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Enviado por   •  23 de Enero de 2015  •  5.198 Palabras (21 Páginas)  •  172 Visitas

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El poder centralizado del Estado, con sus órganos omnipresentes —ejercito permanente, policía, burocracia, clero y magistratura— elaborados según un plan de división sistemática y jerárquica del trabajo, data de la época de la monarquía absoluta, durante la cual servía a la sociedad burguesa naciente como arma poderosa en sus luchas contra el feudalismo.

»Sin embargo, su desarrollo permanecía trabado por restos medievales de todo tipo: prerrogativas de los señores feudales y de los nobles, privilegios locales, monopolios municipales y corporativos y Constituciones provinciales. El gigantesco vendaval de la Revolución Francesa del siglo XVIII barrió con todos esos restos de épocas superados, liberando así, al mismo tiempo, al sustrato social de los últimos obstáculos que se oponían a la superestructura del edificio del Estado moderno. Este fue edificado bajo el Primer Imperio... »[4]

El Estado centralizado y burocrático moderno no es más que una de las formas históricas de la organización social y de la gestión. Fue edificado a partir de las estructuras políticas medievales —corresponde a un nuevo modo de producción, a la dominación de una nueva clase. Si, para la clase obrera, la revolución proletaria consistía, simplemente, como lo querían Marx y Engels en su programa del Manifiesto Comunista, en apoderarse de la máquina del Estado esto no podía engendrar, tal como la historia lo ha demostrado, más que nuevas formas de dominación. La Comuna demostró a Marx que se podía ir más lejos, que era necesario ir más lejos y crear otras formas, inéditas, de gestión. De ahí la corrección de las perspectivas: en 1848; se trataba de apoderarse de un «instrumento»; la revolución es una toma de poder. En 1871, la revolución tiene como función, simplemente, destruir la superestructura, y liberar así la espontaneidad creadora del «cuerpo social». Es imposible, en consecuencia, predecir en qué consistirá la organización en la sociedad socialista; sólo se puede indicar que. será verdaderamente colectiva y que la función instituyente ya no quedará entre las manos de unos pocos. La Revolución debe reemplazar a la institución por la institucionalización.

La autogestión es, antes que nada, esa liberación de las fuerzas instituyentes.

Medio siglo más tarde, algunos psicosociólogos proporcionaron, sin proponérselo, la prueba experimental de que la autogestión podía ser, no un riesgo de desorden improductivo, sino, al contrario, una condición de mejor rendimiento —respondiendo así a quienes colocan el problema del rendimiento y de la productividad en el primer plano de las dificultades atribuidas a las soluciones de autogestión en la producción.

La investigación, ya clásica de L. Coch y J. French [5] demostró que los cambios son aceptados y realizados con mayor facilidad cuando son decididos por los propios interesados —es decir, por los propios trabajadores— y no por la burocracia de la empresa.

Por lo tanto, la reivindicación política que concierne a la sociedad socialista no contradice los estudios antropológicos que, sobre el tema, se han realizado.

La autogestión pedagógica se ubica en ese contexto y en ese punto de convergencia.

Nuestro trabajo de investigación sobre las instituciones educativas fue preparado, también, por los progresos realizados en otro sector —el de la «terapéutica institucional»— en el que encontró, además, puntos de apoyo. Progresivamente, fuimos descubriendo que nuestras críticas, primero, y nuestras construcciones teóricas y metodológicas, más tarde, coincidían con el camino recorrido desde 1942 por los psiquiatras institucionalistas. Como ellos, después de haber practicado en pedagogía los métodos de grupo y las «técnicas Freinet», descubrimos, pero veinte años más tarde, en 1962, que el significado final de lo que ocurre en el campo de la formación sólo surge a la superficie a partir del momento en que nos decidimos a tomar en cuenta su dimensión institucional. Los psicoterapeutas lo habían descubierto en el ejercicio de las terapias grupales, cuya eficacia se veía limitada, si no abolida, por el cuadro institucional; y nosotros, por nuestra parte, tuvimos que admitir que los «grupos de formación» veían limitada su eficacia por la ignorancia, en ios mejores formadores, del análisis institucional de las estructuras que organizan la formación y en las que esta se apoya.

Entonces nació la pedagogía institucional, y con ella, su instrumento técnico: la autogestión pedagógica. Para subrayar ese vínculo profundo entre tres prácticas institucionales —la terapia, la pedagogía y el análisis, o mejor aun, el socioanálisis, hicimos lo que Daumezon había hecho con la psiquiatría dentro de la institución: propusimos llamar pedagogía institucional, como ya queda dicho, a esa nueva concepción de la pedagogía y del análisis que busca el inconsciente del grupo en sus «Instituciones» y la eficacia de la formación en el manejo de esas mismas instituciones.

Hay, como mínimo, dos puntos comunes entre las dos prácticas institucionales: un trabajo crítico de revisión respecto a la orientación hasta ahora más avanzada de la pedagogía francesa —el movimiento Freinet—, y otro trabajo crítico, orientado esta vez, hacia las técnicas de grupo elaboradas por las distintas corrientes de la sociometría, de la dinámica de grupo y de las terapéuticas de grupo. Un tercer punto común surge del descubrimiento concreto de los frenos burocráticos que se encuentra en las organizaciones de cura o de formación que llamamos instituciones: instituciones educativas o instituciones terapéuticas. Cuando, por ejemplo, F. Tosquelles, en una obra de reciente publicación, declara, después de Moreno, que es necesario «curar la institución», creo poder entender que piensa, en primer lugar, en la necesidad de una desburocratización que podría, al menos, eliminar los frenos burocráticos susceptibles de aniquilar los esfuerzos del psiquiatra o del educador.

Pero esta actividad socioterapéutica respecto a las instituciones burocratizadas se propone metas más ambiciosas cuando decide, como lo han hecho los psicoterapeutas, construir otras instituciones que tendrían, estas sí, una función verdadera ment terapéutica. Aquí surge la principal dificultad: se trata de saber, en efecto, quién va a construir esas nuevas instituciones: ¿los terapeutas o los pacientes? F. Tosquelles suele decir, que los enfermos «se curan por la institucionalización»; lo que supone que se busca hacer actuar, en la terapéutica, conductas instituyentes que se podrán manejar de acuerdo a finalidades médicas. Con estas investigaciones[6] había nacido una práctica institucional: la psicoterapia institucional. Un

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