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DUELO DE TITANES


Enviado por   •  29 de Septiembre de 2012  •  7.676 Palabras (31 Páginas)  •  794 Visitas

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El Padrino

Mario Puzo

“Detrás de cada gran fortuna hay un crimen” (Balzac)

PRIMERA PARTE

1

Amerigo Bonasera estaba sentado en la Sala 3 de lo Criminal de la Corte de

Nueva York. Esperaba justicia. Quería que los hombres que tan cruelmente

habían herido a su hija, y que, además, habían tratado de deshonrarla, pagaran

sus culpas.

El juez, un hombre de formidable aspecto físico, se recogió las mangas de la

toga, como si se dispusiera a castigar físicamente a los dos jóvenes que

permanecían de pie delante del tribunal. Su expresión era fría y majestuosa.

Sin embargo, Amerigo Bonasera tenía la sensación de que en todo aquello

había algo de falso, aunque no podía precisar el qué.

– Actuaron ustedes como unos completos degenerados –dijo el juez,

severamente.

Eso, eso, pensó Amerigo Bonasera. Animales. Animales. Los dos jóvenes, con

el cabello bien cortado y peinado, y el rostro claro y limpio, eran la viva imagen

de la contrición. Al oír las palabras del juez, bajaron humildemente la cabeza.

– Actuaron ustedes como bestias salvajes –prosiguió el juez–; y menos mal

que no agredieron sexualmente a aquella pobre chica, pues ello les hubiera

costado una pena de veinte años.

El representante de la justicia hizo una pausa. Sus ojos, enmarcados por unas

cejas sumamente pobladas, miraron disimuladamente al pálido Amerigo

Bonasera, para luego detenerse en un montón de documentos relacionados

con el caso que tenía delante. Frunció el ceño, como si lo que iba a decir a

continuación estuviera en desacuerdo con su punto de vista.

– Pero teniendo en cuenta su edad, su limpio historial, la buena reputación de

sus familias... y porque la ley, en su majestad, no busca venganzas de tipo

alguno, les condeno a tres años de prisión. La sentencia queda en suspenso.

Gracias a que llevaba cuarenta años en contacto más o menos directo con el

dolor, pues era propietario de una funeraria, el rostro de Amerigo Bonasera no

dejó traslucir en absoluto la decepción y el inmenso odio que le embargaban.

Su joven y bella hija estaba todavía en el hospital, reponiéndose de su

mandíbula rota ¿y aquellos dos bestias iban a quedar en libertad? ¡Todo había

sido una farsa! Miró a los felices padres, que en ese momento rodeaban a sus

queridos hijos, y pensó que eran plenamente dichosos; no cabía la menor

duda, sus sonrisas así lo indicaban.

Por la garganta de Bonasera subió una hiel negra y amarga, que le llegó a los

labios a través de los dientes fuertemente apretados. Se limpió la boca con el

blanco pañuelo que llevaba en el bolsillo. En aquel preciso instante los dos

jóvenes pasaron junto a él, sonrientes y confiados, sin dignarse a dirigirle una

mirada. Bonasera no dijo nada; se limitó a apretar el pañuelo contra sus labios.

Los padres de los bestias iban detrás. Tanto ellos como ellas tenían más o

menos su edad; pero vestían de forma más americana. Le miraron a

hurtadillas. La vergüenza se reflejaba en sus caras, aunque en sus ojos brillaba

una luz triunfante. Entonces Bonasera perdió el control.

– ¡Os prometo que lloraréis como yo he llorado! –gritó amargamente–. ¡Os haré

llorar como vuestros hijos me hacen llorar a mí! –había llevado el pañuelo hasta

sus ojos.

Los abogados defensores, con la mano en el brazo de sus defendidos,

indicaron a éstos que siguieran pasillo adelante, pues los dos jóvenes habían

retrocedido unos pasos, como si quisieran proteger a sus padres, aunque ya un

gigantesco alguacil corría para cerrar el paso a Bonasera. Pese a todo, no era

necesario.

Durante los años que llevaba en América, Amerigo Bonasera había confiado en

la ley, y no había tenido problemas. En ese momento, a pesar de que en su

cerebro hervía el odio, a pesar de sus inmensos deseos de comprar un arma y

matar a los dos jóvenes, Bonasera se volvió hacia su mujer, que todavía no se

había dado cuenta de la farsa que se había desarrollado ante sus ojos.

– Nos han puesto en ridículo –le dijo.

Guardó silencio y luego, con voz firme, sin temor alguno al precio que pudieran

exigirle, añadió:

– Si queremos justicia, deberemos arrodillarnos ante Don Corleone.

En la profusamente decorada suite de un hotel de Los Ángeles, Johnny

Fontane estaba tan borracho como pudiera estarlo cualquier marido celoso.

Tendido sobre una cama de color rojo, bebía whisky directamente de la botella

que tenía en la mano, y luego, para eliminar el mal sabor, sorbía un poco un

...

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