Problema del parásito
orlandin1Trabajo21 de Septiembre de 2023
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- Problema del parásito
- Concepto
- Para saber más…
Usuarios que no pagan y no pueden ser excluidos del bien o servicio ofrecido.
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Concepto
Cuando se afirma que el mercado es un buen sistema de asignación de recursos, se supone que los bienes intercambiados son bienes privados que gozan de la propiedad de rivalidad y exclusión.
Sin embargo, hay bienes no excluyentes, es decir, que no se puede impedir que haya terceros que disfruten del bien si alguien decide consumirlo. En este caso la asignación propuesta por el mercado falla. El fallo se produce porque dado que el coste marginal de un consumidor más es nulo, el precio también debe ser cero. Por esa razón, estos bienes son ofrecidos generalmente por el Estado, que asume su provisión, convirtiéndose en bienes públicos tales como la defensa nacional, en la cual no se puede excluir a un ciudadano de su disfrute.
"No exclusión" significa que aquellos usuarios que no paguen —y este también es conocido como el "problema del usuario gratuito" o "problema del parásito" o "problema del gorrón"—, no pueden ser excluidos del bien o servicio ofrecido. El segundo aspecto característico de los bienes públicos es lo que se denomina "consumo no competitivo" o "consumo no rival". El problema del parásito significa que los usuarios gratuitos no incrementan el coste del servicio ni se puede impedir que disfruten de él, el coste marginal de provisión del bien no excluyente a un consumidor más es nulo, luego el precio que se le debería cobrar también lo es.
Parece pues lógico que en tales condiciones las empresas privadas rehúsen la provisión de estos bienes, pero aunque tradicionalmente se ha apelado a la figura del "usuario gratuito" o "free riders" como un ejemplo de la necesaria intervención del Estado para sustituir al mercado, también es cierto que ha habido ejemplos en los que la iniciativa privada ha sido capaz de resolver el problema por sí misma.
Descripción
Un clásico ejemplo de bien público utilizado en muchos manuales de Economía lo constituyen las puestas de sol, la visión de unos fuegos artificiales, la iluminación de las calles, la seguridad privada que paga un comerciante de una calle beneficiando a las tiendas vecinas, etc. y sobre todo, los faros que guiaban a los barcos durante la noche, beneficiando tanto a los barcos que abonaban el servicio de iluminación de las costas como aquellos que no estuvieran dispuestos al pago y se aprovecharan de los que sí lo sufragaban (es decir, un caso típico de "no exclusión").
En realidad el problema del parásito o gorrón es una situación en el que un consumidor se quiere aprovechar de una externalidad positiva, ya que el consumo realizado y pagado por otros le asegura disfrutar del suministro del bien.
Sin embargo, existen formas de superar el problema del parásito. Por ejemplo, mediante un mandato (por ejemplo, una reunión en la que los dueños de los locales llegan a un acuerdo por mayoría vinculante para todos), que hace que todas las tiendas de un centro comercial colectivamente paguen por la seguridad en el centro, como parte de los gastos de la comunidad de locales, así mismo, se puede imponer una tasa por la iluminación de las calles que deben pagar obligatoriamente todos los vecinos.
Si el problema del usuario gratuito no se trata debidamente lleva a un equilibrio de Nash en el que cada agente renuncia al bien porque la estrategia dominante, es decir, con independencia de lo que hagan los demás, es renunciar al bien, ya que están igual o mejor si no contratan el bien que si lo hacen. Este resultado, que no es un óptimo tiene la misma filosofía que el Equilibrio de Nash en el dilema del prisionero, es decir, los agentes no tienden a hacer lo que les mejoraría a ambos conjuntamente cuando realizan sus decisiones de manera independiente.
Sí existen ejemplos que demuestran que aunque hay formas de superar el problema del usuario gratuito, su existencia distorsiona la asignación del mercado. Por ejemplo, se ha observado que en los apartamentos con un único contador de agua utilizados por varias personas o familias que comparten gastos, el consumo de agua es más elevado que en aquellos casos en que cada cual paga estrictamente el agua que consume.
Recuerde que...
