Mi Experiencia Como Docente E Trayecto Formativo...
meriik18 de Junio de 2014
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Dice Philippe Meirieu (Alès, Francia, 1949) que el profesor debe ponerse en la piel del que aprende. Él, cuando ya llevaba años consagrado a la enseñanza universitaria, predicó con el ejemplo y pidió que le destinasen a un liceo de los suburbios de Lyon. Quería ponerse en la piel de unos y otros a la vez: en la piel de los futuros profesores a los que él enseñaba y en la piel de los alumnos a los que éstos enseñarían. Volvía, además, a sus orígenes.
Había empezado impartiendo clases de Francés y Filosofía en colegios y liceos a finales de los sesenta, después de licenciarse en Filosofía y Letras y antes de incorporarse al mundo universitario y asumir otras responsabilidades que lo llevaron a participar en la creación de institutos universitarios de formación de maestros, como el de Lyon, que dirigió hasta el año pasado; a encargarse de la reforma de los liceos promovida a finales de los noventa por el Ministerio de Educación, y a estar al frente de varias instituciones educativas.
Pero a Meirieu le gusta el contacto con los alumnos. No ha aparcado nunca la docencia, ya sea en la universidad –es profesor de Ciencias de la Educación en la Universidad Lumière-Lyon 2–, ya sea en el liceo al que pidió volver movido por la convicción de que “uno no puede formar a docentes sin tener contacto con los alumnos a los que enseñarán”. Su petición es tan poco habitual que le costó conseguir el permiso de la administración. “No debería serlo. Todo aquel que trabaja en la educación debe conocer la cotidianeidad de las clases”.
Esas clases han sido objeto de mucha reflexión e investigación –en buena parte dedicada a la pedagogía diferenciada, cuya principal aportación ha sido la de los grupos de aprendizaje–, que ha plasmado en centenares de artículos, más de 40 libros y una serie de 26 emisiones sobre grandes pedagogos.
Todo este bagaje lo transmite en su forma de hablar. Meirieu es un hombre con las ideas claras y un discurso meditado. Responde sin vacilar, huyendo de la inmediatez que tanto detesta y tomándose el tiempo que reivindica. Le gusta explicarse y nada le distrae en la terraza del hotel barcelonés en el que se ha hospedado. Lleva un reloj pero no lo mira, pese a que su avión despega al cabo de poco. Incluso se ofrece a contestar un par de cuestiones más cuando las agujas aconsejan pedir un taxi en dirección al aeropuerto. Es generoso. También amable: su habla pausada sólo se interrumpe cuando cree que la palabra que va a pronunciar es difícilmente traducible al español. De nuevo, vuelve a ponerse en la piel del otro.
¿Qué hay que hacer?
Pienso que hace falta interrogarse sobre la obsolescencia del modelo tradicional que constituye la clase, es decir, un grupo de unas 30 personas que hacen la misma cosa al mismo tiempo y dentro del cual hay extremadamente poco trabajo de acompañamiento individual.
La clase fue perfectamente adaptada al sistema escolar a finales del siglo XIX. Hoy, la clase se ha convertido en un freno a la evolución del sistema escolar; por una parte, porque hay actividades que deben hacerse con grupos más numerosos y, por otra parte, y sobre todo, porque lo que necesitan los alumnos con grandes dificultades
es el apoyo individual, tiempos de acompañamiento personal, tiempos que permiten a los enseñantes detectar y remediar esas dificultades. Este acompañamiento personal de los alumnos es algo absolutamente fundamental.
¿Y no se hace?
Nuestros sistemas no lo saben hacer bien y, en general, lo delegan, desgraciadamente, ya sea en los padres, ya sea en clases privadas fuera de la escuela. Etimológicamente el pedagogo es aquel que acompaña al niño, y me parece que lo que hoy en día les hace falta a algunos niños es estar acompañados, no dejarlos ahí donde están, sino escuchar sus dificultades, comprender sus problemas y estar a su lado a lo largo de toda su escolaridad.
Algunas familias lo hacían con sus hijos, y lo sigue haciendo, pero hay muchos alumnos para quienes este acompañamiento familiar no existe y para quienes me parece totalmente necesario que la escuela acometa esta tarea.
También es un gran defensor del trabajo en grupo.
Sí, no es del todo contradictorio. Al contrario, es necesario que la escuela tenga tiempos colectivos en los que el alumno aprenda a participar en un grupo, y que los articule con los tiempos más individualizados. Pero la individualización se puede hacer colectivamente. Si, por ejemplo, en una clase hay cuatro niños un poco más tímidos, que no saben expresarse oralmente, la individualización consistirá en juntar a estos cuatro alumnos para permitirles expresarse juntos y ayudarlos a desinhibirse. Pero, más allá de estos casos, la escuela es un sitio en el que debe haber grupos articulados en función de proyectos.
