Educación Libertaria
caxali8 de Octubre de 2012
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EL FALSO PRINCIPIO DE NUESTRA EDUCACIÓN
Max Stirner
Ensayo escrito a petición de Marx y publicado en el Rheinische Zeitung, casi en mitad del siglo XIX. Como señala Christian Ferrer en la presentación de la versión castellana publicada en la colección de folletos Etcétera: "La especificación de fecha no es caprichosa, pues en aquel entonces promediaba el cuarto creciente de la época de la escolarización masiva, una de las consignas fundamentales del proyecto de la ilustración. (...) Stirner percibe a la educación como nutrición del espíritu, como un modo de personalización del saber, como medio para la formación del carácter. Cuando el saber es pensando como materia prima a ser transmutada en voluntad, entendemos que la esencia del conocimiento consiste en favorecer las metamorfosis del Ser. Para Stirner, el ser humano es una crisálida perpetua."
Nuestra época pugna por encontrar la palabra que defina a su Espíritu; se suceden los nombres que pretenden ser el verdadero verbo. Por doquier reina en nuestro tiempo el más alegre desconcierto entre los diferentes partidos. Los aguiluchos del presente se agolpan en torno a la herencia descompuesta del pasado. Los cadáveres políticos, sociales, religiosos, artísticos y morales se amontonan ya por todas partes. Y si nadie los elimina de una vez para siempre seguirán infestando el aire y sofocando el aliento de los vivientes.
La época no hallará su justa palabra sin nuestro empeño, y todos debemos participar en ello. Pero, si tanto nos concierne, debemos preguntarnos, y con razón, qué se ha hecho y se piensa hacer de nosotros; debemos preguntarnos por esa educación con la que se nos pretende hacer capaces de crear aquella palabra. ¿Se educan a propósito nuestras disposiciones para que seamos creadores, o se nos trata puramente como criaturas cuya naturaleza no admite más que la doma? Es una cuestión tan crucial como sólo puedan serlo cualquiera de las cuestiones sociales y, más aún, es la más vital de todas ellas por cuanto las cuestiones sociales se asientan sobre aquella premisa. Sed algo más capaces y vuestras obras serán también más capaces; sed "cada uno de vosotros más pleno en sí mismo" y vuestra sociedad, vuestra vida comunitaria, será también más plena. De ahí que, por encima de todas las cosas, nos preocupe aquello que se hace de nosotros en la época de nuestra educación. De ahí que el problema de la educación sea una cuestión vital. Es algo que en nuestros días salta suficientemente a la vista, tanto más cuanto que desde hace años ese tema se debate con un ardor y una franqueza que sobrepasan con mucho -si más no, porque no se las tiene que ver con los obstáculos de un poder arbitrario- el de las controversias políticas. Un honorable veterano que, como el difunto profesor Krug, supo conservar su vigor y su ambición hasta una avanzada edad, el profesor Theodor Heinsius, ha tratado recientemente de avivar una vez más el interés por esta cuestión con un pequeño libelo. Lo titula "Concordato entre la escuela y la vida o la mediación entre el Humanismo y el Realismo, considerado desde un punto de vista nacional. Berlín 1842". Dos son los partidos que pugnan por la victoria, recomendándonos cada uno de sus respectivos principios educativos como el mejor y más adaptado a nuestras necesidades: los Humanistas y los Realistas. Sin que pretenda desavenirse con unos o con otros, Heinsius discurre tan suave como conciliadoramente, creyendo mostrar lo justo de ambos principios y cometiendo, en realidad, la mayor injusticia al problema mismo al tratarlo con tal cortante perentoriedad. Ese escarnio contra el espíritu de la cuestión sigue siendo la irremediable herencia de todos los mediadores pusilánimes. Los "concordatos" no son más que recursos equívocos:
¡O el pro o el contra! ¡Franco como un hombre! Y sobre el estandarte: ¡Ser esclavo o ser libre! También los dioses descendieron del Olimpo, para luchar desde los bastiones de su partido.
