. Los motivos “extrínsecos” deben devenir en auténticas motivaciones intrínsecas a la actividad que desarrolla el estudiante y futuro profesional.

En el proceso de enseñanza se encuentran múltiples oportunidades que identificadas y orientadas conscientemente, contribuyen a la mencionada finalidad. La evaluación, en particular, es un poderoso instrumento para clarificar las metas, conferir sentidos y movilizar a los estudiantes en pos de dichas metas.

Una manifestación del impacto de la evaluación sobre las actitudes que adoptan los estudiantes ante el estudio, es la existencia de umbrales bajos de satisfacción con los resultados esperados y obtenidos. Son casos en los que se estudia (una asignatura, una carrera) para aprobar, para “pasar”, para cumplir ciertos requisitos de promoción o titulación. Estos hechos aparecen vinculados con la no comprensión del papel de la asignatura en el plan de estudio (como suele suceder con ciertas materias básicas y generales); con la significación de los resultados evaluativos tanto a nivel personal como social, entre otros factores. Lo más importante, quizás, es la posibilidad de transformar o ayudar a variar estos hechos mediante cambios en la orientación, organización y ejecución del proceso de enseñanza aprendizaje, sin ignorar la presencia de factores de índole social que trasciende a la propia institución universitaria.

Las investigaciones realizadas por Karen Thomson y Nancy Falchinikov (1998), en la Universidad de Napier, Edimburgo, muestran que las percepciones que tienen los estudiantes sobre la evaluación (lo que sienten como demanda de la misma, lo que se evalúa, lo que piensan se espera de ellos), así como la frecuencia y forma en que se realiza la evaluación, se asocia a formas de enfrentar el aprendizaje, las metas que se proponen los estudiantes, los niveles de salud y bienestar psicológico, entre otros aspectos.

Algunos datos de estas investigaciones resultan particularmente interesantes. Las investigadoras diferencian tres tipos de lo que denominan “aproximación al aprendizaje” por parte de los estudiantes: una aproximación o enfoque superficial, un enfoque estratégico y un enfoque profundo. Los dos últimos son considerados aceptables y deseables, mientras que el primero es evidencia de una deficiente orientación y ejecución del aprendizaje. En los resultados muestran una asociación de la forma en que se realiza la evaluación y el modo en que los estudiantes la perciben con los tipos de aproximaciones al aprendizaje que adoptan.

En general los datos que obtienen sugieren que los estudiantes hacen amplio uso de una aproximación superficial. Estudian para pasar el examen, son finalistas, sienten que se demanda en la evaluación una gran dosis de memorización más que de reflexión, consideran que es importante ofrecer un criterio coherente con el del profesor aunque no necesariamente lo compartan. Resulta interesante que muchos estudiantes argumentan que esta no es la manera que desearían estudiar.

Uno de los datos más significativos de esta investigación es el hecho de que las aproximaciones estratégicas y profundas decrecen en el transcurso de los estudios universitarios (con ligeras diferencias entre estudiantes de diversas áreas o carreras). Todos los estudiantes investigados muestran patrones similares de aproximación al aprendizaje después de cinco meses de su entrada a la universidad, lo que no sucedía a su ingreso. Y, aun más, los enfoques estratégicos y profundos decrecen de primero a segundo y de segundo a tercero, según se constata en el estudio longitudinal, fundamentalmente en el caso de los estudiantes de ingeniería. Las autoras concluyen sobre la posibilidad de que la enseñanza y los métodos de evaluación encontrados por los estudiantes estén creando pasividad que no anima a adoptar otras formas más activas y racionales de enfocar su aprendizaje.

Otro dato de interés es la asociación que encuentran entre niveles altos de estrés y aproximaciones superficiales del aprendizaje, y resulta a la inversa para enfoques estratégicos. En general diversos estudios (Fisher, 1994) muestran altos niveles de ansiedad en los estudiantes de los primeros años universitarios y sugieren que las presiones de la evaluación académicas, sentidas como requerimientos externos al aprendizaje, tienen un peso significativo en los niveles de estrés.

En cuanto a los profesores, es sabido que sus concepciones sobre la evaluación, las significaciones que le confieran a la misma, repercuten en los modos de realizarla, en el tratamiento que den a los resultados, regulando su propia actividad como profesor. Este efecto sobre el profesor repercute en los estudiantes en variadas formas, tanto aceptables y deseables, como de modo negativo, como cuando desarrollan estrategias de “supervivencia” para “pasar”, no para aprender.

Función formativa, en el sentido de servir de vía de enseñanza y aprendizaje, es decir la evaluación vista como un medio o recurso para la formación de los estudiantes.

En tal sentido se pueden considerar, como mínimo, dos dimensiones. Con un significado más estrecho, designa aquello que directamente contribuye a formar en los estudiantes: las estrategias de control y autorregulación como sujeto de la actividad, y su autovaloración personal cuya génesis tiene un espacio en las valoraciones recíprocas que se dan en las interacciones con los demás copartícipes del proceso de enseñanza aprendizaje y consigo mismo.

En una acepción amplia se refiere al efecto formativo en general sobre el estudiante y su aprendizaje. Durante la evaluación el estudiante aprende, en toda la extensión de la significación del término, desarrolla sus cualidades, capacidades, intereses.

Uno de los efectos más relevantes de la evaluación sobre el aprendizaje, se refiere a su contribución en la formación de cualidades en los estudiantes como la autonomía, la reflexión, la responsabilidad ante sus decisiones, la crítica, que forman parte de los objetivos de la enseñanza universitaria. Para el logro de los mismos la evaluación debe devenir en momento de aprendizaje, fundamentalmente cuando se comparte, entre profesores y estudiante, las metas, los procedimientos y los criterios de evaluación.

Las relaciones de la evaluación con el aprendizaje no son mecánicas, simples, automáticas. La mejora en el aprendizaje, especialmente en las cualidades mencionadas y la capacidad de autoevaluación, se da a condición de una participación real y efectiva de los estudiantes en el proceso de evaluación, lo que requiere clarificar, compartir o negociar las metas con el profesor, intercambiar y comprender las intenciones y los criterios de la evaluación propuestos por los profesores y discutidos con el grupo y con cada estudiante o generados por los mismos.

Las referidas investigaciones dan cuenta de las diferencias que se encuentran, en una misma situación de evaluación, entre las interpretaciones de profesores y estudiantes respecto al sentido de la evaluación, a los procedimientos, al contenido de los criterios y estándares empleados.

Dichas experiencias evidencian que, aun en el contexto de una evaluación innovadora o alternativa, que incluye novedosos procedimientos de evaluación y prácticas de autoevaluación, evaluación por pares y coevaluación, existen formas divergentes de percibir la evaluación entre los estudiantes y entre estos y los profesores, y entre los profesores mismos. Asimismo, la supervivencia de concepciones tradicionales respecto al significado y sentido de la evaluación en los estudiantes o en los profesores o en ambos, hace que aun ante situaciones de innovación, no se manifiestan transformaciones significativas en la formación de los alumnos.

Estos hechos permiten hablar de un curriculum explícito relativo a la evaluación, que son las metas u objetivos y los significados declarados por profesores y directivos institucionales para la misma, y que son comprendidas (no necesariamente asumidas) por los estudiantes; y un curriculum oculto, que son los significados que cada uno atribuye a la práctica de la evaluación y que actúan como “teoría en acción” (Sambell, 1998), que orienta el comportamiento de los sujetos y confiere sentidos.

Ello refuerza la necesidad de que la concertación de fines se lleve a efectos despojado de todo formalismo, y da fundamento a la exploración de diversas vías para lograr que los estudiantes asuman las metas deseadas. Asimismo, estos datos muestran la estrecha vinculación entre las funciones de la evaluación, particularmente de las funciones regulativas y formativas.

En síntesis, la función formativa, en su sentido amplio, incluye todas las restantes y debiera constituir la esencia de la evaluación en el contexto del proceso de enseñanza aprendizaje, por lo que ella representa para la formación de los estudiantes, acorde con las finalidades educativas y con las regularidades de dicho proceso.

La función formativa, en toda su extensión, como atributo y razón de ser del sistema de evaluación del aprendizaje y que subsume las restantes funciones, implica que ella sirva para corregir, regular, mejorar y producir aprendizajes. En resumen, la evaluación debe estar al servicio del proceso de enseñanza y no a la inversa.

III EL OBJETO DE LA EVALUACION: ¿Qué evaluar?

