El Cerebro Emocional
en_mo_va26 de Octubre de 2014
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1. ¿PARA QUÉ SIRVEN LAS EMOCIONES?
Sólo se puede ver correctamente con el corazón; lo esencial permanece invisible para el ojo.
Antoine de Saint-Exupéry, El principito
Ahora, los últimos momentos de las vidas de Gary y Mary Jane Chauncey, un matrimonio completamente entregado a Andrea, su hija de once años, a quien una parálisis cerebral terminó confinando a una silla de ruedas. Los Chauncey viajaban en el tren anfibio que se precipitó a un río de la región pantanosa de Louisiana después de que una barcaza chocara contra el puente del ferrocarril y lo semidestruyera. Pensando exclusivamente en su hija Andrea, el matrimonio hizo todo lo posible por salvarla mientras el tren iba sumergiéndose en el agua y se las arreglaron, de algún modo, para sacarla a través de una ventanilla y ponerla a salvo en manos del equipo de rescate. Instantes después, el vagón terminó sumergiéndose en las profundidades y ambos perecieron. La historia de Andrea, la historia de unos padres cuyo postrero acto de heroísmo fue el de garantizar la supervivencia de su hija, refleja unos instantes de un valor casi épico. No cabe la menor duda de que este tipo de episodios se habrá repetido en innumerables ocasiones a lo largo de la prehistoria y la historia de la humanidad, por no mencionar las veces que habrá ocurrido algo similar en el dilatado curso de la evolución. Desde el punto de vista de la biología evolucionista, la autoinmolación parental está al servicio del «éxito reproductivo» que supone transmitir los genes a las generaciones futuras, pero considerado desde la perspectiva de unos padres que deben tomar una decisión desesperada en una situación limite, no existe más motivación que el amor. Este ejemplar acto de heroísmo parental, que nos permite comprender el poder y el objetivo de las emociones, constituye un testimonio claro del papel desempeñado por el amor altruista —y por cualquier otra emoción que sintamos— en la vida de los seres humanos. De hecho, nuestros sentimientos, nuestras aspiraciones y nuestros anhelos más profundos constituyen puntos de referencia ineludibles y nuestra especie debe gran parte de su existencia a la decisiva influencia de las emociones en los asuntos humanos. El poder de las emociones es extraordinario, sólo un amor poderoso —la urgencia por salvar al hijo amado, por ejemplo— puede llevar a unos padres a ir más allá de su propio instinto de supervivencia individual. Desde el punto de vista del intelecto, se trata de un sacrificio indiscutiblemente irracional pero, visto desde el corazón, constituye la única elección posible. Cuando los sociobiólogos buscan una explicación al relevante papel que la evolución ha asignado a las emociones en el psiquismo humano, no dudan en destacar la preponderancia del corazón sobre la cabeza en los momentos realmente cruciales. Son las emociones —afirman— las que nos permiten afrontar situaciones demasiado difíciles —el riesgo, las pérdidas irreparables, la persistencia en el logro de un objetivo a pesar de las frustraciones, la relación de pareja, la creación de una familia, etcétera— como para ser resueltas exclusivamente con el intelecto. Cada emoción nos predispone de un modo diferente a la acción; cada una de ellas nos señala una dirección que, en el pasado, permitió resolver adecuadamente los innumerables desafíos a que se ha visto sometida la existencia humana. En este sentido, nuestro bagaje emocional tiene un extraordinario valor de supervivencia y esta importancia se ve confirmada por el hecho de que las emociones han terminado integrándose en el sistema nervioso en forma de tendencias innatas y automáticas de nuestro corazón. Cualquier concepción de la naturaleza humana que soslaye el poder de las emociones pecará de una lamentable miopía. De hecho, a la luz de las recientes pruebas que nos ofrece la ciencia sobre el papel desempeñado por las emociones en nuestra vida, hasta el mismo término homo sapiens —la especie pensante— resulta un tanto equivoco. Todos sabemos por experiencia propia que nuestras decisiones y nuestras acciones dependen tanto —y a veces más— de nuestros sentimientos como de nuestros pensamientos. Hemos sobrevalorado la importancia de los aspectos puramente racionales (de todo lo que mide el CI) para la existencia humana pero, para bien o para mal, en aquellos momentos en que nos vemos arrastrados por las emociones, nuestra inteligencia se ve francamente desbordada.
