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Historia Apuntes de la Síntesis de Julián Carrón en el Equipe de los universitarios de Comunión y Liberación Milán, 26 de marzo de 2011


Enviado por   •  22 de Noviembre de 2015  •  Monografías  •  3.311 Palabras (14 Páginas)  •  144 Visitas

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Revista Huellas N.5, Mayo 2011

La urgencia del juicio

Apuntes de la Síntesis de Julián Carrón en el Equipe de los universitarios de Comunión y Liberación Milán, 26 de marzo de 2011

1. Generar un sujeto no alienado


Don Giussani capta el punto crucial. «Por mi formación primero en la familia y en el seminario, y por mi propia meditación después, me había convencido profundamente de que una fe que no pudiera percibirse y encontrarse en la experiencia presente, que no pudiera verse confirmada por ella, que no pudiera ser útil para responder a sus exigencias, no podía ser una fe en condiciones de resistir en un mundo donde todo, todo, decía y dice lo opuesto a ella» (Educar es un riesgo, Encuentro, Madrid 2006, p. 19). Por ello, él siempre ha insistido en que es necesario que cada uno de nosotros parta de su experiencia y la enjuicie constantemente. De lo contrario, nadie podrá resistir en un mundo en el que todo, realmente todo, dice lo contrario. Es la misma necesidad que, en otros términos, señala en las primeras páginas de El sentido religioso, como hemos visto en estos meses: «Si no partiera de mi propia indagación existencial, sería como preguntar a otro en qué consiste un fenómeno que vivo yo. Si la confirmación, el enriquecimiento o la contestación negativa no tuvieran lugar después de una reflexión emprendida personalmente con anterioridad, la opinión del otro vendría a suplantar un trabajo que me compete a mí e inevitablemente se convertiría en vehículo de una opinión alienante» (El sentido religioso, Encuentro, Madrid 2010, p. 20). Don Giussani quiere llevarnos a la madurez, a ser sujetos capaces de emitir un juicio personal; no nos quiere alienados. Es muy significativo, por tanto, lo que añade en otro paso de Educar es un riesgo: «El objetivo de la educación es formar un hombre nuevo; por eso, los factores activos de la educación deben tender a hacer que el educando actúe cada vez más por sí mismo, y que afronte cada vez más el ambiente por sí solo. Por tanto, será necesario, por un lado, ponerlo en contacto con todos los factores del ambiente y, por otro, dejarle cada vez más responsabilidad de elección, siguiendo una línea evolutiva determinada por la conciencia de que el muchacho deberá llegar a ser capaz de “valérselas por sí mismo” frente a todo. El método educativo de guiar al adolescente a encontrarse de manera personal y cada vez más autónoma con toda la realidad que lo circunda, debe aplicarse más a medida que el muchacho se hace más adulto. El equilibrio del educador desvela aquí su definitiva importancia. En efecto, el desarrollo de la autonomía del muchacho representa para la inteligencia y el corazón – y también para el amor propio – del educador un “riesgo”. Por otra parte, justamente corriendo el riesgo de la confrontación es como se genera en el joven una personalidad con su propio modo de relacionarse con todas las cosas, es decir, es así como su libertad “se hace”» (El riesgo de educar, pp. 75-76). Esto es lo que motiva mi continua insistencia en el juicio, en la necesidad de comparar lo que vivimos con lo que llamamos “corazón”. Se trata de un trabajo tan sencillo como impopular, como hemos visto. Es muy fácil, en efecto, repetir ciertas fórmulas o enlazar frase con frase, aunque sean correctas, o delegar en otro para que me dé ese suplemento de certeza que yo no tengo. Pero, como siempre os repito, tenéis que decidir si queréis llegar a ser adultos o no, es decir, si queréis hacer una experiencia que os permita estar en la realidad en virtud del juicio que emerge de la misma experiencia, o si queréis quedaros cada vez más a merced de todos vuestros miedos en cuanto la realidad no coincida con la imagen que tenéis en la cabeza. 