En este epígrafe se aborda la determinación del objeto de evaluación y la precisión de los atributos que devienen indicadores del mismo, como un aspecto central de la conformación de la concepción sobre la evaluación del aprendizaje. Se hace referencia a su importancia, a las direcciones que ha seguido su consideración y a los puntos de vistas que asume la autora sobre el aprendizaje, objeto de evaluación. El propósito es problematizar, provocar la reflexión y el cuestionamiento de nociones cotidianas y ofrecer ideas y argumentos que contribuyan a perfeccionar la evaluación a partir del concepto mismo de aprendizaje.

La evaluación siempre está referida a algo, aquello que constituye su objeto. El desarrollo de la educación y de la evaluación educativa ha abierto el espectro de los objetos de evaluación: los sistemas de enseñanza, las políticas, las instituciones educativas, sus procesos, los agentes de los mismos, los propósitos, contenidos, medios, condiciones, resultados, efectos, vínculo con otros sistemas, la propia evaluación. En materia de evaluación educativa todos los aspectos relativos a la educación son potencialmente evaluables; otra cosa es que merezcan serlo.

En cualquier caso la delimitación del objeto que se evalúa es un asunto central. De ella se deriva, en gran medida, las decisiones sobre cómo se realiza la evaluación: los instrumentos, procedimientos, momentos, indicadores, criterios, que se utilicen en el proceso evaluativo. Asimismo, es condición necesaria para la validez, principio básico que establece la correspondencia entre lo que se evalúa y lo que se pretende evaluar.

Una situación ilustrativa de lo dicho, la aporta el examen. Por lo general se aplica para constatar o comprobar el conocimiento alcanzado por los estudiantes sobre determinado contenido de enseñanza (de una asignatura, de un tema de la misma). Se asume que los resultados de los estudiantes en la ejecución del mismo sean evidencia de sus conocimientos. Pero pudiera estar midiendo otra cosa, como la capacidad de los alumnos para reaccionar y emitir respuestas en situación de estrés; o el volumen de información que cada uno es capaz de actualizar en un tiempo dado y fuera de un contexto natural, o sea, mediante tareas artificiales no coincidentes con las situaciones y condiciones donde se aplican esos conocimientos.

El hecho de que sea el aprendizaje el objeto de evaluación confiere gran complejidad a la actividad. La dificultad estriba en definir qué se entiende por aprendizaje, y en reconocer la existencia de diversas concepciones sobre el mismo en la literatura científica, que se multiplican por las variadas maneras en que se lo representan los profesores y los estudiantes, cuyas nociones, explícitas o implícitas, regulan los modos de proceder al realizar la evaluación. Añade dificultad al asunto la “operacionalización” del concepto que se asuma, a los efectos de establecer los indicadores y criterios pertinentes para su evaluación.

La respuesta a qué se evalúa depende de los fines de la evaluación; de la concepción de enseñanza y de aprendizaje; de los objetivos y contenidos de enseñanza; de las condiciones en que se realiza el proceso, que incluye la factibilidad y la facilidad para la selección de los instrumentos y procedimientos de captación y valoración de la información sobre el aprendizaje de los estudiantes. Estas últimas razones han dado lugar a la referida crítica de que se evalúa aquello que es más fácil de evaluar y, quizás, ellas expliquen el apego a formas de evaluación que solo demandan niveles reproductivos del conocimiento aun cuando los objetivos de enseñanza planten mayores exigencias cognitivas (ver investigaciones de Pérez Cabaní y otros, 1998).

Al igual que los fines, la definición del objeto, tiene connotaciones ideológicas y axiológicas. La decisión de qué se evalúa, supone la consideración de aquello que resulta relevante, significativo, valioso del contenido de enseñanza y del proceso de aprendizaje de los estudiantes; es decir, qué contenido deben haber aprendido, cuáles son los indicios que mejor informan sobre el aprendizaje. Al comenzar un proceso de evaluación ya existen pre-juicios sobre lo que resulta relevante o no.

El contenido de esos juicios puede diferir de un profesor a otro, tal como reconocen los propios profesores (M. González, 1999), lo que explica en parte, el bajo nivel de confiabilidad o fiabilidad que se constata, por ejemplo, en los exámenes, cuando el trabajo de explicitación y argumentación de esos juicios ha sido insuficiente por parte del profesor y en el colectivo de profesores. Varía, también, desde el punto de vista histórico y de los enfoques pedagógicos.

3.1 Tendencias en la consideración del objeto de evaluación del aprendizaje.

A criterio de la autora, las tendencias históricas marcan las direcciones siguientes:

Del rendimiento académico de los estudiantes, a la evaluación de la consecución de los objetivos programados.

De la evaluación de productos (resultados), a la evaluación de procesos y productos.

De la búsqueda de atributos o rasgos estandarizables, a lo singular o idiosincrásico.

De la fragmentación, a la evaluación holística, globalizadora, del ser (el estudiante) en su unidad o integridad y en su contexto.

Estas tendencias no se dan de modo paralelo, tienen múltiples puntos de contacto y fusiones entre sí. Algunas van perdiendo fuerza dentro de las ideas pedagógicas, aun cuando dominan la práctica; otras se vislumbran como emergentes. Conviene comentar brevemente cada una de ellas.

La primera línea enunciada se mantiene, en lo fundamental, ceñida a los productos o resultados. En los primeros decenios del presente siglo la atención al rendimiento académico de los estudiantes fue el aspecto central en la evaluación del aprendizaje, expresión de una didáctica que privilegia el contenido de enseñanza sobre las demás categorías didácticas. Manifestación, además, de un pensamiento positivista y pragmático, tal vez no en formulación pero sí en ideas, en tanto parece asumir que el aprendizaje es aquello que miden los exámenes.

La evaluación que centró su atención en el rendimiento o aprovechamiento se asoció a un sistema de referencia estadístico, basado en la curva normal, que permitía establecer la posición relativa de un alumno respecto a su grupo o cualquier población pertinente al efecto, reflejo de una concepción espontaneísta del aprendizaje y de la enseñanza.

Por otra parte se da, lo que pudiese denominarse como falacia de los procedimientos y medios de evaluación, que en su esencia significa subordinar a estos la concepción, realización y valoración de la evaluación. Una de sus manifestaciones está dada por la suposición de una cierta validez universal de determinadas técnicas e instrumentos que son aplicadas a cualquier objeto o situación a evaluar. Ello trae como consecuencia una simplificación del objeto, su uniformidad u homologación en virtud de lograr los indicadores seleccionados, su conformación a dimensiones que no se desprenden directamente de su naturaleza, sino de estándares implícitos en los instrumentos; en definitiva, la aplicación de técnicas estandarizadas que supone realidades homogéneas o para mostrar su desviación de la norma (San Martín y Beltrán, 1993, Gimeno, 1993).

Esta problemática mantiene vigencia, sobre todo cuando se trata de mediciones de rendimiento académico de los estudiantes a los efectos del acceso a la educación superior, o de evaluar la enseñanza desarrollada en diferentes centros, o de cualquier otra situación que implique valoraciones comparativas respecto a una población (de alumnos, instituciones, etc.) que se use como referencia.

La evaluación de y por objetivos, surge y se constituye en el paradigma, aun dominante, de la evaluación del aprendizaje. Se trata igualmente de apoyarse prioritariamente en los productos del aprendizaje para valorarlo, pero marca diferencias importantes respecto al simple rendimiento o aprovechamiento docente anteriormente referido. Subraya, como en acápites anteriores se dijo, el carácter no espontaneísta, sino propositivo, orientado, dirigido, del aprendizaje que se da en el contexto de la enseñanza, que se expresa en sus objetivos; los mismos que guían la acción educativa y sirven de criterios para su evaluación.

Las necesarias distinciones en cuanto al aprendizaje esperado, se expresan en numerosas y variadas taxonomías de objetivos, propuestas por diversos autores, muchas de ellas ampliamente divulgadas. En general hacen referencia a diferentes niveles de demandas cognitivas sobre el contenido de enseñanza (como las de Bespalko, 1987; R. Gagné, 1987); y/o establecen diversos ámbitos en cuanto a formaciones psicológicas (cognitivo, afectivo, psicomotor) como las conocidas propuestas de Mager y Bloom (1971); Así, por ejemplo, Mayer (1987) distingue tres clases de conocimientos el semántico, el de procedimientos y el de estrategias. El conocimiento semántico es el conocimiento de hechos y conceptos, también denominado por otros autores conocimiento declarativo o proposicional; el conocimiento de procedimientos es el referido a habilidades y reglas de actuación; el de estrategia es el conocimiento del conocimiento, también denominado metacognición.

También se refieren a la dimensión de generalidad/especificidad de los objetivos que tiene que ver con la organización del contenido y los objetivos en distintos niveles del proceso: plan de estudio, disciplinas, asignaturas, temas, clases (Alvarez, 1999). Un abordaje más detallado de algunas de estas taxonomías se presenta más adelante, al tratar los procedimientos y técnicas de evaluación.