- El problema del parásito significa que los usuarios gratuitos no incrementan el coste del servicio ni se puede
En 1849, cuando el liberalismo clásico era todavía la ideología predominante y los términos «economista» y «socialista» se consideraban (con razón) antónimos, Gustave de Molinari, prestigioso economista belga, escribió: «Si existe en economía política una verdad bien fundamentada, es ésta: En todos los casos, sean cuales fueren los bienes que satisfacen las necesidades materiales e inmateriales del consumidor, lo que más le conviene a este es que el trabajo y el comercio se desarrollen en libertad, porque esto tiene como consecuencia necesaria y permanente la máxima disminución del precio. Y ésta: Sea cual fuere el bien de que se trate, el interés del consumidor debe prevalecer siempre por sobre los intereses del productor. La observación de estos principios lleva a esta rigurosa conclusión: Que la producción de seguridad debe someterse a la ley de la libre competencia, en interés de los consumidores de este bien intangible. Por consiguiente: Ningún gobierno tiene el derecho de evitar que otro gobierno entre en competencia con él o de exigir a los consumidores de seguridad que acudan exclusivamente a él en procura de este bien».1 Y, con respecto a la totalidad de la argumentación, agrega: «Si esto no es lógico y verdadero, los principios sobre los cuales se basa la ciencia económica carecen de validez».2
Aparentemente, sólo hay un modo de rehuir esta desagradable conclusión (así, por lo menos, la consideran todos los socialistas): sostener que existen determinados bienes a los cuales no se aplica este razonamiento general, por ciertas razones especiales. Y esto es lo que han decidido probar los denominados teóricos de los bienes públicos.3 Sin embargo, demostraré que en realidad no existen bienes ni razones especiales, y que la producción de seguridad no plantea un problema diferente del de la producción de cualquier otro bien o servicio, ya se trate de casas, quesos o seguros. Toda la teoría de los bienes públicos, pese a sus numerosos seguidores, es defectuosa, de razonamientos llamativos, cargada de internas inconsistencias y falsas conclusiones, apelando a los prejuicios populares y a las creencias aceptadas y se sirve de ellas, pero no posee ningún mérito científico.4
Entonces, ¿cómo es entonces la vía de escape que los economistas socialistas han encontrado para evitar sacar la conclusión de Molinari? Desde los tiempos de Molinari, la pregunta de si existen bienes a los que pueden aplicarse distintos análisis económicos ha recibido, con creciente frecuencia, una respuesta afirmativa. En realidad, es casi imposible encontrar un solo texto de economía contemporáneo que no destaque la importancia vital de distinguir entre bienes privados, para los cuales se acepta en general la superioridad del orden de producción capitalista, y bienes públicos, en cuyo caso se la niega.5 Se afirma que ciertos bienes o servicios —entre los que se cuenta la seguridad— poseen la especial característica de que no están limitados a quienes realmente han pagado por ellos. Por el contrario, pueden disfrutarlos aún las personas que no han participado en su financiación. Se los denomina bienes o servicios públicos, en contraste con los bienes o servicios privados, que benefician exclusivamente a los que los han pagado. Y se aduce que esta característica especial de los bienes públicos es la que determina que los mercados no los produzcan, o por lo menos no en la cantidad o con la calidad suficientes, por lo cual se necesita la acción compensadora del Estado.6
Los ejemplos que ofrecen diferentes autores acerca de los presuntos bienes públicos varían muchísimo. A menudo clasifican de manera diferente el mismo bien o servicio, lo que hace que ninguna clasificación de un bien particular sea irrefutable; esto prefigura claramente el carácter ilusorio de toda la diferenciación.7 Hay, sin embargo, algunos ejemplos de bienes públicos que gozan de particular aceptación entre el público, como la brigada de bomberos, que al apagar un incendio evitan que la casa del vecino sea alcanzada por el fuego, con lo cual éste se beneficia aunque no haya contribuido en absoluto a financiarlo; o la policía, que patrulla las inmediaciones de mi casa e impide así que los ladrones entren en la de al lado, aunque su dueño no coopera para el mantenimiento de ese servicio; o el ejemplo del faro, uno de los preferidos por los economistas,8 que ayuda al barco a hallar su ruta aunque el dueño de éste no haya aportado nada para su construcción o conservación.
Antes de continuar con la presentación y el examen crítico de la teoría de los bienes públicos, investiguemos hasta qué punto resulta útil la distinción entre bienes privados y públicos para ayudar a decidir cuáles deben ser producidos en forma privada y cuáles por el Estado, o con ayuda de éste. Ni siquiera el análisis más superficial podría dejar de señalar que si se utiliza el supuesto criterio de no exclusión, en lugar de encontrar una solución razonable, se originarían grandes dificultades. Por lo menos a primera vista parecería que algunos de los bienes y servicios provistos por el Estado podrían calificarse verdaderamente como bienes públicos, pero no se ve con claridad cuántos de ellos, cuya producción está realmente a cargo de aquél, pueden incluirse en esa categoría. Los ferrocarriles, los servicios postales, los teléfonos, las calles y otros por el estilo, parecen ser bienes cuyo uso puede ser limitado a las personas que los financian, por lo cual se manifiestan como bienes privados. Lo mismo puede decirse sobre muchos aspectos de un bien tan polifacético como la «seguridad»: cualquier cosa pasible de ser asegurada puede calificarse como un bien privado. Con todo, esto no basta, ya que, así como hay un sinnúmero de bienes provistos por el Estado que parecen ser en realidad privados, también existen muchos, producidos en forma privada, que podrían incluirse en la clase de los bienes públicos. Es obvio que mis vecinos pueden disfrutar contemplando los rosales de mi jardín, con lo cual se benefician sin haberme ayudado jamás a cuidarlos. Lo mismo puede decirse de todas las mejoras que yo haya hecho en mi propiedad, que al mismo tiempo han aumentado el valor de las aledañas. La actuación de un músico callejero proporciona placer incluso a aquellos que no depositan una moneda en su gorra. Los pasajeros que viajan conmigo en el ómnibus no me han ayudado a comprar mi desodorante. Y todos aquellos que se relacionan conmigo son beneficiarios de los esfuerzos que he realizado, sin su aporte económico, para convertirme en una persona digna de aprecio. Entonces, todos estos bienes que poseen evidentemente características de bienes públicos —los rosales de mi jardín, las mejoras en mi propiedad, la música callejera, el desodorante, el perfeccionamiento personal—, ¿deben ser provistos por el Estado, o con ayuda de este?
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