DUELO DE TITANES
sergio234629 de Septiembre de 2012
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El Padrino
Mario Puzo
“Detrás de cada gran fortuna hay un crimen” (Balzac)
PRIMERA PARTE
1
Amerigo Bonasera estaba sentado en la Sala 3 de lo Criminal de la Corte de
Nueva York. Esperaba justicia. Quería que los hombres que tan cruelmente
habían herido a su hija, y que, además, habían tratado de deshonrarla, pagaran
sus culpas.
El juez, un hombre de formidable aspecto físico, se recogió las mangas de la
toga, como si se dispusiera a castigar físicamente a los dos jóvenes que
permanecían de pie delante del tribunal. Su expresión era fría y majestuosa.
Sin embargo, Amerigo Bonasera tenía la sensación de que en todo aquello
había algo de falso, aunque no podía precisar el qué.
– Actuaron ustedes como unos completos degenerados –dijo el juez,
severamente.
Eso, eso, pensó Amerigo Bonasera. Animales. Animales. Los dos jóvenes, con
el cabello bien cortado y peinado, y el rostro claro y limpio, eran la viva imagen
de la contrición. Al oír las palabras del juez, bajaron humildemente la cabeza.
– Actuaron ustedes como bestias salvajes –prosiguió el juez–; y menos mal
que no agredieron sexualmente a aquella pobre chica, pues ello les hubiera
costado una pena de veinte años.
El representante de la justicia hizo una pausa. Sus ojos, enmarcados por unas
cejas sumamente pobladas, miraron disimuladamente al pálido Amerigo
Bonasera, para luego detenerse en un montón de documentos relacionados
con el caso que tenía delante. Frunció el ceño, como si lo que iba a decir a
continuación estuviera en desacuerdo con su punto de vista.
– Pero teniendo en cuenta su edad, su limpio historial, la buena reputación de
sus familias... y porque la ley, en su majestad, no busca venganzas de tipo
alguno, les condeno a tres años de prisión. La sentencia queda en suspenso.
Gracias a que llevaba cuarenta años en contacto más o menos directo con el
dolor, pues era propietario de una funeraria, el rostro de Amerigo Bonasera no
dejó traslucir en absoluto la decepción y el inmenso odio que le embargaban.
Su joven y bella hija estaba todavía en el hospital, reponiéndose de su
mandíbula rota ¿y aquellos dos bestias iban a quedar en libertad? ¡Todo había
sido una farsa! Miró a los felices padres, que en ese momento rodeaban a sus
queridos hijos, y pensó que eran plenamente dichosos; no cabía la menor
duda, sus sonrisas así lo indicaban.
Por la garganta de Bonasera subió una hiel negra y amarga, que le llegó a los
labios a través de los dientes fuertemente apretados. Se limpió la boca con el
blanco pañuelo que llevaba en el bolsillo. En aquel preciso instante los dos
jóvenes pasaron junto a él, sonrientes y confiados, sin dignarse a dirigirle una
mirada. Bonasera no dijo nada; se limitó a apretar el pañuelo contra sus labios.
Los padres de los bestias iban detrás. Tanto ellos como ellas tenían más o
menos su edad; pero vestían de forma más americana. Le miraron a
hurtadillas. La vergüenza se reflejaba en sus caras, aunque en sus ojos brillaba
una luz triunfante. Entonces Bonasera perdió el control.
– ¡Os prometo que lloraréis como yo he llorado! –gritó amargamente–. ¡Os haré
llorar como vuestros hijos me hacen llorar a mí! –había llevado el pañuelo hasta
sus ojos.
Los abogados defensores, con la mano en el brazo de sus defendidos,
indicaron a éstos que siguieran pasillo adelante, pues los dos jóvenes habían
retrocedido unos pasos, como si quisieran proteger a sus padres, aunque ya un
gigantesco alguacil corría para cerrar el paso a Bonasera. Pese a todo, no era
necesario.
Durante los años que llevaba en América, Amerigo Bonasera había confiado en
la ley, y no había tenido problemas. En ese momento, a pesar de que en su
cerebro hervía el odio, a pesar de sus inmensos deseos de comprar un arma y
matar a los dos jóvenes, Bonasera se volvió hacia su mujer, que todavía no se
había dado cuenta de la farsa que se había desarrollado ante sus ojos.
– Nos han puesto en ridículo –le dijo.
Guardó silencio y luego, con voz firme, sin temor alguno al precio que pudieran
exigirle, añadió:
– Si queremos justicia, deberemos arrodillarnos ante Don Corleone.
En la profusamente decorada suite de un hotel de Los Ángeles, Johnny
Fontane estaba tan borracho como pudiera estarlo cualquier marido celoso.