Las taxonomías resultan útiles, en tanto aportan distinciones que ayudan a precisiones necesarias para aumentar la validez de la evaluación, o al menos, la coherencia en las decisiones; y amplían el espectro de los atributos del objeto evaluado, en cuanto a niveles de calidad y complejidad y en cuanto a ámbitos o esfera del individuo. Pero, representan importantes riesgos ante el peligro de la simplificación que portan las clasificaciones, que se potencia por la insuficiente fundamentación del aprendizaje. Una gran parte de las taxonomías se erigen sobre la base de una concepción conductista del aprendizaje que subraya la evaluación de productos; y ofrece una visión fragmentada del estudiante, pues destruye, a priori, su unidad.

La evaluación orientada a constatar el logro de los objetivos es insuficiente, porque desatiende el proceso de aprendizaje, en cuanto a su decursar y en lo referido a los procesos mentales implicados en los resultados que alcanzan los estudiantes. Sus limitaciones aparecen, además, a la luz del análisis de la formulación y del contenido de los propios objetivos: determinaciones imprecisas, ambiguas; objetivos cuestionables como metas. Se añade, el demostrado hecho de la existencia de aprendizajes no previstos, que son ignorados si solo se evalúan los objetivos. Esto no implica que los objetivos pierdan su importancia como guías y sistema de referencia, máxime si se tiene en cuenta que expresan el encargo social respecto a la formación de los estudiantes universitarios, acorde con los intereses, ideales, aspiraciones de una sociedad determinada. Los objetivos son necesarios pero no suficientes para la evaluación.

La segunda línea enunciada de la evaluación del proceso y el producto del aprendizaje ocupa la atención de distintos autores desde hace varias décadas, como respuesta a la limitada visión de evaluar solo resultados. Los términos de evaluación "formativa" y "sumativa", han servido para distinguir entre la evaluación del "proceso" y la de los "resultados" correspondientemente, y para resaltar la importancia de la primera, por la gama de funciones que puede desempeñar durante el proceso de enseñanza aprendizaje. Al igual que las funciones, se expande, en cantidad y variedad, los aspectos objetos de evaluación.

La determinación de qué evaluar durante el proceso, está en estrecha relación con el conocimiento de los mecanismos del aprendizaje, es decir de cómo este se produce, cuáles son sus regularidades, sus atributos, y sus condiciones en el contexto de la enseñanza. Los estudios científicos de carácter pedagógico y psicológico, presentan importantes avances, aunque no suficientes para dar respuesta o coadyuvar a la solución de muchos de los problemas centrales vigentes como, por ejemplo, el hecho de que la evaluación durante el proceso se realice como una serie de evaluaciones "sumativas" que la aleja de las funciones previstas para ella.

Al respecto considero que mantiene vigencia lo planteado por Witzlack (1989, p. 214) cuando dice que aún estamos lejos de “pasar del registro del progreso en el desarrollo (progreso en el aprendizaje) al diagnóstico del proceso de desarrollo (proceso de aprendizaje)”. No obstante, existe un caudal significativo de información que apunta a una identificación progresiva de aquellos aspectos que deben ser objeto de la evaluación a los efectos de ir valorando y regulando el proceso de enseñanza aprendizaje desde su comienzo y durante su transcurso, a través de diversos momentos o etapas, como se verá más adelante.

En las últimas décadas se ha consolidado la evaluación del nivel de partida de los estudiantes, al iniciar un proceso de enseñanza (en cualquier nivel de generalidad, referido al inicio de los estudios universitario, una disciplina, asignatura, un tema o cualquier elemento del contenido de enseñanza). Se corresponde con una de las funciones reconocidas de la evaluación de aprendizaje, que permite ajustar la acción educativa a las demandas y posibilidades de los alumnos. Se puede hablar en este caso de función predictiva.

Los aportes de la psicología cognitiva fundamentan la relevancia del conocimiento previo de los alumnos para su aprendizaje ulterior. En realidad, la idea de una experiencia previa siempre ha sido un elemento consustancial del concepto de aprendizaje, y un aspecto contemplado por la pedagogía. No obstante, la información generada por los estudios realizados desde dicha perspectiva psicológica, constituye una verdadera avalancha que marca una de las líneas de desarrollo de la evaluación de aprendizaje en la enseñanza y que hace avanzar el pensamiento pedagógico más allá del viejo principio didáctico de la accesibilidad de los conocimientos y de los conocidos procedimientos para la articulación entre diferentes niveles de enseñanza y para asegurar el nivel de partida.

Cercanas a estas ideas se encuentran algunos de los más recientes desarrollos en el campo de la evaluación como la evaluación de la organización del conocimiento, la resolución de problemas, la evaluación de ejecuciones (los portafolios) y la evaluación dinámica; orientadas a evaluar la base de conocimientos del sujeto de aprendizaje, su organización y aplicación; a las cuales se hará referencia más adelante.

La tercera dirección mencionada que va de una estandarización a lo singular e irrepetible está asociada a la evaluación del proceso de aprendizaje, pues ésta trae consigo el viejo problema de la individualización de la enseñanza, en el sentido de reconocer y atender las diferencias individuales entre los alumnos. Es bien conocido que los estudiantes pueden llegar a similares resultados, siguiendo vías diversas, con modos diferentes de proceder, pertinentes e impertinentes en relación con los procedimientos científicos correspondientes y con las operaciones intelectuales implicadas.

Por otra parte, los estilos de aprendizaje, los ritmos, las diferentes visiones, intereses, propósitos, conocimientos previos, proyectos de vida; que suelen quedar implícitos en los resultados "finales" del aprendizaje, aparecen en un primer plano durante el proceso y pueden condicionar los resultados. La evaluación debería penetrar hasta las diferencias individuales de los sujetos de la actividad y proporcionar a los profesores y a los propios estudiantes la información que permita, respetando esas diferencias, orientar el proceso hacia el logro de los objetivos comunes, socialmente determinados.

Con frecuencia la atención a las diferencias individuales se restringe a dar más atención a estudiantes de bajo rendimiento y a reconocer a los de mayor (estudiantes “talentos”), lo que provoca un desbalance en la influencia educativa que se ejerce sobre cada estudiante. Además, esta atención basada en divisiones gruesas (bajo, promedio, alto) encubre diferencias individuales importantes, cuyo conocimiento es necesario para promover el desarrollo de cada estudiante, y encierra el riesgo de la estereotipia. Las direcciones y potencialidades del desarrollo de los estudiantes difiere entre los individuos que se ubican en un grupo que se trata como homogéneo Son necesarias, por tanto, precauciones y previsiones en la información que se valora a los efectos de determinar la influencia educativa pertinente.

A su vez el aprendizaje es específico, único, en el sentido del "aquí y ahora". Cada aprendizaje se da en una situación determinada con unos estudiantes y profesores que guardan cierta relación peculiar entre sí y con el objeto de conocimiento, en un espacio y tiempo dados. Los modelos ecológicos de la investigación y la evaluación educativa ofrecen un rico caudal de información que subraya la singularidad del hecho educativo y la perspectiva del aprendizaje contextualizado.

Ambos aspectos: la atención a las diferencias individuales y al aprendizaje en tiempo y espacio específico, coadyuvan a devaluar la estandarización de los atributos del aprendizaje y a promover la consideración de lo idiosincrásico, con una importante connotación metodológica en cuanto a los instrumentos y procedimientos de evaluación. En línea con estas ideas está la defensa del uso de un sistema de referencia para la evaluación, no ya basado en la norma estadística, ni en los criterios de los objetivos, sino, en el propio individuo. El "patrón" de evaluación es el propio estudiante: cuánto avanza, en qué avanza, cómo avanza, en su desarrollo personal. Por supuesto la valoración de la respuesta a cada una de estas cuestiones se soporta en concepciones sobre el aprendizaje y en ideales de formación que se expresan en las metas a lograr, de los que se derivan criterios que se aplican al individuo.

En resumen, en la evaluación del aprendizaje del estudiante está presente la peculiar relación entre lo que se espera socialmente (concretado en los objetivos de enseñanza y en el contenido seleccionado para que sea aprendido), que es común para el grupo o la población de estudiantes correspondiente, y lo individual, referido a las particularidades propias de estudiante en singular. Los estudiantes difieren dentro de los límites que establecen los requisitos comunes de ingreso a la educación superior, a una carrera, a un curso o cualquier etapa de la enseñanza. La evaluación se mueve entre la homogeneidad de las metas sociales y la heterogeneidad de los individuos y de las direcciones y vías de su desarrollo. Dentro de la heterogeneidad de los estudiantes entra la de sus propias metas, proyectos, aspiraciones vinculadas a su aprendizaje, concepciones, conocimientos. El aprendizaje que se produzca debe llevar a cada estudiante, en cuanto a las adquisiciones y nivel, al que aspira la institución y la sociedad, considerando las diferencias individuales.

