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El Laberinto


Enviado por   •  12 de Enero de 2014  •  5.862 Palabras (24 Páginas)  •  213 Visitas

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El motivo de esta conferencia, lo dice el título mismo, es que se han cumplido 50 años de la primera edición de El laberinto de la soledad, el cual –como quizá muchos de ustedes sepan– fue editado por aquella benemérita revista que en rigor aún sigue, aunque no con la misma influencia de entonces, Cuadernos Americanos.

Ha habido en estas últimas semanas diversas celebraciones organizadas por la Fundación Octavio Paz, en relación precisamente al cincuentenario de El laberinto de la soledad; yo intervine en ellas y me pareció que El Colegio Nacional no podía omitir algún acto en relación al aniversario; no podía, porque, más allá de la importancia del libro, Octavio Paz fue un ilustre miembro de la institución por más de treinta años. Octavio Paz entró a El Colegio Nacional, me parece, en el sesenta y siete e impartió allí célebres conferencias, de manera que es apropiado y justo que El Colegio Nacional lo recuerde esta noche. Este es el motivo profundo de estar nosotros aquí reunidos.

Hoy día El laberinto de la soledad es un libro cuya lectura forma parte de la educación escolar de los mexicanos. Entiendo que se lee en la educación preuniversitaria. Es un libro que ya ha entrado en la imaginación colectiva de los lectores. Se trata así de una obra viva, no estamos celebrando un papiro polvoriento, sino un libro que incita a la discusión, a la adhesión y a la crítica. El tiempo, bien lo saben ustedes, depura y altera las obras: si hay suerte se limpian la tesis importantes y se olvidan aquellas que de alguna manera expresan el pago que todos hacemos a ideas, categorías y terminologías transitorias de nuestro presente.

La historia editorial del libro nos permite ver cómo fue asimilado por el público de México. Se edita en 1950 y la segunda edición es casi diez años después, en 1959, a lo cual hay que añadir que las ediciones de aquella época no eran muy amplias, eran tirajes que no pasaban de los tres mil ejemplares y posiblemente esta haya sido aún más pequeña, de manera que durante diez años el libro se leyó relativamente poco, fue un libro que leyeron lo que podríamos denominar las clases intelectuales de México, pero que no había dado el salto a un público más amplio, más numeroso. Saltos, por otra parte, que poquísimos libros daban en aquella época. Ustedes, por ejemplo, recuerdan un par de títulos, hoy día muy leídos y famosos, los dos libros de Juan Rulfo, El llano en llamas y Pedro Páramo. Pues, por ejemplo, de la primera edición a la segunda de Pedro Páramo pasan nueve años. Así era, amigos, el mundo de los lectores de entonces.

La segunda edición de El laberinto de la soledad, a finales de los cincuenta, se lee más, pero todavía no pasa realmente a un público mayor. Se necesitó quizá el desgraciado año de 1968 para que el libro entrara en una circulación amplia. Octavio Paz escribe en 1969 un capítulo adicional que se convierte casi en un libro autónomo, que es como la coda o la puesta al día de El laberinto de la soledad en la circunstancia de aquel momento: se llama Posdata y muchas veces se publican juntos. Es, pues, a partir de los setentas que el libro entra realmente en la circulación masiva. Hay varios factores que lo explican: no sólo el sesenta y ocho –importantísimo–, también un cierto aumento del público lector. Pero quizá lo más importante fue que lo colocaron como texto en los estudios preuniversitarios, no sé si en la secundaria o en las preparatorias. Allí fue realmente donde el libro comenzó a navegar en serio.

Se trata de un texto que Octavio escribe en 1948-49, mientras él desempeñaba en Francia un cargo diplomático. Poco antes había publicado Águila o sol. Con esto quiero decir que en esos años 47, 48 y 49 Octavio entra en un periodo de gran creatividad, había, por así decirlo, encontrado su estilo y sus temas: la mezcla de poesía e historia, más crítica política. La contaminación de poesía e historia es, en efecto, una invariable en la obra de Octavio Paz. Cuando Octavio Paz redacta este libro, se enfrenta –lo dice en numerosas ocasiones– al agobio de la historia mexicana, a la relación entre la historia nacional y la historia mundial: a la dificultad de insertarse en la historia grande del mundo. Este es un tema característico de la reflexión hispanoamericana y abundan los ejemplos.

Quisiera entrar en materia recordándome a mí mismo y contándoles a ustedes la primera vez que leí El laberinto de la soledad. Ocurrió en el año de 1951, un año después de su publicación. Me lo recomendó un amigo muy cercano, miembro de El Colegio Nacional, Fernando Salmerón, y ya que estoy en esto diré que también me facilitó Nostalgia de la muerte, de Villaurrutia, esos poemas que no olvido. Estamos a finales de 1951. Yo tenía que viajar a Buenos Aires y me llevé el libro en el avión. Ahí fue donde realmente lo leí. Los viajes de aquella época eran mucho más largos que los de ahora, para ir de México a Buenos Aires se empleaban unos dos días, de modo que tuve oportunidad suficiente para leerlo con calma y con mucha atención. En esa época sabía yo muy poco de México. Había vivido en el país apenas unos seis, siete meses, en la capital, fundamentalmente alrededor de la Facultad de Filosofía y Letras. El laberinto de la soledad se inscribía en lo que se llamaba entonces la “filosofía de lo mexicano”, que era un tema muy de moda. Yo había oído hablar de este asunto, había leído alguna cosa, lo cual me acercó a El laberinto de la soledad. Conocía poco México, pero antes de llegar aquí había vivido y estudiado en California y había observado a los famosos “pachucos”, más aún, los pachucos de los que habla Octavio en su primer capítulo estuvieron entre los primeros mexicanos que yo conocí. No sé si habrá sido la mejor introducción... Yo los veía allá, en Los Ángeles, con asombro y tal vez con temor. De manera que me pareció muy atractivo que el inicio del libro coincidiera con aquellas experiencias mías.

En su primera lectura el libro me dejó una honda huella, fue una auténtica introducción al país y a su historia, una brújula que me guió y me orientó en México por muchísimos años, un libro maestro en la acepción literal del término. Pertenece a ese tipo de libros con afanes de totalidad: hablaba de historia y también del amor, de la religión y del arte. No lo volví a leer hasta este año. Es decir, lo he releído casi cincuenta años después, cuarenta y nueve para ser exacto. Fíjense, por cierto, en las armonías secretas de la vida: otra vez volví a abrirlo en un avión. No en un vuelo a Buenos Aires, sino de México a Ámsterdam. Quizá haya que sacar alguna consecuencia de estas similitudes. A cierta edad nos damos cuenta de que no hay hechos sin significación

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