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Historia De Las Medias Y Otros Extras

monoflander26 de Agosto de 2011

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VASELINA

1879, Brooklyn, Nueva York

En el año 1859, Robert Chesebrough no buscaba un nuevo ungüento sino una manera de librarse de la quiebra. En una época en la que el que¬roseno era una fuente importante de energía doméstica e industrial, su negocio basado precisamente en este combustible, se veía amena¬zado por el petróleo, mucho más barato, procedente de los grandes hallazgos realizados en Pennsylvania.

El joven químico de Brooklyn se trasladó a Titusville, Pennsylva¬nia, el núcleo del hallazgo del petróleo, con la intención de entrar en este negocio, pero su curiosidad científica se vio estimulada por un re¬siduo pastoso, semejante a la parafina, que se adhería a las perforado¬ras e incluso llegaba a paralizadas. Los obreros a los que Chesebrough interrogó dedicaban los peores insultos a esa materia que atascaba sus bombas, pero nadie tenía la menor idea acerca de su naturaleza quí¬mica. Los obreros habían descubierto un uso práctico para esa pasta: aplicada a una herida o quemadura, aceleraba su curación.

Chesebrough regresó a Brooklyn sin ninguna participación en el negocio petrolero, pero con varios tarros del misterioso producto se¬cundario del petróleo. Pasó varios meses experimentando, durante los cuales intentó extraer y purificar el ingrediente esencial de la pasta.

Este ingrediente resultó ser una sustancia transparente y suave, que llamó “gelatina de petróleo” y Chesebrough se convirtió en su pro¬pio conejo de Indias. Para probar las propiedades curativas de esta gelatina, se infligió varios cortes, arañazos y quemaduras, unos leves y otros más graves en manos y brazos. Cubiertas las heridas con el extracto de la pasta, parecían curarse con rapidez y sin infección. En el año 1870, Chesebrough empezó a fabricar, por primera vez en el mundo, su Vaselina Petroleum Jelly.

Hay dos versiones sobre el origen del nombre “vaselina”, y al pa¬recer Chesebroug no desmintió ninguna de las dos. A fines del si¬glo XIX sus amigos aseguraban que había concebido este nombre durante los primeros días, dedicados a purificar la sustancia, en que utilizó los jarros de flores (vases) de su esposa como recipientes de laboratorio. A la palabra liase le añadió un popular sufijo médico de la época: “line”. Sin embargo, miembros de la empresa que des¬pués formó mantenían que Chesebrough compuso científicamente la palabra a partir del vocablo alemán Wasser, “agua”, y el griego elaion, “aceite de oliva”.

Si Robert Chesebroug fue el primer conejo de Indias del pro¬ducto, se transformó también en su más activo promotor. En un carricoche tirado por un caballo, recorrió las carreteras del Estado de Nueva York, distribuyendo gratuitamente tarros de vaselina a toda persona que prometiera aplicada a una herida o una quema¬dura. La respuesta del público fue tan favorable que, al cabo de medio año, Chesebrough empleaba ya a doce vendedores, todos ellos provistos de carricoche y caballo, ofreciendo la vaselina a un penique la onza.

Sin embargo, los habitantes de Nueva Inglaterra utilizaban la vase¬lina para algo más que los cortes y las quemaduras. Las amas de casa aseguraban que constituía un pulimento superior que protegía las su¬perficies de madera. También afirmaban que proporcionaba una se¬gunda existencia a los artículos de cuero resecados. Los granjeros des¬cubrieron que una buena capa de vaselina impedía la oxidación de la maquinaria dejada a la intemperie, y los pintores profesionales com¬probaron que una leve capa de aquella gelatina impedía que las man¬chas de pintura se adhiriesen al suelo. Sin embargo, la mayor popula¬ridad la consiguió el nuevo producto entre los boticarios, que lo utilizaban como base para sus preparaciones de cremas, pomadas y cosméticos. Al comenzar nuestro siglo, la vaselina figuraba ya en to¬dos los botiquines familiares. Robert Chesebrough había transfor¬mado un producto de desecho, pegajoso y molesto, en una indus¬tria multimillonaria. En el año 1912, cuando un voraz incendio destruyó la sede de una gran compañía de seguros en Nueva York, Chese¬brough se enorgulleció al enterarse de que las víctimas de las que¬maduras eran tratadas con vaselina. Ésta se convirtió en elemento indispensable en los hospitales. La industria del automóvil, enton¬ces en sus inicios, descubrió que una capa de aquella gelatina inerte, aplicada a los terminales de la batería del coche, prevenía la corrosión, con lo que la vaselina hizo su entrada en la industria. Y tuvo también su papel en el mundo deportivo, ya que los nadado¬res de fondo se untaban con ella el cuerpo, los esquiadores se em¬badurnaban la cara, y los jugadores de béisbol frotaban sus guantes con vaselina para ablandar el cuero.