La cuarta línea planteada rechaza una visión fragmentada del aprendizaje y se orienta a un enfoque globalizado y contextual. Precisamente, el valor del contexto tiene una de sus expresiones en el enfoque holístico que procura el conocimiento del estudiante como ser que está aprendiendo, en su integridad personal y ubicación espacio temporal. Aquí proceso y contexto de aprendizaje son los objetos centrales de evaluación, para su mejora. Esta no se puede lograr sin el conocimiento específico de lo que acontece.

De tal suerte, la evaluación holística o globalizadora reclama la visión del estudiante en su integridad y en su contexto. Tendencia actual que surge como alternativa a la fragmentación del aprendizaje (y de su sujeto) en ámbitos o esferas cognitivas, afectivas, psicomotoras, presente en las taxonomías que clasifican objetivos y aprendizajes. Y de aquellas posiciones que limitan el aprendizaje a aspectos "puramente" cognitivos, cuyos productos son los conocimientos y las habilidades, despojadas de todo sentido personal.

Con independencia de sus dificultades metodológicas, aun no resueltas, estas tendencias holísticas y globalizadoras marcan el paso de las ideas más actuales. Cuando menos enriquecen la maltrecha evaluación del aprendizaje en lo referido a qué evaluar, tan plagada históricamente de reducciones, parcialización y esquematismos. Además, se aproximan en mayor medida a la realidad del acto evaluativo y de los fenómenos implicados en él, como los que devienen de la naturaleza de la percepción humana y de la formación de juicios valorativos, cuyo reconocimiento es imprescindible para lograr una mayor objetividad en la práctica de la evaluación.

Un enfoque holístico que considera al estudiante en su integridad tiene sentido, en mi opinión, cuando la evaluación se visualiza de manera natural en el proceso didáctico, aportando y valorando información a partir de las prácticas cotidianas de trabajo, de la realización de las tareas docentes, de la comunicación entre los participantes; a los fines de orientar, regular, promover el aprendizaje. Esto es, predominio de funciones y finalidades educativas y no de control, calificación y clasificación.

Predominio, a su vez, de medios informales de captación de información sobre las vías formales especialmente concebidas para comprobar resultados parciales y finales y las diversas dimensiones o facetas del alumno a través de instrumentos diseñados a tal fin, en tanto que la suma de los mismos no representa al todo en su unidad. La precisión del objeto de evaluación está, por tanto, en estrecha dependencia de las funciones de la evaluación y de las estrategias o modos en que ésta se realice.

Esta sintética panorámica de la evolución y direcciones en la consideración del objeto de evaluación evidencia, al igual que en las funciones, la tendencia a la ampliación y enriquecimiento de la evaluación del aprendizaje. Al mismo tiempo muestra su complejidad y abre numerosas interrogantes teóricas y metodológicas cuya solución debe transitar por la vía de una profundización en la propia concepción del aprendizaje que se debe evaluar.

3.2 El aprendizaje, objeto de evaluación.

La búsqueda de soluciones a numerosos problemas de la evaluación requiere un abordaje del aprendizaje que revele su naturaleza y función en la formación del educando, esto es, que supere los enfoques tradicionales que se han asentado, en gran medida en una concepción conductista y asociacionista de los mecanismos del aprendizaje y en la subordinación a la lógica de la disciplina que conforma el contenido a aprender.

El aprendizaje es un mecanismo fundamental de formación de la personalidad, en tanto permite la apropiación del acervo histórico social, cultural, por parte del individuo, que lo ubican en su tiempo y espacio como ser social, que lo hacen devenir como ente portador y transformador de la cultura y de sí mismo.

Al hablar de "un mecanismo" se admite la posible existencia de otros procesos de transformación y de instauración de la subjetividad, de la formación de la personalidad. Está claro que hay procesos de cambios del individuo que no son aprendizaje, como la maduración y los procesos patológicos. Se suele asumir, por otra parte, de modo explícito o implícito, la existencia de diversos procesos formadores con características distintivas respecto al de aprendizaje, y que pudieran dar cuenta de formaciones psicológicas que no resultan del aprender. En esta dirección se mantiene abierto el debate sobre los procesos de formación, por ejemplo, de sentimientos, motivos, valores, que para muchos autores no resultan del aprendizaje.

Al respecto la posición que se asume en el presente trabajo es la siguiente: Con independencia de que puedan o no existir otros procesos formadores o conformadores de la subjetividad del individuo, el aprendizaje humano no se reduce a la adquisición de conocimientos, habilidades, normas de comportamientos, “neutrales”, sin valores y sentido personal.

Guardar el concepto de aprendizaje para designar los procesos y adquisiciones cognitivas, con exclusión de "lo afectivo" y "conativo" es inconsecuente porque distorsiona la realidad que pretende significar. Ni siquiera es pertinente como abstracción, puesto que entraña el serio riesgo de desconocer la dimensión afectivo valorativa del conocimiento. Toda acción cognitiva tiene valor, todo conocimiento, habilidad, forma de comportamiento porta un sentido personal, pues es un sujeto el que aprende, y ese sentido, afecto, valoración, no es un fenómeno extrínseco al aprendizaje, que provenga de algún lugar o fuerza ajena, sino un atributo del mismo; consecuente con el reconocido principio psicológico de la unidad de lo afectivo y lo cognitivo.

En cualquier caso, el aprendizaje humano comparte las regularidades esenciales de todo proceso de formación identificado o por identificar, por lo tanto es legítimo enfocarlo desde la dimensión de lo esencial como proceso formativo. Se trata, entonces, de subrayar aspectos básicos del aprendizaje (con cierta independencia de y sin desconocer sus variantes específicas) que responden a las concepciones generales del desarrollo psíquico desde postulados materialista dialéctico, a partir de los revolucionarios planteamientos de L. S. Vigotski y sus seguidores, que constituyen un sustento teórico fundamental a tal efecto.

Con tal intención se presentan, en lo que sigue, algunas consideraciones derivadas de postulados del Enfoque Histórico Cultural, que considero de vital importancia para abordar el aprendizaje como objeto de evaluación. Vale señalar que no se pretende ser exhaustivo en este sentido, sino abrir una proyección para trabajos ulteriores.

La enseñanza que promueve el desarrollo. Desde la teoría que aporta dicho Enfoque, la enseñanza –y el aprendizaje que necesariamente sustenta- es una forma de desarrollo humano. Desarrollo, que desde los planteamientos de Vigotski (1989) resulta un nuevo concepto, en tanto su naturaleza es histórica, cultural, social, respecto a sus mecanismos y contenido. La enseñanza es –en palabras de dicho autor- el aspecto internamente necesario y universal en el proceso de desarrollo en el niño, no de las peculiaridades naturales sino históricas del hombre (1989). Las relaciones entre enseñanza y desarrollo no son mecánicas. No toda enseñanza “arrastra” el desarrollo. Para un sistema educativo la enseñanza, y por consiguiente el aprendizaje, a que se aspira es aquella que promueve el desarrollo de los estudiantes.

Para la evaluación del aprendizaje aparece, en consecuencia, una cuestión vital: la determinación de los indicadores del desarrollo; es decir, qué aspectos, qué elementos, pueden dar cuenta de aquellos cambios que se producen en el sujeto, en qué direcciones se dan estos cambios, en qué grado. De tal suerte se tiene la situación siguiente:

1.- Se pueden dar diversas adquisiciones en el estudiante pero no todas tienen similar significado. Sin duda, aquellas que revelan cambios significativos, avances en su desarrollo personal, profesional, acordes con ideales y objetivos de formación, tendrán más importancia y deben constituirse en centro de atención, esto es, en objeto de evaluación.

2.- Las diversas adquisiciones, que se traducen en indicadores del aprendizaje, guardan determinadas relaciones entre sí, que deben expresar cambios cualitativos en el desarrollo del estudiante, de modo integral. Las relaciones, por tanto, más importantes no son la aditivas, aunque éstas estén presentes, sino las de cambios estructurales en las formaciones psicológicas del sujeto. Determinar cuáles serían los indicadores de dichos cambios cualitativos constituye un problema especial. Por lo pronto interesa dejar planteado el problema y hacer algunas consideraciones que pueden ser pertinentes en el proceso de su solución por aproximaciones sucesivas.

Dos aspectos tienen singular importancia al respecto. Uno: las adquisiciones que implican reestructuraciones en el funcionamiento psíquico del individuo (en sus relaciones con los objetos, con otros sujetos, consigo mismo) y constituyen un nivel cualitativamente superior de sus funciones psíquicas. Otro: el acceso a la acción independiente, que se comentará más adelante. Ambos están interrelacionados.

