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El amante de la maestra


Enviado por   •  4 de Septiembre de 2012  •  Ensayos  •  2.785 Palabras (12 Páginas)  •  476 Visitas

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El amante de la maestra

Por Nadim Marmolejo Sevilla

Con el alba irrumpió en la casa de la profesora Nancy un horripilante abejón negro. Revoloteó en forma desmañada por toda la terraza y luego en el corredor, zumbando aterradoramente como una motosierra. Ella se espantó al ver su naturaleza monstruosa y experimentó una sensación de electrocución que la paralizó por completo hasta que se hubo marchado. Luego retomó el cuidado de sus rosas y cayenas del antejardín.

Era un amanecer esplendente, que preludiaba otro día de fuego. El clima estaba realmente cambiado, ya no hay un solo día fresco en meses. Cundía una poderosa calma que bien representaba el ámbito habitual del lugar; las flores marchitas del roble que custodia el portón del patio se precipitaban como gotas de rocío, y la sombra bruna y seductora que entintaba la calle invitaba al ocio que nunca está al alcance de quienes tienen que llevar todos los días pan a su mesa.

Después de regar las plantas restituyó el orden acogedor del interior de su morada de soltera, lo cual le tomó la mitad de la mañana. En seguida de una revitalizadora ducha se entregó a la tarea de revisar los exámenes de sus alumnos que debía devolver calificados el lunes venidero y no supo a qué hora se le vino el cenit encima. A toda carrera preparó su almuerzo y comió con el apetito de una leona de jaula. Luego quedó a merced del letargo que sucede a la saciedad.

Al aproximarse el crepúsculo de la tarde se sentó a la puerta de calle, con la disposición de proseguir la lectura de “Barrabás”, la novela de Par Lagerkvist cuya temática religiosa la seducía hondamente, pero no logró avanzar más de dos páginas debido a que un grupo de chicos, entre ellos varios de sus educandos, que a modo de entretención le arrebataban a los transeúntes ocasionales sus objetos personales que portaban a la vista (gorras, lapiceros, pañoletas, entre otros) para luego devolvérselos tras hacerse perseguir por ellos un rato, no la dejaba concentrarse.

Para colmo un solípedo hecho lujuria y su hembra, que lo rechazaba a punta de coces, estuvieron al borde de arrollarla cuando cruzaron cerca de no ser porque logra levantarse a tiempo del asiento. No siendo poco esto, por los lados del parque llegaba una discusión tan encendida entre una pareja que le era difícil reconocer debido a que la larga cabellera de ambos ni siquiera permitía identificar quién era el hombre o la mujer. Según alcanzaba a oír la causa de la pugna era el dinero, lo cual vino a corroborarle que en los límites entre el amor y el odio habita el maldito interés.

Sin embargo, un suceso más vino a perturbarla de tal modo que cualquiera que hubiera visto cuan pálida se puso acabaría por asegurar que el espíritu se le había desprendido del cuerpo, como las hojas en otoño. Se trató de la presencia arrolladora de los hombres más temidos del país, que marchaban a esa hora hacia la periferia con su fusilería a la vista de todo el mundo en una fila que prometía no tener fin. Fue en aquel momento que admitió la veracidad del pavor que producen las armas.

Los pasos de alguien detrás suyo la hizo voltear la cabeza en forma frenética. Era Rebeca, la que vive al fondo de la cuadra, que se acercaba a ritmo de procesión religiosa hacia ella. Cuando la tuvo enfrente aún el corazón se le quería quebrar como un cristal. En seguida la autorizó ingresar a la cocina para que recogiera los desperdicios de la comida que a diario viene a buscar para su piara, antes que se lo pidiera. A su regreso la entretuvo con algunos comentarios referentes al clima del día, las matas de su jardín, y el tránsito inesperado por ahí de aquel batallón de la muerte que acababa de cruzar, pero compartió con mayor interés el suceso relacionado con el abejón de la mañana.

- Eso es que va a tener visita, doña – le vaticinó Rebeca con la seguridad de quien sabe lo que dice. Un amor, tal vez.

- Yo no creo en consejas – dijo la maestra, sonriendo, pero Rebeca no le entendió su terminología extraña y se despidió.

La noche envolvió todo en pocos minutos. La luz eléctrica pinceló de amarillo el área debajo de los postes y el frontispicio de las casas cerradas. Ya en su lecho las palabras de Rebeca retornaron a su cabeza con tanto peso que no resistió la tentación de darles credibilidad. Y se entusiasmó aún más al observar que aquel amor acabaría por fin con la inagotable sed de cariño que la ahoga y el eremitismo al que la arrojó el gobierno trasladándola a aquel sitio desligado de su mundo. Estaba cansada de ser vista únicamente a través de su labor y añoraba la informalidad y una relación íntima con alguien corriente. Cosa que era verdad pues sólo se dirigían a ella para tratar asuntos del colegio.

Al día siguiente, cual criatura desamparada ansiosa de un milagro, se asomaba a cada rato a la ventana. Era tal la expectación que renunció ir a ducharse y únicamente se retocó un poco el rostro para espantar los efectos del insomnio por el temor de que la esperada visita apareciera justo entonces y no pudiera atenderla. Tampoco sacó tiempo para cocinar y aguantó hambre todo el día pese a que el estómago después de las doce del mediodía no paró de gruñirle como fiera salvaje. Aún sus necesidades orgánicas las aplazó y cuando el cuerpo le exigió reposo se resistió con tal bravía que los gestos que afloraban en su cara parecían los de alguien víctima de una cruel tortura. Hubo un instante, ya en la tardecita, en que la asaltó el desespero, se comía las uñas, se rascaba la cabeza sin tener motivo, y llegó a golpearse la frente al tratar de ver más allá de donde se lo consentía el enrejado de la ventana.

Pero el día acabó y nadie llegó. Estaba triste y frustrada cuando el sol se escurrió tras la cima del cerro Montecristo. Se lamentaba de no haberle puesto más fe al asunto, de haberlo hecho quizá habría movido la montaña que impide el paso de la ilusión a la realidad. No podía echarle la culpa a Rebeca, ni a su propia suerte, pues los milagros son imposibles si no hay quien los haga. Por lo visto la soledad no estaba dispuesta a ceder su sitial en su vida. Sin embargo, antes de acostarse, reparó las averías que la desilusión le causó al término del día y con la esperanza renovada volvió a dedicar la noche entera a imaginar la hora feliz en que vería entrar por la puerta el amor que le había pronosticado Rebeca. Al siguiente día se levantó bien temprano con unas ojerizas impresionantes y el espíritu machacado por la impaciencia. A poco cayó en la cuenta de que era lunes y tenía que ir a trabajar. Se atavió entonces para salir, pero pudo más el influjo del deseo de permanecer allí

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