Antes de llegar a sus propias propuestas, Heinsius expone una visión sucinta del desarrollo histórico desde la Reforma. El período comprendido entre la Reforma y la Revolución -lo que sin más fundamentos deseo suscribir, pues pienso desarrollarlo más detalladamente en otro lugar- se caracteriza por la relación entre quienes detentan la mayoría de edad y los que no la tienen, entre los dominantes y los servidores, entre los poderosos y los dominados y es, en suma, una época de servidumbre. Dejando al margen otras razones que pudieran justificar una superioridad, erigió la educación como la potestad de quien detentaba el poder sobre los débiles y desposeídos, convirtiéndose el sabio, fuera grande o mediocre, en el poderoso, fuerte e impositor: en una autoridad. No todos podían estar llamados a este poder y esta autoridad, y por ello tampoco la educación estaba destinada a todos, pues una educación general se contrapone a aquel principio. La educación proporciona la superioridad y convierte en señor: por eso en aquella época de señoría constituía un instrumento para el desempeño del poder. Tan sólo la revolución fue capaz de echar a pique la economía de señores y siervos, instaurando el principio vital: ¡Que cada cual sea su propio señor! A ello iba ligada la necesaria consecuencia de que la educación, la cual, ciertamente, proporciona el señorío, se convirtiera a partir de entonces en una educación universal, planteándose así la tarea de buscar una educación verdaderamente universal. La aspiración a esa formación universal que fuera accesible para todos tuvo que desembocar en una lucha contra la educación exclusivista tan tenaz- mente mantenida y, en este sentido, la Revolución también tuvo que desenfundar sus armas contra la aristocracia de la época de la Reforma.
La idea de una educación universal chocó con el principio de la formación exclusivista, desencadenándose una guerra y unas luchas que se han venido sucediendo, a lo largo de diferentes etapas y bajo las más diversas banderas, hasta nuestros días. Heinsius ha designado los campos litigiosos de este combate con los nombres de Realismo y Humanismo, nombres que conservaremos como los más idóneos por poco acertados que sean. Hasta el siglo XVIII, en que la Ilustración comenzó a difundir sus luces, la llamada educación superior se encontraba, sin el menor veto, en manos de los humanistas y se basaba exclusivamente en la interpretación de los clásicos de la Antigüedad. Junto a ella existía otra educación que, aún apoyándose en el modelo de la Antigüedad, se basaba fundamentalmente en el estudio minucioso de la Biblia. Que en ambos casos se eligiera la mejor formación del mundo antiguo como única materia de enseñanza muestra cuán poco valor con cedía a la vida y cuán lejos nos hallábamos de crear las formas de la belleza a partir de nuestra propia originalidad y el contenido de la verdad a partir de nuestra propia razón. Forma y materia era algo que debíamos aprender, y no éramos por consiguiente, más que aprendices. Y así como el mundo antiguo señoreaba sobre nosotros a través de los clásicos y de la Biblia -lo que puede verificarse históricamente-, así también el señorío o la servidumbre se convirtieron en la esencia de toda nuestra actividad. Esas características propias de la época nos explican así por qué se aspiraba tan ingenuamente a la "educación superior" y se ponía tanto empeño en distinguirse mediante ella del pueblo común. Aquel que tenía formación se convertía por eso mismo en señor del inculto. Y una educación popular se consideraba impropia pues el pueblo debía permanecer, frente al señor culto, en la casta de los laicos, admirando y venerando el señorío ajeno. Fue así como el saber evolucionó, sobre la base del latín y el griego, al romanismo. Sin embargo, no pudo evitarse que esta educación cayese con el tiempo en lo puramente formal, ya fuera porque únicamente era capaz de conservar las puras formas, el simple esqueleto del arte y la literatura de una Antigüedad muerta y enterrada desde tiempos remotos, o, sobre todo, porque el dominio sobre los demás hombres no podía conseguirse ni mantenerse más que a través de lo formal: sólo se requiere un cierto grado de habilidad espiritual para desempeñar la hegemonía sobre los inhábiles. La llamada educación superior era, por ese mismo motivo, una formación elegante, una sensus omnis elegantiae, una formación del gusto y del sentido de las formas que, a fortiriori, amenazaba con convertirse en una simple educación gramatical -la cual llegó a perfumar hasta tal punto la lengua alemana con las esencias del latium que incluso en nuestros días podemos admirar las más exquisitas construcciones sintácticas latinas en obras como la reciente "Historia del Estado pruso-brandenburgués. Un libro para todos", de Zimmermann.
Fue a partir de la Ilustración cuando el espíritu de la oposición se alzó contra ese formalismo. Y fue entonces cuando la reivindicación de una formación humana accesible a todos se añadió al reconocimiento de los derechos inalienables y generales del hombre. La educación de los Humanistas mostraba claramente la ausencia de una formación real capaz de llegar a la propia vida, planteando así la necesidad de una educación práctica. Si se llegaba a introducir las materias de la vida en la escuela y ofrecer a través de ella algo que todos pudieran utilizar, si se conseguía atraer a todos a esta preparación para la vida y destinar la escuela a ella, también se volverían superfluos los señores sabios y su saber exclusivo, y el pueblo pondría fin a su condición de laico. Acabar con la casta de sacerdotes
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