El progreso del estudiante no suele ser lineal, porque el desarrollo no lo es. Pero el proceso es continuo, el estudiante adquiere nuevos conocimientos, hábitos, habilidades, modos de comportamiento, de diverso contenido, amplitud, profundidad, generalidad. Estas adquisiciones son las que, por lo general, se evalúan tradicionalmente, de modo fragmentado. Sin embargo la inclusión de las mismas en un sistema mayor que permita y se exprese en una nueva forma, cualitativamente superior, de entender y comprender la realidad y de actuar sobre ella, es lo que resulta verdaderamente significativo para el aprendizaje y por ende, para la evaluación. Las formas e indicadores de evaluación deben asumir este reto.

La estructuración del proceso de enseñanza aprendizaje en diversos niveles de integración y generalidad, que se van sucediendo como subsistemas de sistemas mayores, y que puede ser representado en diferentes niveles de estructuración, tal como la clase, el tema, la asignatura, la disciplina, el plan de estudio (C. Alvarez, 1999), establece una dirección de la evaluación en la búsqueda de cambios cualitativos en el estudiante resultantes de su aprendizaje durante determinados períodos y en función de un conjunto de adquisiciones que requieren un vínculo sistémico.

Por supuesto, no se trata solo de la integración del contenido de enseñanza y la garantía de que sus elementos guarden una relación de sistema, lo que es una premisa necesaria. Se trata además, de que la orientación o comprensión que logre –construya el estudiante a través de su actividad o la actividad conjunta- constituya una verdadera reestructuración que marque el ascenso a un nivel superior de desarrollo, a un nivel, por ejemplo, teórico del conocimiento.

Por otra parte, dado que el proceso de adquisición de la experiencia histórico cultural, de la formación de las funciones psíquicas superiores, sigue como ley, el curso desde la acción compartida, interpersonal a la acción independiente, intrapersonal, el indicador de independencia, esto es, del acceso a la acción independiente, se revela como uno de los principales indicadores del aprendizaje en cualquier materia de estudio o área de formación en la educación superior.

La técnica de “ayudas” introducida por Vigotsky, utilizada por Rubinstein en sus experimentos, y considerada base de la llamada evaluación dinámica, busca identificar aquel momento en que el estudiante en desarrollo se apropia del nuevo contenido y, desde la evaluación, establecer la capacidad del estudiante de una ejecución independiente. Desde la óptica de la evaluación, en opinión de la autora, dichas ayudas se convierten en técnicas para la exploración y precisión del nivel en que se encuentra el estudiante, con un enfoque de proceso más que de estado. Estas ayudas funcionan como demandas, quizás se podría hablar de “ayudas demandantes” a los efectos de la evaluación.

Asimismo, la independencia no se debe limitar a la posibilidad de ejecución autónoma de una acción sobre un objeto o contenido de una materia de estudio, sino, además, al control y regulación por parte del estudiante, de su propio comportamiento, a su relación con los demás, a la toma de decisiones y a la formulación de sus propios proyectos de vida.

La unidad de lo afectivo y lo cognitivo. Acorde con la concepción del aprendizaje antes señalada y, de modo más general, con uno de los principios básicos del estudio de la psiquis desde los postulados del enfoque histórico cultural, surge el problema de la evaluación del desarrollo de los estudiantes, de modo integral. Este problema deviene también, lógicamente, de los requisitos que suponen las finalidades u objetivos de la formación, dado que ellos portan una imagen del profesional integral.

Siguiendo la línea de las ideas anteriores sobre la búsqueda de indicadores de desarrollo que se produce en y resultan del aprendizaje, se devela de modo nítido, que no se trata solo de aquellos aspectos referidos a las capacidades de conocer y transformar el objeto de estudio, sino además de sentir, valorar, relacionarse con ese objeto, con las demás personas, consigo mismo, con la sociedad en la que vive y en la que se debe desempeñar como profesional y ciudadano activo, transformador, comprometido con el mejoramiento humano, en suma con los valores supremos, vigentes histórica, cultural y socialmente.

En esta dirección vale mencionar de modo especial, por su originalidad y su fundamento consecuente con la unidad de lo afectivo y lo cognitivo, la propuesta de Gloria Fariñas (1999) sobre lo que denomina “Habilidades Conformadoras del Desarrollo Personal”, que ubica en la base de todo aprendizaje, como mecanismo de autodesarrollo de los estudiantes y que posibilitan su competencia, en la actividad y comunicación, en cualquier esfera de la vida (p. 2) y que puede ser una alternativa promisoria de respuesta al problema de la búsqueda de indicadores del desarrollo del estudiante.

La referida autora ha propuesto, hasta ahora, cuatro grupo de habilidades relacionadas con la proyección y realización de metas personales y con la organización del tiempo; con la comprensión y búsqueda de la información; con la comunicación y relación con los demás y con el planteamiento y solución de problemas. Propone un conjunto de índices del desarrollo de estas habilidades, que en mi opinión resultan pertinentes para evaluar el aprendizaje, es decir, constituyen indicadores del desarrollo de los alumnos. Su propuesta, por tanto, ofrece una proyección de interés para la determinación del objeto de evaluación y sus indicadores, como problema especial de la evaluación del aprendizaje, lo que no significa que sea una respuesta suficiente al mismo, pero sí un avance.

En síntesis, este es un problema abierto, no resuelto aún. La búsqueda de soluciones tiene, en mi consideración, dos pilares fundamentales. Uno, el de la imagen integral del estudiante que se quiere formar y que está contenida en los objetivos de la educación y se expresa en el “perfil profesional”; esto es, partir del análisis de los objetivos y los requerimientos que plantean a la formación. Otro, la identificación o determinación de “unidades” (procesos, atributos) de carácter psicológico que den cuenta del desarrollo personal, de forma integral, acorde con los objetivos de formación.

La ley general del desarrollo de las funciones psíquicas superiores establece, como se dijo, la dirección de la formación: desde una acción compartida interpersonal, a una acción intrapersonal. La fuente de dichas funciones es la actividad social, la acción del sujeto sobre la realidad, “mediatizada por las relaciones con otras personas que orientan esta acción hacia las cualidades del objeto y que imprimen en ella las maneras culturales de accionar” (Corral, 1997).

Entender el aprendizaje como un proceso de apropiación cultural que promueve el desarrollo en virtud de la interacción cooperativa entre los sujetos que intervienen en una situación de enseñanza aprendizaje, lleva a reconsiderar las preguntas tradicionales y sus respuestas, a la luz de los resortes y condiciones de tal desarrollo. Las implicaciones del análisis teórico de estas relaciones para comprender el aprendizaje tiene que ver con el concepto de zona de desarrollo próximo, que ha sido tratado creadoramente por autores cubanos (Ver: Labarrere, 1996; Corral, 1997, 1999).

El concepto de zona de desarrollo próximo condensa, como es sabido, planteamientos trascendentes de Vigotsky respecto a los procesos de apropiación humana y su carácter cultural y de interacción social. En relación con dicho concepto, A. Labarrerre (1996) plantea dos posibles lecturas: Una, que la localiza en la persona y la considera como una propiedad del sujeto en desarrollo; es decir, ¿se focaliza el estudiante y la potencialidad de desarrollo como atributo del mismo?. Otra: que la visualiza como un “espacio compartido, interpersonal, espacio socialmente construido, donde se interconectan las intenciones, productos etc., de quienes intervienen en un hecho de enseñanza aprendizaje, o más ampliamente, de apropiación cultural”, o sea, ¿se considera el desarrollo una función de las interacciones que se dan en la “situación global de desarrollo” (Ibidem), como potencialidad que emerge de la propia interacción?. Ambas lecturas son admisibles y se pueden complementar. Pero surge, además, otra cuestión: ¿qué significación pueden tener para la evaluación las respuestas a estas preguntas en lo que respecta a la determinación de qué evaluar?.

Significa, que una de las categorías que se revela como esencial es la de relación. De tal modo, la búsqueda de indicadores de desarrollo que permitan valorar el aprendizaje que se aspira, lleva a detenerse en el estudiante sin perder su interdependencia y relaciones con los demás aspectos que intervienen en la “situación de aprendizaje”. Se trata de un abordaje que enriquece y precisa más las tendencias holísticas y contextual de la evaluación del aprendizaje anteriormente referidas, y que puede transitar por la vía del análisis teórico de algunos de sus componentes esenciales: el estudiante, el objeto de aprendizaje, el otro.

- El estudiante que aprende. ¿Qué trae y qué aporta el estudiante al aprendizaje, qué se modifica en él, qué valorar durante ese proceso de transformación y como resultado del mismo?.

