La Excelencia Fuera De Contexto
cmta71 de Febrero de 2014
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LA EXCELENCIA FUERA DE CONTEXTO
El que quiera azul celeste, que le cueste.
De la múltiple literatura surgida en estos últimos años, entorno a la excelencia y a la calidad, extraeremos aquí los puntos que parecen ser los principales para entender el fondo de estas realidades definitivamente humanas:
1.- La excelencia o la calidad no se encuentran en las cosas, sino en las personas (las cuales no resultan de calidad, sino que hacen cosas de calidad, porque ellas mismas son de calidad).
2.- No es el estado en que algo o alguien se encuentra, sino la situación dinámica derivada de la continua separación.
3.- Esta superación secuencial no depende de la comparación con el estado de otros sino con el estado propio inmediatamente anterior.
4.- La excelencia o la calidad no se procuran por medio de golpes maestros, o de campañas extraordinarias, sino que han de lograrse –si se logra- en el trabajo normal. No reside en cosas grandes, sino en un cúmulo de cosas pequeñas.
5.- Se trata de aumentar la calidad de nuestras acciones y su resultado en un porcentaje continuo: no grande, ni pequeño, sino sin interrupciones.
6.- no es tan importante saber en que campos debe mejorarse, cuanto el tener siempre delante algo en que mejorar.
A estos seis puntos, que se han hecho clásicos –al menos teóricamente- entre nosotros, es preciso añadir uno más: es importante que en este deseo de excelencia se obtengan resultados, pero mucho más importante es el exigirse a sí mismo para lograrlos. En el momento actual es importante subrayar algo olvidado: que aunque el objetivo de una acción no se consiga, el esfuerzo por lograrlo deja, al menos, un sedimento tan positivo en la persona como la misma meta pretendida.
De esta manera, la idea de excelencia nos enlaza por necesidad con la exigencia, y nos permite asegurar que sólo puede procurarse la excelencia por medio de la exigencia, como sabiamente lo afirma el adagio latino per aspera ad astra (el camino que conduce a las estrellas es un camino arduo; no se pueden alcanzar los astros más que por sendas ásperas), juego de palabras al que el lenguaje mexicano le ha agregado, junto con la traducción, su característico colorido: el que quiera azul celeste –el que quiera llegar a las alturas estelares-, que le cueste –no tiene más remedio que seguir caminos empinados-.
Exigir y exigirse
Al hombre se le juzga exigente, por lo general, cuando es el motor de una exigencia transitiva: exigir algo a alguien; y esta dimensión transitiva de la exigencia es una de las características requeridas para el director o para el maestro. Una persona que no sabe o no se atreve a exigir a/o de los demás queda descalificada como maestro o como jefe.
Pero la exigencia entraña otra dimensión más importante, aunque hoy, frente a aquellas, ocupe un segundo lugar y se halle a la sombra: la exigencia reflexiva; esto es, aquella que consiste no ya en exigir algo de alguien, sino en exigirse a sí mismo algo. Si en el caso de la exigencia transitiva podría ser más importante el algo que exijo, en la exigencia reflexiva lo importante no es algo exigido, sino el que yo me exija a mí mismo. Estas dos dimensiones de la exigencia dan lugar, a su vez, a los dos grandes campos en donde ésta pervive y se desarrolla: la disciplina y el esfuerzo. La disciplina es más objetiva y exterior (es exigencia transitiva), en tanto que el esfuerzo es más sensitivo e interior (como exigencia reflexiva que es).
Devaluado desde el 68
Si hay algo que no se encuentre de moda; si hay algo que no se ha mencionado durante años en nuestra sociedad, o si hay algo que desde 1968 ha desmerecido su valor, es justamente la disciplina. Por eso decimos que la excelencia es un vocablo puesto de moda pero fuera del contexto; porque el contexto de la excelencia es justo la disciplina, tal como era definida clásicamente: la observancia de las leyes y ordenamientos de una profesión o de una institución. Si estudiamos con profundidad aquellos seis puntos con los que configuramos el perfil moderno de la excelencia, nos percatamos de que ninguno de ellos, y menos aún los seis en su conjunto, puede tener real vigencia más que dentro de un ámbito de disciplina. Lo que sucede es que, en tiempos pasados, la disciplina, en lugar de medio o ámbito para la búsqueda de excelencia se convirtió en objetivo, provocando en nuestra sociedad una reacción pendular, pues nadie se encuentra conforme en someterse a férrea disciplina para alcanzar la mediocridad. La disciplina como objetivo, como fin, se reviste del carácter absoluto que le corresponde a todo fin: la disciplina por la disciplina. Con ésta se logra, simplemente, un individuo disciplinado –lo cual ya es mucho-, pero sin ninguna finalidad última que trascienda las reglas mismas disciplinarias.
