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De La Educación De Los Hijos


Enviado por   •  6 de Junio de 2013  •  14.459 Palabras (58 Páginas)  •  303 Visitas

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De la educación de los hijos

Michel de Montaigne

A la señora Diana de Foix, condesa de Gurson

Jamás vi padre, por enclenque, jorobado y lleno de achaques que su hijo fuera, que consintiese en reconocerle como tal; y no es que no vea sus máculas, a menos que el amor le ciegue, sino porque le ha dado el ser. Así yo veo mejor que los demás que estás páginas no son sino las divagaciones de un hombre que sólo ha penetrado de las ciencias la parte más superficial, y eso en su infancia, no habiendo retenido de las mismas sino un poco de cada cosa. Sé, en definitiva, que existe una ciencia que se llama medicina, otra jurisprudencia, cuatro partes de matemáticas, y muy someramente el objetivo de cada una de ellas; quizás conozco el servicio que dichas ciencias prestan al uso de la vida, pero de mayores interioridades no estoy al cabo; ni mi cabeza se ha trastornado estudiando a Aristóteles, príncipe de la doctrina moderna, ni tampoco empeñándose en el estudio de ninguna enseñanza determinada, ni hay arte del cual yo pueda trazar ni siquiera los primeros rudimentos; no hay muchacho de las clases elementales que no pueda aventajarme, y a tal punto alcanza mi insuficiencia, que, ni siquiera me sentiría capaz de interrogarle sobre la primera lección de su asignatura; y si se me obligara a hacerle tal o cual pregunta, mi incompetencia haría que le propusiera alguna cuestión general, por la cual podría juzgar de su natural disposición, dicha cuestión le sería tan desconocida como a mí la elemental.

Aparte de los de Séneca y Plutarco, de donde extraigo mi caudal, como los Danaides, llenándolo y vaciándolo perpetuamente, no he tenido comercio con ningunos otros libros de sólida doctrina. De esos escritores algo quedará en este libro, casi nada en mi cabeza. En materia de autores, me inclino a los de historia y poesía, pues como Cleantes opinaba, así como la voz encerrada en el estrecho tuvo de una trompeta surge más agria y más fuerte, así entiendo yo que sentencia comprimida por la poesía brota más bruscamente y me hiere con más viva sacudida. En cuanto a mis facultades doblegar bajo su pesada carga; marchan mis conceptos y juicios a tropezones, tambaleándose, dando traspiés, y cuando recorro la mayor distancia a que mis fuerzas alcanzan ni siquiera me siento medianamente satisfecho, diviso todavía algo más allá, pero con vista alterada y nubosa, que me siento incapaz de aclarar. Haciendo propósito de hablar de todo aquello que buenamente se ofrece a mi espíritu con el solo socorro de mis ordinarias fuerza acontéceme a veces hallar tratados en los buenos autores, lo mismo que asuntos sobre los que discurro, como el capítulo sobre la fuerza de imaginación, materia que trató ya Plutarco. Comparando mis razones con las de tales maestros, siéntome tan débil y tan mezquino, tan pesado y adormecido, que me compadezco, y a mí mismo me menosprecio; congratúlame, en cambio, el que a veces quepa a mis opiniones el honor de coincidir con la de los antiguos, así los sigo al menos de lejos y reconozco lo que no todos reconocen: la extrema diferencia entre ellos y yo. Mas a pesar de todo dejo correr mis invenciones débiles y bajas como son, tales como han salido de mi pluma, sin remendar los defectos que la comparación me ha hecho descubrir.

Preciso es tener en sus propias fuerzas toda la confianza posible para marchar frente a frente de tales autores. Los indiscretos escritores de nuestro siglo, cuyas insignificantes obras están llenas de pasajes enteros de los antiguos, que para procurarse honor se apropian, practican lo contrario; y la diferencia entre lo suyo y lo que toman prestado es tan grande, que da a sus escritos un aspecto pálido, descolorido y feo, con el cual pierden más que ganan.

Dos filósofos de la antigüedad tenían bien distinta manera de pensar y proceder en sus escritos: Crisipo incluía en sus obras, no ya sólo pasajes, sino libros enteros de otros autores, y en una incluyó la Medea, de Eurípides: Apoliodoro decía de este filósofo que, suprimiendo lo prestado, en sus obras no quedaría más que el papel en blanco. Epicuro, por el contrario, en trescientos volúmenes que compuso jamás empleó citas ni juicios ajenos.

Ocurrióme poco ha tropezar con un pasaje de éstos, para llegar al cual había tenido que arrastrarme languideciendo por medio de frases huecas, tan exangües, descarnadas y vacías de sentido, todas ellas sin meollo ni sustancia, que no eran, en suma, sino palabras amalgamadas unas y otras; al cabo de un largo y fastidioso camino me encontré con un trozo alto, rico y elevado hasta rayar en las nubes. Si hubiera encontrado la pendiente más suave y la subida algo áspera, la cosa hubiera sido natural; pero llegué a un precipicio tan derecho y tan recortado, que a las seis palabras primeras eché de ver que me hallaba en otro mundo distinto; desde él pude descubrir la hondonada de donde venía, tan baja y tan profunda que no tuve luego el valor necesario para descender de nuevo. Si yo adornara alguno de mis escritos con tan ricos despojos, haría resaltar demasiado la insignificancia de los demás. Descubrir en otro mis propias faltas me parece tan lícito como reprender, lo que suelo hacer a veces, las de otro en mí; preciso es acusarlas en todos y hacer que desaparezca todo pretexto de excusa. Bien se me alcanza cuán audazmente pongo mis ideas en parangón con las de los autores célebres, a todo propósito; más no lo hago por temeraria esperanza de engañar a nadie con ajenos adornos, sino para demostrar mejor mis asertos y razonamiento, para mayor servicio del lector. Sin contar con que tampoco me pongo a luchar frente a frente ni cuerpo a cuerpo con campeones de tanto fuste; ejecuto sólo menudos y ligeros ataques, no me lanzo contra ellos, los tanteo, y no los acometo tanto como temo acometerlos. Si pudiera caminar a la par, obraría como hombre vigoroso y fuerte, porque sólo los acometo por sus máximas más elevadas. Practicar lo que he visto en algunos, adornarse con armas ajenas hasta el punto de dejar invisible las propias, conducir los razonamientos como sólo es lícito que lo hagan los sabios verdaderos, parapetándose en las ideas de los antiguos, hurtándolas de aquí y de allá y querer hacerlas pasar por propias, cosa es al par que injusta, cobarde, porque los que tal hacen no teniendo nada que les pertenezca, pretenden alcanzar méritos con lo que no es suyo. Es además suprema torpeza, pues los tales se contentan con ignorante aprobación del vulgo y se desacreditan ante las gentes de entendimiento, que advierten la incrustación de ajenas cosas, y de las cuales sólo la alabanza tiene peso y merece estima.

Nada más lejos de mi designio que semejantes procederes; yo no cito los otros sino para expresar mi pensamiento

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