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
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CUANDO LA PASION DESBORDA A LA RAZON
Fue una terrible tragedia. Matilda Crabtree, una niña de catorce años, quería gastar una broma a sus padres y se ocultó dentro de un armario para asustarles cuando éstos, después de visitar a unos amigos, volvieran a casa pasada la medianoche. Pero Bobby Crabtree y su esposa creían que Matilda iba a pasar la noche en casa de una amiga. Por ello cuando, al regresar a su hogar, oyeron ruidos. Crabtree no dudó en coger su pistola, dirigirse al dormitorio de Matilda para averiguar lo que ocurría y dispararle a bocajarro en el cuello apenas ésta salió gritando por sorpresa del interior del armario. Doce horas más tarde, Matilda Crabtree fallecía. El miedo que nos lleva a proteger del peligro a nuestra familia constituye uno de los legados emocionales con que nos ha dotado la evolución. El miedo fue precisamente el que empujó a Bobby Crabtree a coger su pistola y buscar al intruso que creía que merodeaba por su casa. Pero aquel mismo miedo fue también el que le llevó a disparar antes de que pudiera percatarse de cuál era el blanco, antes incluso de que pudiera reconocer la voz de su propia hija. Según afirman los biólogos evolucionistas, este tipo de reacciones automáticas ha terminado inscribiéndose en nuestro sistema nervioso porque sirvió para garantizar la vida durante un periodo largo y decisivo de la prehistoria humana y, más importante todavía, porque cumplió con la principal tarea de la evolución, perpetuar las mismas predisposiciones genéticas en la progenie. Sin embargo, a la vista de la tragedia ocurrida en el hogar de los Crabtree, todo esto no deja de ser una triste ironía. Pero, si bien las emociones han sido sabias referencias a lo largo del proceso evolutivo, las nuevas realidades que nos presenta la civilización moderna surgen a una velocidad tal que deja atrás al lento paso de la evolución. Las primeras leyes y códigos éticos -el código de Hammurabi, los diez mandamientos del Antiguo Testamento o los edictos del emperador Ashoka— deben considerarse como intentos de refrenar, someter y domesticar la vida emocional puesto que, como ya explicaba Freud en El malestar de la cultura, la sociedad se ha visto obligada a imponer normas externas destinadas a contener la desbordante marea de los excesos emocionales que brotan del interior del individuo. No obstante, a pesar de todas las limitaciones impuestas por la sociedad, la razón se ve desbordada de tanto en tanto por la pasión, un imponderable de la naturaleza humana cuyo origen se asienta en la arquitectura misma de nuestra vida mental. El diseño biológico de los circuitos nerviosos emocionales básicos con el que nacemos no lleva cinco ni cincuenta, sino cincuenta mil generaciones demostrando su eficacia. Las lentas y deliberadas fuerzas evolutivas que han ido modelando nuestra vida emocional han tardado cerca de un millón de años en llevar a cabo su cometido, y de éstos, los últimos diez mil —a pesar de haber asistido a una vertiginosa explosión demográfica que ha elevado la población humana desde cinco hasta cinco mil millones de personas— han tenido una escasa repercusión en las pautas biológicas que determinan nuestra vida emocional. Para bien o para mal, nuestras valoraciones y nuestras reacciones ante cualquier encuentro interpersonal no son el fruto exclusivo de un juicio exclusivamente racional o de nuestra historia personal, sino que también parecen arraigarse en nuestro remoto pasado ancestral. Y ello implica necesariamente la presencia de ciertas tendencias que, en algunas ocasiones —como ocurrió, por ejemplo, en el lamentable incidente acaecido en el hogar de los Crabtree—, pueden resultar ciertamente trágicas. Con demasiada frecuencia, en suma, nos vemos obligados a afrontar los retos que nos presenta el mundo postmoderno con recursos emocionales adaptados a las necesidades del pleistoceno. Éste, precisamente, es el tema fundamental sobre el que versa nuestro libro.
Impulsos para la acción
Un día de comienzos de primavera, yo me hallaba atravesando un puerto de montaña de una carretera de Colorado cuando, de pronto, mi vehículo se vio atrapado en una ventisca. La cegadora blancura del remolino de nieve era tal que, por más que entornara la mirada, no podía ver absolutamente nada. Disminuí entonces la velocidad mientras la ansiedad se apoderaba de mi cuerpo y podía escuchar con claridad los latidos de mi corazón. Pero la ansiedad terminó convirtiéndose en miedo y entonces detuve mi coche a un lado de la calzada dispuesto a esperar a que amainase la tormenta. Media hora más tarde dejó de nevar, la visibilidad volvió y pude proseguir mi viaje. Unos pocos centenares de metros más abajo, sin embargo, me vi obligado a detenerme de nuevo porque dos vehículos que habían colisionado bloqueaban la carretera mientras el equipo de una ambulancia auxiliaba a uno de los pasajeros. De haber seguido adelante en medio de la tormenta, es muy probable que yo también hubiera chocado con ellos. Tal vez aquel día el miedo me salvara la vida. Como un conejo paralizado de terror ante las huellas de un zorro —o como un protomamifero ocultándose de la mirada de un dinosaurio— me vi arrastrado por
Daniel Goleman Inteligencia Emocional
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un estado interior que
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