2. La inevitabilidad del juicio


Lo primero que se me ha hecho patente esta mañana es que nosotros siempre emitimos un juicio. ¿Cómo se ve esto? Se ve, por ejemplo, en el hecho de que cuando tenemos miedo, o bien nos encontramos desconcertados, o, por el contrario, experimentamos una libertad y una capacidad de inteligencia distinta. Detrás de todos estos síntomas o estados de ánimo – llamadlos como queráis – en el fondo hay siempre un juicio: puede ser un juicio que uno se no confiesa abiertamente ni siquiera a sí mismo, pero que existe, y, en cualquier caso, la vida lo “delata”. Lo interesante del momento que estamos viviendo es que cada vez nos resulta más insoportable no hacer las cuentas con el juicio: juzgar empieza a ser una urgencia existencial. Eso significa que hemos pasado de concebir el juicio como algo yuxtapuesto, como una complicación añadida, algo que en el fondo no es necesario, que podemos prescindir de él sin que pase nada, a concebir y vivir el juicio como una urgencia existencial. Tomemos algunos ejemplos de esta mañana. 
¿Os acordáis de lo que dijo nuestro amigo al comentar la muerte de su abuela y las últimas semanas con ella? «Cuando me tocó pasar la noche en el hospital – decía – me acechaba un miedo terrible, miedo de que todo lo que tenía delante, mi abuela, y como reflejo, también lo que soy yo, pudiera desaparecer en la nada. Por eso hice de todo para huir de ciertas preguntas sobre la vida y sobre su consistencia, y en cuanto podía me escapaba del hospital. Durante algunos días intenté esconder lo que me pasaba, luego no pude más: las preguntas volvían una y otra vez. Finalmente me di cuenta de cuál era el problema: en la vida es inevitable comparar lo que sucede con algo que llevamos dentro, pero yo, delante de mi abuela, esa comparación la hacía con el miedo que sentía, e inevitablemente…». Es aquí donde yo le objeté: «No, la comparación no la hacías con el miedo, porque el miedo ya era el signo o el efecto de una comparación que habías hecho entre lo que le estaba sucediendo a tu abuela y tus exigencias». El miedo no era el origen, sino la consecuencia del juicio que él había dado, podríamos decir que era la consecuencia de una comparación entre sus exigencias y lo que estaba sucediendo. Y el resultado era que lo que estaba sucediendo – la enfermedad y la muerte – era todo para él. Y esto es precisamente lo que debemos plantearnos: ¿lo que estaba sucediendo delante de sus ojos, o mejor dicho, lo que él veía era todo? Nosotros damos por descontado que sí, por defecto, sin ni siquiera darnos cuenta, y luego pensamos que la comparación la hacemos con el miedo que sentimos. No, el miedo es la consecuencia de un juicio, y a lo que verdaderamente nos resistimos es a poner en discusión el juicio que hacemos, nuestro juicio sobre la realidad, sobre lo que hay, y si existe o no otra cosa. Cuando nuestra exigencia de eternidad – referida a la persona a la que queremos – queda sin respuesta, nos surge un miedo enorme, como es normal (es signo de que somos normales). Si lo que ves es todo lo que existe, la consecuencia última es el miedo. Pero la cuestión es ésta: ¿este juicio es verdadero o no? ¿En qué vemos que no es verdad? Empecemos por los síntomas. ¿De dónde podemos partir para ver si un juicio es verdadero? ¿Qué implica un juicio verdadero? Una liberación. Un juicio verdadero libera, y este juicio no libera. Tenemos, por tanto, en la experiencia, la evidencia de que un juicio es verdadero o falso[…]