¿A qué se refiere?
Debe haber tiempos colectivos con grupos incluso más importantes que el grupo clase habitual, pero debe haber también tiempos individuales y tiempos en pequeño grupo. Yo veo la escuela como un lugar en el que se hacen conferencias u obras de teatro con grupos muy numerosos, un centenar de alumnos y alumnas, por ejemplo; pero donde
también hay grupos de cuatro o cinco para hacer lenguas vivas de una manera interesante, y grupos de experiencias en física o en biología, en los que no son más de diez, y también las clases tradicionales, en las que son unos 30. Es necesario multiplicar los tipos de reagrupamiento en función de los objetivos de aprendizaje. Pero para que esta multiplicación no sea una dispersión, es preciso que haya un seguimiento, y que cada alumno tenga como referente a una persona adulta a la que pueda dirigirse y que, en cierto modo, reflexione y coordine su escolaridad.
Por esto decía que la noción de clase se convierte en un obstáculo. Y lo que usted propone es flexibilizarla. Sí, hace falta diversificar las formas de enseñanza para que cada cual pueda encontrar sitios, marcos, que puedan ayudarlo a superar los problemas a los que se enfrenta. Pero a lo largo de toda la vida escolar, incluso en la universidad.
Y en este sentido es fundamental desarrollar ese acompañamiento personal del que hablaba. No será suficiente, pero es, en mi opinión, absolutamente indispensable.
¿Qué más hace falta?
Si se quiere luchar contra el fracaso escolar, más allá de esta necesaria personalización de la pedagogía, hace falta reflexionar sobre lo que se podría llamar un nuevo tipo de relación con el saber. Se trata de procurar que los alumnos con grandes dificultades perciban el interés de aprender, de invertir su energía en la escuela, de movilizarse por el trabajo escolar. Hoy los alumnos con fracaso son alumnos para quienes el trabajo escolar no tiene ningún sentido.
Y lo importante, me parece, es dar sentido al trabajo escolar.
Usted dice que lo que moviliza a un alumno es el deseo, que no hay aprendizaje sin deseo…Sí, por supuesto, no hay aprendizaje sin deseo. Pero el deseo no es espontáneo. El deseo no viene solo, el deseo hay que hacerlo nacer.
¿Cómo?
Es responsabilidad del educador hacer emerger el deseo de aprender. Es el educador quien debe crear situaciones que favorezcan la emergencia de este deseo. El enseñante no puede desear en lugar del alumno, pero puede crear situaciones favorables para que emerja el deseo. Estas situaciones serán más favorables si son diversificadas, variadas, estimulantes intelectualmente y activas, es decir, que pondrán al alumno en la posición de actuar y no simplemente en la posición de recibir. Y pienso que corresponde a la escuela reflexionar seriamente sobre esta responsabilidad. No nos podemos contentar con dar de beber a quienes ya tienen sed. También hay que dar sed a quienes no quieren beber. Y dar sed a quienes no quieren
beber es crear situaciones favorables.
¿Qué tipo de situaciones? ¿Se refiere a lo que usted llama la situaciónproblema?
Sí, me refiero a situaciones en las que hay un proyecto, una dificultad, lo que yo llamo un obstáculo, un misterio por resolver…
¿Por ejemplo?
Imaginemos que propongo a alumnos de doce o trece años realizar un proyecto que consiste en construir una maqueta de una ciudad romana. Nos encontraremos con un cierto número de problemas: hay que ir a ver el plano de una ciudad romana, encontrar textos que la describan, trabajar la proporcionalidad, trabajar los materiales y decidir con qué la haremos y cómo la haremos… van apareciendo una multitud de problemas. Y el papel del enseñante es encontrar el proyecto que hará
emerger problemas que permitirán construir conocimiento.
De modo que para generar el deseo hace falta generar antes problemas. La trilogía fuerte con la que trabajo con los enseñantes es proyecto-problema recursos.
Es decir, hay un proyecto, se descubren dificultades, problemas, y a partir de ahí se van a buscar los recursos. Porque, en el fondo, lo que da sentido a lo que se hace es la respuesta a una pregunta. Y el alumno sólo aprende si esta respuesta corresponde realmente a un problema que él ha descubierto y a una pregunta que él ha podido formularse. Si le damos respuestas sin ayudarlo nunca a ver a qué responde, el alumno no puede tener deseo de aprender.
¿Cree que se dan demasiadas respuestas en la escuela?
Muy a menudo la escuela da respuestas sin ayudar a formularse preguntas, da respuestas sin preguntas, mientras que el niño aprende buscando respuestas a las preguntas que se formula. Y creo que es necesario restituir esto a la escuela, un saber vivo, es decir, un saber que no está osificado, fosilizado, sino un saber
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