El estudiante no es una tabula rasa. Ha sido ampliamente demostrado desde diversas posiciones y enfoques psicológicos (Piaget, 1983; Bruner, 1987; Vigotski, 1988; Davidov, 1988; Resnick, 1989), que toda nueva adquisición se asienta sobre una base previa. Los trabajos de Ausubel (1983) y Novak (1982) son particularmente gráficos en la dirección de subrayar la significatividad psicológica del material de estudio, y la importancia de la base de conocimientos previos que posibilita disponer de “inclusores” de los nuevos conceptos. Se ha destacado el papel de la disposición para el aprendizaje, los motivos que mueven al alumno y su repercusión sobre el aprendizaje y para orientar la enseñanza. Asimismo, las barreras que pueden representar para la asimilación del contenido científico la pobre o nula o incluso negativa disposición hacia el nuevo aprendizaje y la existencia de concepciones erróneas o primitivas, los conceptos alternativos, la existencia de nociones cotidianas no coincidentes con el contenido de los conceptos científicos a aprender.

La argumentación de la importancia y características de estos aspectos se ha tratado de forma amplia y rica en la literatura. Quizás falte apuntar que los sistemas de base que caracterizan el estado inicial del sujeto de aprendizaje no solo facilitan o, por el contrario, entorpecen el nuevo aprendizaje; pueden también “desviar”, indicar vías y direcciones de formación no previstas. Como plantea R. Corral (1997) “la existencia de dominios ya maduros de sistemas simbólicos... pueden desviar la apropiación de nuevos sistemas simbólicos, no en el sentido de negar esta apropiación, sino en una utilización diferente que para un diagnóstico limitado aparecería como una imposibilidad de aprender. No es una imposibilidad: puede ser una diferencia a explorar que señala una nueva dirección de la zona de desarrollo próximo”.

El estudiante al ingresar a los estudios superiores tiene, como mínimo, una experiencia de doce años de escolarización, que le debe haber aportado una formación cultural y científica general, habilidades para el estudio, para la identificación y solución de problemas y otras habilidades básicas para realizar estudios superiores. Además, ha desarrollado un determinado estilo de aprendizaje, conocimiento de sus posibilidades personales y de las condiciones más favorables para su trabajo, una mayor o menor preferencia por áreas del saber y de actuación profesional.

Todas estas formaciones son importantes para los estudios superiores, por lo que una evaluación que indague únicamente sobre los conocimientos de las materias correspondientes, es sumamente restringida. La posibilidad de provocar que el estudiante se evalúe él mismo, reflexione sobre su estilo de aprendizaje, sus estrategias de estudio, sus proyectos, constituye una potente proyección de la evaluación inicial; viable pero poco utilizada.

La preparación del estudiante puede diferir individualmente y entre determinados grupos, por fuente de procedencia u otros factores de índole socio cultural y de experiencia personal. La información que aporta la evaluación inicial tiene valor tanto para el perfeccionamiento de la enseñanza precedente como para la universitaria, en diferentes planos o niveles (los sistemas educativos, los planes de estudio, las asignaturas, las clases). Pero para el desarrollo del proceso de enseñanza aprendizaje en la educación superior es vital tener en cuenta que el nivel alcanzado por el estudiante es un momento de un proceso permanente de desarrollo y no un estado perenne, ni unidireccional.

Esta consideración confiere un nuevo matiz a la valoración del punto de partida del estudiante o diagnóstico inicial, cuya necesidad resulta incuestionable, aun cuando es frecuentemente devaluada por los profesores, como se colige de los resultados de encuestas y talleres realizados con grupos de profesores (ver M. González, Informe de investigación, 1999). El diagnóstico inicial permite valorar la existencia de concepciones, disposiciones, intereses, de los estudiantes, que sustentan y favorecen y las que no favorecen el nuevo aprendizaje, por lo que se constituyen en barreras, obstáculos para el mismo. En este caso la evaluación inicial debe explorar también las posibilidades, vías y direcciones de cambio.

El diagnóstico inicial no debe ser simplemente la evaluación del estado de los conocimientos y actitudes que posee el estudiante. La evaluación debe explorar las potencialidades a desarrollar en el estudiante, las posibilidades de apropiación del nuevo contenido con la ayuda del otro. Allí, donde el sujeto (estudiante) puede por sí mismo, de modo independiente, sin ayuda, adquirir nuevos conocimientos, la enseñanza cumple un papel menos demandante: la de facilitar fuentes de información, condiciones favorables para ello y para que el estudiante se “autoayude”, brindar ciertas orientaciones, ampliar y afianzar conocimientos, puntos de vistas y valores, entre otros; pero no tiene el reto de garantizar las condiciones para crear nuevas zonas de desarrollo en el estudiante basada en la interacción con el profesor.

La realización de los planes de estudio debería contemplar esta posibilidad, haciendo más flexible la “carrera”, o sea, la trayectoria del estudiante por el plan de estudio y por cada materia en específico; aumentando la posibilidad de toma de decisiones por parte del propio estudiante respecto a los contenidos y tareas de su formación dentro de la carrera y fortaleciendo el trabajo independiente y la labor investigativa desde los primeros años de estudios universitarios.

Las consideraciones antedichas sobre la evaluación inicial, valen en general, para la evaluación del proceso de aprendizaje del estudiante, en tanto aquel es un momento de dicho proceso. Cada nueva adquisición se erige sobre la base de las anteriores, se alcanza a través de la actividad del estudiante, en interacción con el objeto de estudio y los otros sujetos que intervienen en la relación y se orienta a la consecución de metas social y personalmente relevantes.

Las fases o etapas en las que se va sucediendo el aprendizaje, desde una dimensión temporal y de las características de su contenido, constituyen a su vez objeto de evaluación y aportan índices relevantes para orientar el aprendizaje. En esta dirección vale destacar las aproximaciones que se realizan desde la Teoría de la Formación por Etapas de las Acciones Mentales (Galperin, 1986; Talizina, 1988) en su aplicación a la enseñanza y que, obviamente, trasciende el simple aporte de indicadores pertinentes, al ofrecer un marco conceptual para la propia concepción de la evaluación y el lugar que esta ocupa en la enseñanza, como componente sustancial de la misma.

Desde la perspectiva de dicha Teoría, consecuente con los postulados del Enfoque Histórico Cultural, la formación de las funciones psíquicas superiores, pasa por diferentes planos desde la actividad externa a la interna, en los que el estudiante construye y reconstruye sus conocimientos, habilidades: en la lógica de la ejecución sensorio motriz, en la lógica del lenguaje y finalmente, a un nivel mental, al nivel de las acciones mentales interiorizadas y abreviadas.

Las líneas directrices que sigue este proceso de construcción de los conceptos y formación de las habilidades: desde una acción compartida a una acción independiente; desde la ejecución desplegada a una resumida en cada plano mencionado y en una dimensión global; desde una acción no generalizada a los niveles de generalización esperados; desde una ejecución en un plano externo a uno interno, mental. Así como los elementos que permiten valorar el avance de una etapa a otra, sus características y las cualidades de las acciones que se trabajan en cada etapa, constituyen base para establecer indicadores de evaluación cuyos resultados permiten orientar y regular el aprendizaje.

Un aspecto destacable a evaluar es la comprensión, por el estudiante, de la actividad a realizar, su significado y su sentido, su plenitud y la forma en que se accede a dicha comprensión, como contenido de la necesaria orientación que marca calidades diferentes en el aprendizaje. Este supone necesariamente la acción del sujeto sobre el contenido de estudio, es decir, la ejecución de las acciones pertinentes para su apropiación. La orientación y la ejecución son objeto ineludible de evaluación.

Resulta oportuno destacar desde aquí la relación que se establece entre conocimiento y habilidades. Desde esta perspectiva no resulta legítimo separar los conocimientos de las habilidades, en tanto todo saber (conocimiento) "funciona", se expresa, a través de determinadas acciones, que conforman habilidades. Todo saber implica un saber hacer, con independencia de sus diferentes niveles de demanda cognitiva, por lo que la acción ocupa un papel rector en la formación, la restauración y la aplicación del saber. De ahí que el análisis de la acción en la que se expresa "el conocimiento" sea un aspecto crucial para la evaluación, al inicio, durante y al final de un proceso de enseñanza aprendizaje. No es por azar que las diversas taxonomías de objetivos establezcan niveles cognitivos a partir de la distinción entre acciones.

En la enseñanza universitaria la necesidad y posibilidad del desarrollo del pensamiento teórico de los estudiantes revela la importancia de evaluar la comprensión de los conceptos y principios esenciales y generales del objeto de estudio y de las acciones pertinentes al nivel teórico del conocimiento, como contenido de la orientación y ejecución del proceso de aprendizaje.

