ELOGIO DE LOS JUECES
dianarios7 de Julio de 2011
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Este libro comienza por cuestionar a quienes dicen que: “la justicia es un juego al que no hay que tomar en serio”, pero más bien es de quienes quieran y deseen tomarla, pero sobre todo de la convicción de hacer vale lo justo y de que se tiene la razón de lo que se esta defendiendo, aunque en el camino nos encontremos con abogados poco escrupulosos, mañosos y muy colmilludos para conseguir que su cliente tenga la razón aunque a su paso tengan que corromper la leyes y a quienes están “según” para hacer valer las leyes. ¿Qué pesa más? La intriga y la corrupción o la razón y la ley, por ello el abogado servil esta convencido de la justicia de su causa y sepa exponer sus razones con sencillez y claridad, se dará cuenta de que los jueces casi siempre de que los jueces, cuando más evidente es la desproporción de fuerzas entre los contradictores, tanto más dispuestos están, aún dedicando su admiración al de más mérito, a proteger al menos dotado de mañas, por ello tienden a favorecer a los más débiles desde su perspectiva, claro esta cuando se llegan a encontrar con un juez de buen corazón y encaminado como comúnmente decimos “a las causa justas”, y hacer comprender al juez que contra las astucias del adversario, el abogado modesto no sabe blandir más ama que la confianza en la justicia. El esfuerzo desesperado de quien busca la justicia, no es siempre infructuoso aunque su sed no se satisfaga: “bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia”.
Quienes pensamos que el buen funcionamiento de la justicia, más que de las leyes, depende de los hombres que la administran, no creemos que pueda haber una mejor señal de la calidad del servicio de administración de justicia que el que hace valer el juez, ya que es el derecho hecho hombre. Por otro lado, entre la previsión del abogado y la verdad oficial que se dirá al final de la sentencia, se interpone toda una serie de obstáculos a través de los cuales se enreda y con frecuencia se rompe el hilo de la previsión, que desvían o impiden el paso de la ley. El abogado reacciona a los hechos de manera muy diversa según su visión de las cosas. Cada uno garantiza a su cliente el éxito de su caso, basta examinar y conjugar la leyes implícitas en los Códigos de Procedimientos Civiles o Penales un buen funcionamiento de la justicia, pero de las formalidades externas depende el buen funcionamiento de la justicia así como en los procedimientos. En este sentido mejor tendríamos que estudiar a los hombres que han de resolver el conflicto, en lugar de buscar la solución en los códigos , que sólo contienen formulas abstractas, hay que buscarlas el los jueces con la finalidad de observar sus ambiciones, amistades, en fin un innumerable listado de cosas que harán tomar al juez una resolución ya sea a favor de nosotros o de nuestro adversario.
El pleito puede ser ganado aun cuando no se haya aprendido al pie de la letra las leyes, aunque debemos tomar en cuenta que la justicia no es para tomarse a broma sino por el contrario debemos tomarla demasiado enserio.
Los abogados deben ser personas correctas y discretas que conocen perfectamente y practican todas las reglas de la buena educación, para si nos los llegáramos a encontrar fuera un verdadero encanto para los que conversan con ellos, ya que sabrán modular su nivel de voz y las palabras correctas para dirigirse hacia los demás, además de no prolongarse demasiado en lo que dicen, ser concisos, pero que contradictorio porque a la hora que se enfrenta con su adversario en el litigio olvidan todo esto y se transforman en las personas más primitivas que pueda haber.
Cuando el abogado habla ante el juez tiene la impresión de que la opinión de éste sea contraria a la suya, por lo que no puede desafiar claramente como lo haría con su adversario. Debe hacer ver ante el juez la situación de la cual es defensor, de manera tal que sea convincente.
De éste inconveniente deriva, en la clásica oratoria forense, el frecuente recurso a la preterición, figura retórica de la hipocresía; la cual aflora por fin en ciertas frases de estilo, como en aquella tan torpe y de que tanto se ha abusado, con la que el abogado, cuando quiere recordar al juez alguna doctrina, dice muy suavemente quererla recordar a sí mismo. Típico es, como ejemplo de tal pendiente, el exordio de aquel defensor que debiendo sostener una determinada tesis jurídica ante una Sala que había ya resuelto dos veces la misma cuestión contradiciéndose.
