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Vigilar Y Castigar

rrrraa28 de Febrero de 2015

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En el primer capítulo Foucault inicia el estudio de la pena desde el siglo XVI y encuentra que lo característico de esta forma de penalidad es el suplicio. El suplicio es la pena corporal, que debe cumplir con tres requisitos:

a) debe producir cierta cantidad de sufrimiento, es decir, debe ser cuantificable;

b) dicha producción debe estar sometida a reglas, así, dependiendo de la gravedad del delito, se impone determinado castigo;

c) el suplicio forma parte de un ritual en donde se marca al delincuente que fue víctima del suplicio y, a la vez, se comprueba el triunfo de la justicia sobre el delito.

Esta forma de castigo se ejerce por varias razones; una es la razón política en la que el delito se observa como si se hubiese cometido directamente contra el monarca, pues al provenir la ley del soberano ésta es su semejanza misma, por lo que sí es quebrantada, se quebranta al rey.

El suplicio es entonces venganza del soberano y, en consecuencia, desempeña una función jurídico-política, pues restituye la soberanía lesionada. Otra razón es la económica, según la cual el suplicio se entiende bajo al sistema de producción de los siglos XVI y XVII, en el que las fuerzas de trabajo y, por tanto, el cuerpo humano, no tienen el valor que les confiere una economía industrial. Para Foucault, el suplicio hace parte de la práctica jurídica porque revela la verdad y realiza el poder.

En el segundo capítulo, Castigo, Foucault muestra cómo a partir del siglo XVIII la pena que se imponía sobre el cuerpo del condenado, en espacios públicos, empieza a extinguirse. Se da entonces la desaparición del espectáculo punitivo pues la ejecución pública se percibe ahora como un foco en el que se reanima la violencia.

Con el ocultamiento del castigo afirma Foucault se dan ciertas consecuencias, a saber: el castigo pasa a ser parte de la conciencia abstracta, se trata de que sea la certidumbre de ser castigado y no el suplicio público lo que persuada el no cometer crímenes; la justicia pasa a descargar la ejecución de las penas al ámbito administrativo, y en el ámbito teórico penal se empieza a afirmar que lo que busca la justicia no es el castigo, la imposición de la pena, sino reformar, corregir.

Así, aun si las penas se siguen ejerciendo a través del cuerpo (encierro, trabajo forzoso, interdicción de residencia, deportación, etc.), no es éste el fin último del castigo; no se trata ya de buscar un suplicio; sino a través del cuerpo al cual se le concibe como instrumento privar al individuo de un derecho y un bien (por ejemplo, de la libertad). Se ha pasado de un arte de las sensaciones insoportables a una economía de los derechos suspendidos.

Las razones político-económicas para esta mutación son el desarrollo de la producción, el aumento de las riquezas, una valorización jurídica y moral más intensa de las relaciones de propiedad, entre otras. Lo anterior se refleja en una intolerancia mayor por los delitos económicos. Así mismo, se trata de establecer una economía del poder de castigar que logre estar uniformemente dividida, presente en todas las partes del cuerpo social, y que disminuya la arbitrariedad del soberano: castigar menos, pero mejor; con una severidad más atenuada, pero de manera más universal y necesaria.

Bajo estas dos premisas, la jurídica y la económico-política, se presentan, además del suplicio el cual aún no ha desaparecido, dos maneras de organizar el poder de castigar. En una se ve al delincuente como aquel que ha roto el pacto social y que, por tanto, representa una afrenta para toda la sociedad. En este caso, ya no es el soberano quien impone justicia, sino la sociedad entera contra el delincuente la que ejerce su derecho de defensa.

El castigo se ejerce como forma de recalificar a los individuos como sujetos de derecho, haciendo uso de signos que aseguren la aceptación

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