Es obvio que en todo proceso de enseñanza y en todo trabajo organizado se requiere mantener un mínimo básico de disciplina. Lo que ya no es en modo alguno evidente, sino falso, es identificar la disciplina de la enseñanza y la organización. El enderezamiento de Protágoras, e incluso el castigo resulta imprescindible, pero no insuficiente, ni mucho menos absoluto.
Quizá por éste incremento del valor de la disciplina en el desarrollo de la disciplina de la actividad humana es por lo que el diccionario de la Academia de la Lengua Española, al definir el concepto de la disciplina, añade un apéndice particular: el vocablo disciplina “tiene mayor uso hablando de la milicia y de los estados eclesiásticos”; porque no pocas veces, al enfatizar la necesidad de la disciplina, como veremos enseguida, pero produciendo, un ambiente de cuartel o de convento, instituciones en donde existe, por razones propias y explicables, un régimen que no debe generalizarse: ni la organización ni la escuela son un cuartel, ni la familia es un convento.
No quisiera, sin embargo, generar la idea de que la disciplina, de suyo, es algo reprobable: lo es sólo, cuando se absolutiza, lo cual acaece con frecuencia. Es preciso, en efecto, no olvidar que disciplina y discípulo tienen el mismo origen etimológico, y difícilmente pude lograrse lo segundo sin lo primero. La absolutización de la disciplina ocurre cuando alguien quiere imponer la disciplina en ámbitos en donde ésta no es necesaria, como sucede si el maestro o el jefe imponen, uniformando los gustos de los maestros o de los subordinados. Ya dijo un poeta que “en aquello en que el árbitro es el gusto, no hay cosa mas injusta que lo justo”. Recuerdo aún, como caso de disciplina mal enfocada, la impresión producida en mi infancia cuando un amigo de la escuela me invitó a comer en un restaurante de la localidad; en el momento en que mi amigo, de suyo tanto precoz, indicó lo que quería comer señalando la carta, su madre le dijo con impetuosa firmeza: “no pidas esto, hijo mío, porque no te gusta”. A la hora de elegir el segundo plato comenzó preguntando: “mamá. ¿Ésto me gusta?” Ya dije que la disciplina considerada como objetivo puede generar, donde no corresponde, ambientes conventuales y cuartelescos; y ahora añado que fácilmente produce débiles mentales, como el caso de mi buen amigo. La disciplina ha de tener como meta producir seres con mentalidad de mayores de edad, y no de seres con mentalidades infantiles.
Un policía esperado y un carpintero sospechoso
La disciplina, bien entendida, no es suyo un objetivo, sino un procedimiento eficaz e imprescindible a fin de crear un ámbito de libre expresión de sí mismo. Así visualizaba, la disciplina se llama orden. La falacia en que ha incurrido nuestra civilización contemporánea, y tal vez la causa más importante que nos distancia, con prejuicio, de las civilizaciones clásicas, es precisamente la de encontrar una posición entre el orden y la libertad; habrá menos libertad, se piensa erróneamente, cuanto más orden se imponga. Si el orden y la libertad se consideran como realidades contrarias no podrá ya arbitrarse el sistema o procedimiento alguno que sea capaz de armonizarlas. Es preciso convencerse de que el orden –la disciplina- existe, para hacer espacio a la libertad; es ésta una idea que no podemos abandonar, porque sobre ella se basa nuestra cultura occidental. Sucede sin embargo que esta idea cuanta con muchos enemigos, los cuales se empeñan en hacer irreconocibles dos realidades que deben crecer juntas, so pena de desastre.
Son partidarios de orden y enemigos de la libertad los tiranos; pero son partidarios de la libertad y enemigos del orden los egoístas. Hay muchos que se presentan con carátula de héroes libertarios y que no pasan de egoístas caprichosos, que desean hacer en cada momento lo que tautológicamente, desean hacer en cada momento.
Si somos varios los que queremos vivir en libertad, entonces debemos ordenarnos; vale decir, debemos crear un ámbito en donde hagamos posible nuestro deseo de ser libres.
En tal sentido, el hombre disciplinado, esto es, el que respeta el orden, no sólo alcanza la libertad, sino que posibilita la libertad de los otros, y posibilitando la libertad de los otros alcanza aún más la libertad propia. Esto es verdadero, sobre todo si además de respetar el orden lo quiere voluntariamente. El asumir la disciplina como algo propio y personal produce el crecimiento de la libertad, a un grado que sólo pueden sospechar quienes la han asumido. (Nos resultan molestas las disposiciones del guardián del transito hasta que ocurre un embotellamiento de automóviles por ausencia de aquél; entonces la policía vial es escogida no como impositora del orden, sino
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