La Toga, igual para todos, reduce a quien la viste a ser un defensor del derecho, “un abogado” como quien se sienta en las sedes del Tribunal en “juez”, sin adición de nombre o título. Inapreciable es el abogado de quien el juez, termina la discusión, no recuerda ni los gestos, ni la cara, ni el nombre; pero si los argumentos que han salido de aquella toga sin nombre, que hará triunfar la causa del cliente. La justicia no sabe qué hacer con aquellos abogados que acuden a los Tribunales, no para aclarar a los jueces las razones del cliente, sino para mostrare a sí mismos y poner de manifiesto sus propias cualidades oratorias. El defensor debe tratar únicamente de proyectar su virtud llana acerca de los hechos y los argumentos de la causa que lo llevaron hasta ahí, y olvidarse de él. Ser transparentes y, a su vez darse anotar, algo tan complicado me mezclar, pero no imposible. Cuando los jueces se percatan de que el abogado se ha vanagloriado de sus innumerables cualidades toma esto como una gran falta de respeto, por ello este debe de dar sus discursos de una manera tan discreta como para que le juez de por darle la razón a sus argumentos.
Los jueces deberían percatarse del ánimo de los abogados, aunque estos traten de ocultar su verdadero estado.
Lo abogados nacen, pero los jueces se hacen ya que a los largo de los años van adquiriendo experiencia, sensatez y prudencia, cualidades que ofrecen estas personas, sin olvidar que el juez ha sido un joven abogado con aquellas ilusiones que los caracteriza pero con los pies en la tierra, con ideas más aterrizadas.
El estudio de ciertas semejanzas y de ciertas diferencias entre jueces y abogados indica que el abogado es la bullidora y generosa juventud del juez, en tanto que el juez es la ancianidad reposada y ascética del abogado. A su vez, mientras el abogado, al asumir una defensa tiene su camino trazado, el juez se enfrenta a un solo deber: el juzgar, más allá de las naturales limitaciones del alma humana.
El aforismo nemo iudex sine actore, lo que enuncia que no existe juez si no hay actor), no expresa solamente un principio jurídico, sino que tiene también un amplio alcance psicológico, en cuanto explica que, no por reprochable desidia, sino por necesidad institucional de su función, el juez debe adoptar en el proceso una actitud estática, esperando sin alteración y sin curiosidad que otro venga a buscarlo y le someta los problemas que haya que resolver. La inercia es en el juez garantía de equilibrio, donde haya imparciabilidad.
El juez es el momento estático, mientras que el abogado es el dinámico de la justicia, por que en tanto el juez se sienta pacientemente observando el procedimiento, el abogado se mantiene de pie desarrollándolo, ya que este requiere de entusiasmo e perspicacia, pero solo él tiene la decisión si se mantiene sereno y tranquilo. Por otra parte el juez debe tener la fuerza de carácter de la que puede carecer el abogado; debe tener valor para ejercer la función de juzgar, saber imponer su decisión, debe estar seguro de su deber.
Mientras en una concepción liberal de la justicia se puede pensar que le abogado, como representante de los intereses individuales, está por debajo del juez, que representa a le Estado, en un régimen autoritario el abogado resulta siempre un instrumento de intereses públicos, como el juez, al servicio del Estado y gozando como él de la dignidad que le proviene de ser un órgano necesario de la justicia. Las “excepciones procesales”, en vez de un pérfido invento de los abogados para hacer más dificultosa y cansada la tarea del juez, son muy a menudo un respetuoso homenaje que ellos dedican a la salud del juez, ayudándole a no agotarse tanto. Si el juez no cuenta con la inteligencia suficiente, bastara tener la normal para poder llegar a comprender, para incluso, llegar a perdonar al abogado que sea más inteligente que êl, no tiene el deber de comprender; es el abogado el que tiene el deber de hacerse comprender. El bogado esta acostumbrado a acatar, en la audiencia, la opinión del juez, en el desacuerdo entre el abogado y el juez, al final, la opinión que adquiere autoridad de cosa juzgada es la del juez, no la del abogado. Entre mas difamen a los jueces, son más estimados por sus clientes.
En su estudio de "la oratoria forense" señala finalmente que es mejor que quien gane sea la justicia aun en desmedro de la oratoria forense.
Los abogados, profesionales de la seducción, emplean a menudo un modo pronunciarse que es todo lo contrario; al dialogo vivo y cortado sustituye el monologo cerrado. Para extraer de los hábitos forenses esa tendencia ha desacreditado entre los jueces la oralidad, seria preciso que las Salas de justicia no fueran demasiado vastas, y que en lugar de los abogados estuviera muy próximo al de los magistrados, de modo que el defensor pudiera, mientras habla, leer en los ojos de los asistentes el agrado o el disgusto que se crea en ellos.
El abogado novato que sueña con algún día ser una figura de la abogacía, dar rienda suelta a su elocuencia ante la suprema Corte, debe darse cuenta de la realidad y los sueños, y conseguir decir clara y precisa cada una
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