Tendido sobre una cama de color rojo, bebía whisky directamente de la botella
que tenía en la mano, y luego, para eliminar el mal sabor, sorbía un poco un
vaso lleno de agua y cubitos de hielo. Eran las cuatro de la madrugada; su
mente ebria elaboraba fantásticos planes para asesinar a su infiel mujer tan
pronto como ésta volviera a casa.
Si es que volvía. Era demasiado tarde para llamar a su primera esposa y
preguntarle por los niños; tampoco serviría de nada telefonear a alguno de sus
amigos, ahora que su carrera estaba prácticamente destrozada. Hubo un
tiempo en que muchos se hubieran sentido halagados de recibir su llamada;
ahora ya no. No pudo contener una leve sonrisa al pensar cómo, tiempo atrás,
los problemas de Johnny Fontane habían quitado el sueño a algunas de las
más rutilantes estrellas de América.
Finalmente, mientras sorbía el enésimo trago, oyó que abrían la puerta. Siguió
bebiendo hasta que su mujer se plantó ante él. Le pareció hermosísima, con su
cara angelical, sus espirituales ojos color violeta y su cuerpo, frágil pero
perfectamente formado. En la pantalla, su belleza destacaba todavía más. Cien
millones de hombres de todo el mundo estaban enamorados del rostro de
Margot Ashton, y pagaban por verlo en la pantalla.
– ¿Dónde diablos has estado? –preguntó Johnny Fontane.
– Por ahí... –fue la respuesta.
Evidentemente, Margot había juzgado erróneamente la borrachera de su
marido. Vio que derribaba la mesita de cóctel y sintió que sus dedos le
atenazaban la garganta. Johnny estaba furioso, pero al ver tan de cerca el
mágico rostro de su mujer, con aquellos fascinantes ojos violeta, su ira
desapareció y volvió a sentirse inerme. Entonces ella cometió el error de
sonreír burlonamente. Él cerró los puños y su brazo derecho tomó impulso.
– ¡En la cara no, Johnny! ¡Estoy haciendo una película! –gritó Margot.
La golpeó en el estómago. Ella cayó al suelo, y Johnny se le echó encima.
Podía oler su aliento fragante, mientras ella luchaba por respirar. Golpeó a su
esposa en los brazos y en los bronceados muslos. La golpeó como años atrás
lo había hecho con los chicos del barrio. Era un castigo doloroso, pero que no
provocaría ninguna desfiguración duradera, ni la pérdida de dientes, o la
deformación de la nariz.
Sin embargo, sus puñetazos no tenían fuerza suficiente. No podía pegarle, algo
se lo impedía. Y ella se mofó abiertamente. Tendida en el suelo, con el vestido
subido hasta los muslos, Margot gritó, riendo:
– ¡Vamos, Johnny, sigue golpeando si ello te divierte!
Johnny Fontane se levantó. La odiaba, pero nada podía contra su mágica
belleza. Con una ágil pirueta de bailarina, Margot se levantó. Quedó frente a su
marido y se puso a bailar a su alrededor, al tiempo que cantaba: “Johnny no me
hace daño, Johnny no me hace daño”.
– ¡Pobre hombre! –añadió con voz triste–. Se entretiene dándome azotes,
como si yo fuera una niña. Siempre serás un chiquillo romántico y estúpido;
incluso haciendo el amor eres infantil. Te imaginas que ha de ser algo tan
suave y aletargado como las canciones que cantabas.
Meneó la cabeza y añadió:
– Pobre Johnny. Adiós, Johnny.
Luego se dirigió a su dormitorio y él oyó que cerraba la puerta con llave.
Johnny estaba sentado en el suelo, con el rostro entre las manos. La
humillación y el desespero lo abrumaban. Poco después, sin embargo, la
dureza que le había ayudado a sobrevivir en la jungla de Hollywood le hizo
buscar el teléfono y pedir un automóvil que le trasladara al aeropuerto. Había
una persona que podía salvarlo. Regresaría a Nueva York y acudiría al hombre
que tenía el poder y la sabiduría que él necesitaba, al hombre que le apreciaba
sinceramente, al único hombre en quien todavía confiaba. Su padrino Corleone.
El panadero Nazorine, un hombre regordete y tosco como sus enormes panes
italianos, cubierto por una capa de harina, miró ceñudamente a su mujer, a su
hija casadera, Katherine, y a su ayudante en la tahona, Enzo. Este último
llevaba el uniforme de prisionero de guerra, con una inscripción en letras
verdes sobre la manga, y el mero pensamiento de que la escena que iba a
seguir podía hacerle llegar tarde a la oficina del gobernador de la Isla, donde
tenía que presentarse periódicamente, le aterrorizaba. Era uno de los miles de
prisioneros del Ejército italiano que tenían permiso para trabajar en América, y
vivía bajo el constante temor
...