Querido Hijo Estamos En Huelga
carolinandreapc15 de Noviembre de 2013
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Felipe nunca ayuda en casa, es maleducado,
desobediente y, además, ha terminado el curso
con malas notas. Espera recibir una buena
bronca, pero sus padres ¡pasan de él! ¿Serán
extraterrestres? ¿Habrán sido abducidos por
ellos? Peor, se han declarado en huelga y no
son los únicos: sus amigos también han sido
abandonados a su suerte…
¡Padres al poder!
Jordi Sierra i Fabra
Querido hijo:
estamos en huelga
ePUB v1.0
Dirdam 26.07.12
Querido hijo: estamos en huelga
Jordi Sierra i Fabra, 2011
ilustraciones: Ximena Maier
Editorial: Santillana Ediciones Generales, 2012
ISBN: 978-84-204-1135-4
Editor original: Dirdam (v1.0)
ePub base v2.0
1
El primer día
En el momento de abrir los ojos, Felipe se quedó
mirando el techo.
Había una mancha de humedad desde hacía
algunas semanas. Cosas de vivir en el último piso. Lo
curioso era que la mancha de humedad tenía forma de
indio, con plumas y todo. Un inmenso penacho. La
cara, de perfil, desde luego pertenecía a un gran jefe.
Nariz grande y poderosa, de patata, labios enormes y
ojos penetrantes. Él le llamaba Águila Negra. «Águila»
por las plumas y «Negra» porque la mancha era oscura,
y en la penumbra de la habitación todavía más.
—¡Jao! —saludó a su compañero.
Águila Negra siguió tal cual.
Felipe se incorporó y miró la hora en el reloj digital
de su mesita de noche.
Las nueve y cuarenta.
¿Las nueve y cuarenta?
¡Las nueve y cuarenta!
No pudo creerlo. Era tardísimo. ¿Por qué su madre
no lo había despertado? Vale, el cole había terminado
hacía tres días, pero ella, como mucho, a las nueve ya
le ponía en pie con su batería de argumentos: que si se
le pegaban las sábanas, que si luego se acostumbraba a
dormir y en septiembre le costaría volver a coger los
hábitos escolares, que si dormía mucho perdía
demasiadas horas del día, sobre todo las de la mañana
que eran las mejores, que si se pondría fondón, que
si…
Fue hacia la ventana, subió la persiana y se asomó
al exterior.
Ah, un día precioso.
Todavía no era verano. Faltaban dos semanas para
irse de vacaciones, pero el día desde luego invitaba a
hacer de todo: salir a la calle, divertirse con los amigos,
jugar un partido… Bueno, eso si su madre le dejaba,
porque después de las notas…
Cate en mates.
Cate en lengua.
Las dos a la vez, encima.
La bronca que le habían echado sus padres tres
días antes fue de campeonato. De órdago. De vuelta a
los «que si»: que si no lo aprovechaba, que si sería un
burro, que si así no iría a ninguna parte, que si tendría
que recuperar en verano, que si con lo inteligente que
era no tenía sentido que suspendiera, que si era un
gandul y un vago, que si se distraía con el vuelo de una
mosca, que si no ponía atención, que si…
—Mira, Felipe —le había dicho su padre—,
estudiar es importante; pero leer, todavía más. Yo no
tuve tu suerte, no pude estudiar, pero leía todo lo que
pillaba, y gracias a eso soy lo que soy y estoy donde
estoy. —Mira, Felipe —le había dicho su madre—. O
cambias y te pones las pilas o un día te arrepentirás,
porque ya no habrá vuelta atrás y serás un pobre sin
cultura, que es lo peor que hay.
Bueno, faltaban tres meses para los exámenes de
septiembre. No iba a ponerse ya a estudiar y leer, nada
más acabar el cole. Necesitaba un descanso.
Desconectar.
Esa era la palabra. Los mayores la usaban mucho,
¿no? Pues él también.
A lo mejor por eso su madre no le había puesto en
pie antes, para que «desconectara».
Tenía que ducharse, lavarse los dientes y vestirse.
Cosas que le daban siempre pereza, pero más en
vacaciones. Qué manía con la ducha. Y qué manía con
lo de los dichosos dientes. Total, se le caerían con
setenta u ochenta años, como al abuelo Valerio. Si se
los lavaba por la noche, ¿para qué volver a lavárselos
por la mañana? ¡No los había usado, por lo tanto
seguían limpios!
Mientras salía de la habitación, hizo memoria.
¡Había quedado con Ángel para jugar al fútbol en el
parque!
Vale, ese sí era un buen plan.
Así que fue a buscar a su madre, que como
trabajaba de traductora en casa, no tenía un horario
riguroso ni se pasaba el día en la calle.
2
La gimnasta
Su madre estaba en la terraza de la galería
haciendo…
—Mamá, ¿qué haces?
