El valor y la función de los libros

Libros, miles de libros. Libros para acomodar, calzar, vender, regalar, lanzar, decorar, quemar, prohibir, e incluso para acusar y perseguir. Libros negros, azules, verdes, amarillos y blancos. Libros digitales, libros en idiomas dispares. Libros con sabores elegantes y ruidos gigantescos. Libros de bolsillo, para colorear y recortar. Libros para unos cuantos, para todos y para nadie. Libros, libros, libros. Hay libros que te gritan, con todo el espíritu de Martí, que robarlos no es robar, sobre todo cuando por su costo el leerlo se convierte en algo imposible. Libros, Sócrates desconfiaba de ellos, le decía a Fedro:

La escritura es un simulacro del habla que parece muy útil para la memoria, el saber, la imaginación, pero que resulta contraproducente. La gente se confía y no desarrolla su propia capacidad. Peor aún: llega a creer que sabe porque tiene libros.

Este comentario es neurálgico al tratar de libros, sobre todo cuando vemos como un lugar común su sacralización, a decir verdad, los libros, son alcanzados por casi todos los adjetivos, verbigracia: originales, frívolos, innecesarios, inarticulados, iluminadores, cobardes, imprescindibles, tímidos, ostentosos, promocionales, inútiles, divertidos, incomprensibles, testimoniales, reiterados, mentirosos, ocasionales, profundos, desafiantes, etc., empero, lo cierto es que “la escritura es un veneno para la memoria y el diálogo cara a cara.”

Cierto que los libros pueden ser un remedio contra la perdida de los discursos, pero es absurdo pensar que lo escrito conlleve una ventaja intrínseca para efectos de la educación y aunque generalmente se nos bombardea con la idea de que la lectura es la forma más eficaz para la adquisición de un criterio y para la resistencia y criticidad ante una realidad política, económica y social, lo cierto es que los libros y su lectura son también una forma de legitimar y perpetuar discursos e ideologías de los grupos detentadores de cualquier poder:

Quien tenga en mente aquellos tiempos del realismo socialista, aún recordará la centralidad que en su edificio teórico asumía el concepto de lo ‘típico’: la literatura socialista auténticamente progresista debía representar héroes ‘típicos’ en situaciones ‘típicas’. Los escritores que pintaran la realidad soviética en tonos predominantemente grises eran acusados no ya sólo de mentir, sino de distorsionar la realidad social: subrayaban aspectos que no eran ‘típicos’, se recreaban en los restos de un triste pasado, en lugar de recalcar los fenómenos ‘típicos’, es decir, todos aquellos que reflejaban la tendencia histórica subyacente: el avance hacia el comunismo.

Es así que los libros generalmente llegan a representar a un prototipo de hombre que se esfuerza por conseguir la felicidad de la humanidad, junto con la libertad, la justicia y la igualdad. Un fenómeno sin duda minoritario. Lo ‘típico’ en los relatos escritos es entonces una distorsión que refleja la universalidad de un concepto fantástico y que retrotrae la crítica y gana las batallas ideológicas, pues un libro logra marcar un camino adecuado, correcto y ordenado para la consecución de la felicidad, la libertad, la justicia y la igualdad. Así por ejemplo, autores como Saramago señalan la necesidad de eliminar la ‘utopía’ por considerarla pretexto para postergar la esperanza del buen vivir, a primera vista pareciera un argumento válido y aplicable, incluso parece urgente la consideración de esta propuesta, empero, Saramago, junto con todo lo que a primera vista parece crítico, limita las posibilidades de cambio situándonos en un espacio-tiempo dado sin más, donde lo único que podemos hacer es dejar de soñar en algo distinto y asumir responsabilidades, generalmente de reproducción de las ideologías dominantes, y encontrar dentro de este esquema el buen vivir.

En el relato de Bradbury

Generalmente a la oralidad se le considera como un mero acto del habla necesario para establecer una comunicación

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