Valiosas experiencias de evaluación del aprendizaje sustentada en la Teoría de la Formación por Etapas de las Acciones Mentales, se pueden encontrar en la literatura disponible sobre la misma (Talizina, 1985) y numerosos trabajos doctorales de autores cubanos y de otros países (G. Martínez Campo, 1983; L. Corona, 1988; H. Hernández, 1989; T. Sanz, 1989; Urquijo, 1991; P. Rico, 1991; A. Hernández, 1992; I. Beltrán, 1992; M. Sardiñas, 1993; M. Alfonso de Armas, 1997).

No obstante, en opinión de la autora, los valiosos aportes de dicha Teoría, para la enseñanza y en particular para la evaluación, que en definitiva es el asunto de interés aquí, admite una mayor riqueza, de subrayar los múltiples ángulos de la interacción interpersonal en el aprendizaje y no solo o tanto, el aspecto de la relación del sujeto con el objeto de aprendizaje. Y en este último caso, las relaciones del estudiante con el propio objeto en cuanto a su intencionalidad, significación o sentido personal. Es decir, el problema de la integridad del aprendizaje, en lo referente a la unidad de lo afectivo y lo cognitivo, está vigente.

En esta última dirección cabe mencionar los interesantes trabajos que buscan avances en la evaluación del aprendizaje, dentro del concepto de zona de desarrollo próximo y del denominado “enfoque personológico” (Ver Bernaza, 1997) y aquellos que desde la Teoría de la formación por etapa de las acciones mentales, enfatizan el papel de la colaboración y de la interacción en la situación de aprendizaje (Ver V. Liaudis, 1984). Así como el referido trabajo sobre las habilidades conformadoras del desarrollo personal (Fariñas, 1999).

- Lo que se apropia, es decir, aquello que es aprendido, son “sistemas y signos semánticos elaborados durante la historia social, fijados en la cultura y transmitidos por canales de traslación” (Vigotsky, 1988) que se constituyen en instrumentos ideales de regulación (psíquica): para la transformación de la realidad objetal y la transformación de sí mismo (autorreguladora). De tal suerte, del aprendizaje resulta no sólo la capacidad de comprender y transformar la realidad objetiva (social, natural), sino además, la del propio sujeto, como instauración de su subjetividad.

Los sistemas simbólicos y sígnicos que incorpora el estudiante (u objeto de aprendizaje), existen como productos histórico culturales, “sustitutivos, primero, de las acciones socialmente diseñadas sobre los objetos; después, de los objetos mismos y sus relaciones, por último como expresión de elaboraciones subjetivas” (Corral, 1997, p. 3) mediatizando las relaciones del hombre y su realidad en una dirección ascendente, que trasciende los niveles empírico directos de relación y lleva a niveles de abstracción y concreción teórica, y que permite la transformación de dicha realidad y la producción de nuevos objetos. Como fuente y vía de la relación aparece la acción objetal.

En la acción objetal, en su contenido, está incluido el conocimiento de los atributos y cualidades del objeto, y las formas de realizar la acción; ambos determinados cultural e históricamente. De modo que, tanto los modos de accionar con esa realidad, como las características de los objetos ofrecen parámetros a los efectos de la evaluación. Siendo la acción misma una condición ineludible del aprendizaje, contenido del mismo y objeto de evaluación.

De una u otra manera este hecho ha sido reconocido y aceptado en la actividad evaluativa y se puede formular como el criterio de adecuación de las acciones del sujeto y el contenido de esas acciones a las características o cualidades esenciales del objeto y a las formas culturalmente establecidas de proceder con el mismo. Se trata en lo esencial de la evidencia del dominio, por el estudiante, del sistema conceptual, procedimental, normativo, valorativo, establecido y aceptado por la comunidad científica, relativo a una esfera determinada de la realidad a aprehender; que ha sido seleccionado y convertido en contenido de enseñanza.

Las características o atributos del objeto que se aprende no son fijas, estáticas. Varían en tanto avanza el conocimiento científico de esa realidad y que llevan de un nivel fenomenológico a un nivel de esencia. De tal modo un elemento de variabilidad en el aprendizaje la ofrece el propio objeto. Sus límites, en determinado grado, se establecen por el propio nivel del conocimiento científico, que objetiva los resultados de la actividad sociohistórica, tanto en la producción (trabajo), como en el conocimiento (investigación) u otras formas de actividad.

Este hecho puede ser apreciado a través del nivel de precisión y estructuración conceptual, del desarrollo de las teorías del campo científico correspondiente, y su reflejo en las disciplinas y asignaturas de los planes de estudio universitarios. Otro límite y a su vez factor de variabilidad, lo introduce la selección y estructuración de aquellos aspectos que se consideran pertinentes para conformar el contenido de la enseñanza.

La condición de “acción adecuada” no solo depende de la esencia del objeto. Pueden existir numerosas acciones pertinentes a la esfera de saber que se trate, que están en línea con la esencia del objeto; pero interesa aquellas que se encierran en los objetivos de enseñanza, cuya determinación se fundamenta en las aspiraciones de la formación (metas) y en los límites posibles para un nivel de enseñanza dado, para un período, para una fase. De modo que los objetivos de enseñanza y aprendizaje recortan el conjunto de acciones que procede evaluar

Un objetivo bien formulado, esto es suficientemente explícito, expresa las demandas de aprendizaje respecto al contenido de enseñanza de que se trate. En otros términos, indica qué debe aprender y qué acciones los estudiantes deben estar en capacidad de ejecutar con dicho contenido. Además, están las cualidades de esas acciones desde la perspectiva de lo que debe lograr el sujeto: hasta donde debe realizarlas, conque nivel de independencia, facilidad, comprensión, transferencia a situaciones similares o nuevas, creatividad. Todo ello aporta criterios de calidad para valorar el aprendizaje. De tal suerte están los criterios de independencia, de generalización, de reflexión, de creatividad; todas ellas permiten cualificar las realizaciones de un estudiante, acorde con lo esperado que se plasma en los objetivos.

En los modos de accionar con la realidad, histórica y culturalmente establecidos, están las significaciones de la propia relación. Aquello que muchos identifican como parte de lo educativo, lo afectivo, lo actitudinal u otras denominaciones. Por qué esas acciones, para qué, qué significación tienen para la comprensión y transformación de la realidad y de sí mismo, cuáles son las formas apropiadas en que deben darse, desde el punto de vista de los valores sociales (como la conservación del medio ambiente, el respeto por la integridad de la persona, los vínculos con problemas de interés social) y a los que deben responder. En definitiva la significación social y personal.

Los aspectos antedichos aparecen con frecuencia en la formulación de los objetivos más generales de la formación de los estudiantes, pero no tanto, o más bien poco, en el contenido de la evaluación del aprendizaje, si se atiende al tipo de pregunta dominante en exámenes, pruebas, de carácter reproductivo y apegadas a la intención de verificar el conocimiento de conceptos y procedimientos; tal como se ha referido en páginas anteriores.

Por simple derivación es factible subrayar la necesidad de que el contenido (significación) de la relación que se establece con el objeto de conocimiento se haga explícita en el acto de enseñanza y, consecuentemente, en la evaluación, máxime cuando se trata, como es el caso de la enseñanza universitaria, de algún aspecto del objeto de su profesión futura que forma parte de su proyecto de vida.

Las pautas de relación del profesor con el objeto a enseñar también forman parte de lo que el estudiante aprende (sin duda, no mecánicamente, sino reelaborado y reconstruidas por el estudiante, tal como corresponde a la naturaleza del proceso de aprendizaje).

Sin embargo, como muestran diversos estudios (ver M. González, 1995) no es excepcional observar una posición “neutra” del profesor frente a los conocimientos que están enseñando o, al menos, no se evidencian acciones conducentes a mostrar la importancia de ese contenido, su aplicabilidad, sus vínculos con problemas trascendentes de la profesión, de la sociedad, aun cuando parezcan lejanos a lo que se estudia: en general, un insuficiente esfuerzo por lograr una motivación de los estudiantes durante las clases.

En dichas circunstancias es explicable que quede este aspecto ausente de la evaluación. Pero aun cuando todo esto se da, el contenido de la evaluación tiende a estar centrado en los aspectos “puramente cognitivos” de lo que explica y hace el estudiante, relegando a un segundo plano la significación que le atribuye.