—Pues gimnasia.
Felipe abrió los ojos.
¿Gimnasia?
Su madre tenía cuarenta años, era alta, todo el
mundo decía que muy guapa, ojos grandes, nariz
perfecta, cabello largo y negro, buena figura. Su padre
la adoraba. A veces la miraba y le soltaba a él:
—Tienes la madre más preciosa del mundo.
Se querían, claro.
Ahora su madre hacía gimnasia.
Allí, en mitad de la terraza, luciendo un ajustado top
y unos pantaloncitos, a la vista de todo el mundo,
porque había casas más altas que la suya. Se estiraba
por aquí, se estiraba por allá, brazos, piernas, hacía
flexiones, inspiraba, soltaba el aire y así una y otra vez.
Agotador.
Y además tan inútil.
Él hacía lo mismo pero jugando al fútbol, y así se
divertía.
—¿Vas a quedarte ahí mirándome como un
pasmarote? —le soltó de pronto.
Felipe reaccionó.
Solía quedarse absorto.
—¿Por qué haces gimnasia? —quiso saber.
—Para ponerme en forma, que luego te descuidas
y pasa lo que pasa.
—¿Qué es lo que pasa?
—Pues que el día menos pensado te empieza a
colgar todo.
—¿Y a ti cuándo te ha dado por eso?
—Anoche. Me dije: Sonia, es el momento de
cambiar. Y aquí estoy.
No paraba.
Hablaba y se movía. Estiraba las piernas, doblaba
el cuerpo y tocaba el suelo con las palmas de las
manos, hacía genuflexiones, giraba sobre su cintura.
A su madre le pasaba algo.
Cuarenta años. Ya era mayor. La pobre.
—¿Eso que te ha dado tiene que ver con lo de la
monopausia?
—Meno, no mono —le corrigió—. Menopausia —
luego le miró de soslayo, frunció el ceño y preguntó—:
¿Dónde has oído tú esa palabra si no lees nada?
—En el cole —pasó por alto su pulla—. Uno dijo
que la Florencia suspendía porque estaba
monopúsica… bueno, menopáusica.
—¡Qué tonterías! —se enfadó ella—. ¡Y qué
manera de faltar el respeto! ¡Sois tontos y encima les
echáis la culpa a los demás! —se enfadó aún más y
agregó—: ¡Y no, no estoy menopáusica! Eso les pasa a
las mujeres mayores cuando dejan de menstruar. Les
cambia el carácter un poco, solo eso. No pasa nada.
Forma parte de la vida —el enfado llegó al máximo y
gritó—: ¡No digas palabras que no entiendes! ¡Es
insultante!
—¿Entonces estás bien?
—¡Pues claro que estoy bien! ¡Pesado! ¡Quieres
dejarme en paz, que me desconcentras!
—Vale.
Pero no se movió de donde estaba.
Su madre puso cara de fastidio.
—¿Has desayunado?
—No.
—Pues hala.
Qué raro. No le reñía por haberse levantado tan
tarde, ni le echaba la bronca por no haberse duchado.
Más aún: no le preparaba el desayuno.
Rarísimo.
Desde luego, los mayores estaban locos. Era
imposible entenderlos. Lo que un día era sagrado al
otro dejaba de serlo. Se explicaban fatal.
Iba a tener que hacerse el desayuno él.
La pera.
Fue a la cocina, cogió un tazón, lo llenó de
cereales; luego abrió el frigorífico y tomó la botella de
leche. Casi la derramó cuando se le fue la mano. No
dejaba de pensar en su madre haciendo gimnasia.
Una vez desayunado, sin devolver la leche a la
nevera, metió el tazón en el fregadero pero ni tan solo
abrió el grifo para remojarlo y evitar que los restos del
cereal se pegaran.
Se asomó a la galería.
Su madre seguía igual.
Qué raro que no le controlara.
Bueno, mejor.
Felipe fue a su habitación para vestirse, pasando de
la ducha y de lavarse los dientes. Con su madre
ocupada, seguro que no se daba cuenta. Se puso los
pantalones de deporte y buscó su camiseta favorita, la
de su equipo, para jugar al fútbol con ella.
Pero la camiseta no estaba allí.
3
Primera alarma
Felipe regresó a la galería muy enfadado.
Se cruzó de brazos y así, en tono amenazador,
dijo:
—Mamá, ¿y mi camiseta de fútbol?
—Ah, no lo sé —respondió ella dando saltitos con
las rodillas muy levantadas mientras soltaba aire a
pequeños soplidos.
—¿Cómo que no lo sabes?
Su madre era la reina del control. Aquella era una
respuesta imposible.
—¿No está en tu cuarto?
—¡No, y la necesito hoy!
—Pues qué raro.
...