Durante todos estos años de tan diversas aplicaciones, el inven¬tor de la vaselina jamás dejó de tomar una cucharada diaria de ella. Próximo ya a los sesenta años, enfermó de pleuresía y dio instruc¬ciones a su enfermera para que le aplicara regularmente fricciones con vaselina en todo el cuerpo. Quedó convencido de que había “burlado la zarpa de la muerte”, y lo cierto es que viviría otros cua¬renta años, ya que murió en 1933.

LISTERINE,

1880, St. Louis, Missouri

Creación de un médico de Missouri, Joseph Lawrence, el Listerine fue llamado así en honor de sir Joseph Lister, el cirujano británico del siglo XIX que introdujo drásticas medidas sanitarias en los qui¬rófanos. Poco después de presentado, en 1880, este producto se convirtió en uno de los más famosos entre los destinados a enjua¬gues y gárgaras.

En la década de 1860, cuando la ciencia bacteriológica se encon¬traba en su infancia, Lister desencadenó una campaña contra las deficientes condiciones de la higiene médica entre los cirujanos. Éstos operaban con las manos desnudas y con ropa de calle, y cal¬zados con los mismos zapatos que habían pisado las vías públicas y los pasillos del hospital. Permitían a los espectadores agruparse al¬rededor de la mesa de operaciones y observar cómo practicaban sus intervenciones. Para taponar las heridas utilizaban serrín recogido de los suelos de las fábricas. Aunque los instrumentos quirúrgicos eran lavados con agua y jabón, no se esterilizaban térmicamente ni se sometían a la acción de desinfectante químico alguno. En muchos hospitales, la mortalidad postoperatoria llegaba al 90 por ciento.

Tanto en Inglaterra como en los Estados Unidos, la mayoría de los médicos acogieron con desagrado la campaña de Lister en favor de la “cirugía antiséptica”, y cuando se dirigió al Congreso Médico de Fila¬delfia, en 1876, su discurso tuvo una recepción más bien tibia. Sin embargo, las ideas de Lister sobre los gérmenes impresionaron al doc¬tor Joseph Lawrence, que en su laboratorio de St. Louis preparó un li¬quido antibacteriano que fue fabricado localmente por la Lambert Pharmacal Company (que más tarde se convertiría en Warner-Lam¬bert, un gigante entre los laboratorios).

Para que el producto tuviera una imagen adecuadamente antiséptica, en el año 1880 la compañía decidió utilizar el nombre de sir Josep Lis¬ter, que era entonces un foco de controversia en dos continentes. Los cirujanos se atenían ya a varias de las recomendaciones higiéni¬cas de Lister y comenzaban a informar acerca de un menor número de infecciones y complicaciones postoperatorias, así como de un ín¬dice más elevado de supervivencia. El “histerismo” se debatía acalo¬radamente en las revistas médicas e incluso en la prensa popular. El Listerine hizo acto de presencia en el momento oportuno y con el mejor nombre posible.

Se aseguraba que gargarismo y enjuague bucal, “mataba gérmenes a millones por simple contacto”, y millones de americanos compraron el producto. En los primeros anuncios aparecía un solterón. Herb, “un excelente muchacho, poseedor de algún dinero”, que también “juega bastante bien al bridge”. Sin embargo, el problema de Herb, se¬gún el anuncio, consistía en que “él es así”.

El problema de Herb era la halitosis, no la homosexualidad, pero en los primeros años del siglo XX aquélla era una palabra igualmente impronunciable. Los americanos se acostumbraron al Listerine para aromatizar su aliento, hasta el punto de que, todavía a mediados de la década de los setenta, cuando existían ya docenas de productos com¬petidores destinados al mismo fin (sprays, pastillas de menta, prepa¬rados para hacer gargarismos y chicles), el Listerine mantenía la pre¬ponderancia en los Estados Unidos.

Fue entonces cuando la fe de Joseph Lawrence en la eficacia de su producto se vio desmentida médicamente. Una orden judicial de 1970 obligó a la Wamer-Lambert a gastar diez millones de dólares para ma¬nifestar públicamente que el Listerine no podía prevenir un resfriado ni una faringitis, ni tampoco reducir su intensidad.

TIRITAS,

1921, Nueva Brunswick, Nueva Jersey

En el Congreso Médico de Filadelfía celebrado en el año 1876, el doctor Jo¬seph Lawrence no fue el único especialista impresionado por la teoría de los gérmenes elaborada por sir Joseph Lister. Robert Johnson, un farmacéutico de treinta y un años, cambió su vida tras escuchar la conferencia del eminente cirujano británico.

Lister deploraba el uso de apósitos fabricados con serrín prensado procedente de las hilaturas de lana. Por su parte, desinfectaba todos los vendajes que utilizaba en sus operaciones, sumergiéndose en una solución de anhídrido

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