En cualquier caso, lo que interesa subrayar es la importancia y necesidad de que se incluya como criterio de evaluación del aprendizaje la valoración que el estudiante hace de aquello que está aprendiendo, que emana de su relación con el objeto de conocimiento: el sentido que tiene para él, como objeto de estudio y de trabajo, al menos la significación que le atribuye. Asimismo tener en cuenta que esa relación del estudiante con el objeto de conocimiento está mediatizada por otras personas (los profesores, en especial, en el contexto de la enseñanza), por lo que las pautas de interrelación entre profesores y estudiantes en sus tareas vinculadas al objeto, emergen como factor relevante tanto para la enseñanza como para la evaluación del aprendizaje. Aquí se pueden destacar indicadores de modos de proceder solidario, de respeto a la opinión ajena, responsable, de compromiso y aporte social, que corresponden al modelo de profesional universitario a formar.

La apropiación del objeto (de los sistemas y signos), no sólo pertrecha al individuo de “instrumentos ideales” para la transformación de la realidad, sino además, para la autorregulación y transformación de sí mismo (Vigotsky, 1988). Se constituyen en instrumentos de regulación, marcando una de las principales pautas del desarrollo del individuo que no debe escapar a la evaluación del aprendizaje. Posiblemente esta sea “la faceta más formativa”, si cabe la expresión en sentido figurado, del aprendizaje.

Dentro del objeto de apropiación se encuentra la propia actividad de evaluación. Esto es, el conocimiento y dominio por el estudiante de la acción evaluativa, su estructura, significado y sentido, de modo que se convierta en una “herramienta” que coadyuve a la autorregulación de su aprendizaje durante sus estudios universitarios y de su futura actividad profesional y de superación continua.

- “El otro” en el aprendizaje y la evaluación. Pueden existir muchos “otros”: los demás estudiantes, los directivos de las instituciones educativas, otras personas de la institución o de fuera de ella pero que de alguna manera y en cierta medida intervienen en el aprendizaje y su evaluación, que comparten el mismo tiempo del estudiante o no. No obstante, el centro del análisis se ubica, principalmente, en el profesor.

En la enseñanza universitaria el profesor no solo aporta información sobre el objeto a aprender por el estudiante, y crea condiciones favorables para tal aprendizaje, facilitando, orientando, regulando. Aporta, a la vez, las significaciones sociales y las personales (sentido) de esos contenidos y de las formas de apropiación. Los propósitos, importancia, límites de la utilización del objeto, los “valores objetivos”, es decir, aquellos construidos socialmente y aceptados en una determinada cultura y los valores que le atribuye él mismo, su sentido personal. En la relación que se establece en la situación de enseñanza aprendizaje están presentes, de modo explícito o implícito, esos intereses y valoraciones y se comparten entre los sujetos que intervienen en la misma.

Aunque el profesor tiende a anularse como sujeto del proceso, deja su huella en el estudiante en formación. Funciona en mayor o menor medida, como modelo tanto en los aspectos instrumentales, de comportamiento, como en los afectivos valorativos.

En la actualidad se acepta y persigue, que el carácter de la relación entre los sujetos que intervienen en el aprendizaje, sea de colaboración, de cooperación y se busque la coherencia, la concertación de los propósitos y valores, basados en el diálogo, más que la correspondencia o identidad, en el entendido que cada sujeto es activo en toda la extensión del término: llega a la relación con sus propios puntos de vista, intereses, concepciones, aspiraciones y modifica o construye sobre su base y bajo el influjo del intercambio, las nuevas significaciones y significados. El estudiante es activo en su relación con el objeto de conocimiento y, a su vez, en su relación con el otro

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Por tanto, una importante característica de la evaluación del aprendizaje, al igual que para otras variantes de evaluación donde se valoran personas (o con más precisión, atributos de las mismas) es la interrelación que se establece entre los sujetos de la acción: el evaluador y el evaluado. De hecho, el objeto sobre el que recae la evaluación es otra persona -individual o en grupo- que se erige como sujeto de la acción y co-participa, en mayor o menor medida en la evaluación. Aun más, para el caso de la evaluación del aprendizaje en la enseñanza universitaria la pretensión debe ser que el evaluado esté en capacidad de devenir su evaluador.

El profesor también aporta los problemas y tareas didácticas, es decir, toda la concepción, organización, estructuración y conducción de la enseñanza para producir aprendizajes. Solo que, lamentablemente, esta parte queda como algo inherente a la enseñanza, patrimonio del profesor. El estudiante no participa activamente en las tareas didácticas, ni siquiera se le revela su lógica, su fundamento, de manera directa y explícita. Como consecuencia se apropia de ellas de modo incompleto, mecánico, empobrecido.

En otros términos: la idea es que lo que hace el profesor para enseñar, lo haga también el estudiante: que comparta las tareas didácticas, incluida la evaluación del aprendizaje (hasta la calificación), y que el estudiante las incorpore (las aprenda) como una de sus principales adquisiciones formativas, que le permiten promover su propio desarrollo y el de otras personas con las que necesariamente deberá trabajar.

Para la evaluación del aprendizaje estos hechos e ideas tiene una doble significación. Por un lado actúan como referente para la decisión de qué se evalúa. La atención y valoración de los propósitos, intereses, valores, formas de proceder, que se traen y que se generan en las relaciones sujeto-objeto y sujeto-sujeto durante el aprendizaje, no pueden quedar fuera de la evaluación, deviene contenido de la misma.

En este sentido la consideración del tipo de relación que se establece, sus características, pertinencia, la necesidad que sienten los sujetos de la misma, sus efectos, forman, todos, parte de la información necesaria para la evaluación del aprendizaje. De nuevo se abre una brecha que extiende el aprendizaje a la relación y no lo deja encerrado en el estudiante. La información valorativa de qué está sucediendo en cuanto a las relaciones que se dan en el proceso de enseñanza aprendizaje, permiten comprender, o al menos hipotetizar sobre las posibles causas de determinados resultados y facilita, además, la dirección de dicho proceso, acorde con una de las funciones de la evaluación.

Por otro lado, el intercambio de roles entre evaluador y evaluado y la asimilación de las acciones de enseñanza, que hasta ahora han sido patrimonio del profesor, actúa como vía de formación del estudiante en sus estrategias metacognitivas y desarrollo personal en general.

En la educación superior se reúnen (idealmente) las condiciones más favorables para estos fines: por las características y posibilidades de los estudiantes acorde con su edad y el nivel de desarrollo alcanzado; por los profesores cuya doble calificación (como especialista de la profesión y de la formación) posibilita un despliegue de la enseñanza en unidad con las exigencias de la profesión y, por los objetivos de la formación de nivel superior.

En resumen, la concepción sobre el aprendizaje, cómo éste se concibe, constituye piedra angular para determinar el enfoque de su evaluación. Los reduccionismos y parcializaciones en la noción de aprendizaje llevan consigo una visión de la evaluación, plagada de los mismos vicios y, además, no válida. La evaluación requiere disponer del modelo del objeto, desde una perspectiva integral, holística y multifacética, que ponga de manifiesto la complejidad y riqueza del aprendizaje Dicho modelo constituye punto de partida para arribar a las precisiones requeridas a los efectos de la instrumentación metodológica de la evaluación, como sistema teórico de referencia para la toma de decisiones, ejecución, análisis e interpretación y uso de los resultados evaluativos.

Desde el concepto de aprendizaje como uno de los procesos conformadores de la subjetividad, que responde a los principios esenciales de todo proceso de formación en correspondencia con los postulados del enfoque histórico cultural, se fundamentan requerimientos de su evaluación, que devienen de la propia naturaleza del aprendizaje, de sus regularidades. Los mismos que argumentan la necesidad del carácter educativo o formativo de la evaluación.

Para la pregunta ¿qué evaluar? aparecen las respuestas que se orientan a dar prioridad a aquellos aspectos trascendentes de la formación de los estudiantes, es decir, los que constituyen saltos cualitativos en su desarrollo y no tanto a aspectos puntuales y parciales que ni sumados llegan a dar cuenta de ese desarrollo. Aquellos, a la vez, que permiten valorar el proceso mismo de aprendizaje, más que los progresos en el aprendizaje, por lo que son aspectos que trascienden al propio estudiante y llegan a las relaciones que se dan entre los componentes de una situación del aprendizaje. Aquellos que informan de la integralidad de ese desarrollo, en sus dimensiones afectivas, cognitivas, conativas. Aquellos que constituyen “herramientas” básicas para su autoevaluación y autorregulación, como es el dominio mismo de la actividad de enseñanza y de evaluación por parte del estudiante.

Aquellos, en definitiva, que se concretan en los objetivos de la educación y orientan todo el proceso de enseñanza aprendizaje hacia metas social y personalmente relevantes, y aquellos que no se llegaron a prever, pero que emergen en el proceso y constituyen resultados del aprendizaje.

No escapa a la autora el hecho de que la problemática sigue abierta. Estas “respuestas” son aproximaciones, a modo de consideraciones teóricas generales. Las soluciones precisas hay que buscarlas por las vías de las investigaciones ulteriores y de la práctica docente de los profesores.

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