Retomo otra intervención de esta mañana que ilumina otro aspecto de esta misma cuestión. «De vuelta a casa, me llama un amigo para decirme que el tercer hijo de una familia amiga nuestra había nacido con una grave malformación cardiaca (la primera hija ya había nacido con problemas muy graves). Naturalmente, la noticia de este hecho me dejó fatal, pero lo peor fue otra cosa: hablando con este querido amigo sentí un cierto malestar; cuando me contó lo que había sucedido, no tuve el valor de decir, en el fondo, lo que pensaba; le daba vueltas, pero si hubiera habido un bocadillo, como el de los cómics, que desvelara lo que pensaba, pondría: “Es una injusticia”». ¿Lo veis? Detrás de cada cosa, siempre, hay un juicio, queramos o no. Es imposible no juzgar. Detrás del miedo del chico que habló esta mañana, había un juicio; del mismo modo, en el relato de este amigo que, lo dijera o no, lo sentía a flor de piel, en el fondo había un juicio.
La verdadera cuestión, amigos, no es que no hagamos juicios; la verdadera cuestión es si decidimos mirar a la cara estos juicios que normalmente hacemos y si tenemos el valor de empezar a decir: «Pero este juicio que hago, ¿es verdadero o no?». Los juicios, de hecho, los hacemos siempre. ¿En qué se ve? En la experiencia que hacemos, en los efectos que tienen en nosotros, y esto es verdad hasta tal punto que el primero que nos oye hablar percibe el malestar. La vida “canta” que hay un juicio: en un sentido o en otro, pero lo hay, siempre. Es imposible vivir ni siquiera un instante, como nos hace notar don Giussani, sin que uno diga por qué en el fondo vale la pena vivir ese instante, no hay un minuto en el que uno no afirme algo por lo que en última instancia juzga.
Proseguía esta intervención: «Comenzó en mí una lucha, porque me resultaba insoportable aquella conversación. Empecé a decirme a mí mismo: “¿Pero este hecho es una injusticia?”». Ésta es la urgencia de juzgar. Basta que uno sienta algo que le apremia en la vida para notar toda la urgencia de juzgar. Es insoportable no llegar a un juicio verdadero. Cuando no nos resulta “insoportable” quiere decir que nuestra humanidad se ha reducido, que nos estamos endureciendo, nos estamos haciendo de piedra: el problema no es que juzgar sea un añadido caprichoso, sino que nos convertimos en una piedra. Cuando uno es hombre y es leal delante de la realidad, no juzgar resulta insoportable. El juicio no es algo añadido para gente que no tiene otra cosa que hacer que complicarse la vida, como en el fondo pensamos tantas veces (decimos esto del juicio igual que el amigo decía que la malformación de ese niño era una injusticia). Pensamos que el juicio es una complicación monumental, que nos impide disfrutar de la vida... ¡hasta que la vida aprieta! Entonces las cosas cambian. Pero, ¿qué significa que la vida empieza a provocarnos? ¿De qué es signo? Significa que una pizca de humanidad empieza a despertarse en nosotros.
«En esta lucha, me he imaginado que estaba delante de esa madre, amiga mía, que ha tenido este hijo y que me preguntara: “¿Tú qué dices de este hecho, es una injusticia?”. Y me vi obligado a dar razón de mi experiencia». A veces, nuestra contribución más sencilla y decisiva es plantear la pregunta que otro no tiene el valor de hacer. Parece nada, parece banal, pero plantear la pregunta justa, verdadera, es la primera ayuda que podemos ofrecer al otro: no resolverle el problema, sino empezar a plantearle la pregunta. «Comenzó así lo que me parece que es juzgar, es decir, empecé a encontrar en mi experiencia razones que me permitían decir que aquello no era una injusticia. Y de hecho había muchísimas, desde el primer encuentro hasta la Escuela de Comunidad del día anterior, en el que tú, al terminar, releyendo el Manifiesto de Pascua, ¿qué otra cosa has hecho si no volver a anunciarme que este hecho no es una injusticia? Porque si Cristo ha resucitado, este hecho no es una injusticia. Llegado a este punto, vi que había una lucha en mí, el miedo a decir algo exagerado: ¡Cristo ha resucitado! Pero me di cuenta de que aquella afirmación que habías hecho en la Escuela de Comunidad: “Cristo resucitado o es un acontecimiento o no es”, igual que esta otra: “mi reconocimiento de Cristo o es ahora o no es”, establecía una diferencia radical, y por eso se me quedó grabada. Así que al volver a casa me dije: “Se lo tengo que decir, se lo debo decir a mi amigo”. Así que le escribí inmediatamente un mensaje: “De cualquier modo, Cristo ha resucitado”. Y que Cristo haya resucitado es algo que nuestra experiencia documenta constantemente, y no podemos partir de un dato que no sea éste, de otro modo nos equivocamos, somos parciales». ¿Veis? Muchas veces las cosas más justas que nos decimos nos parecen exageradas. Incluso después de haberlo experimentado, decir «Cristo ha resucitado» nos parece exagerado. Tenemos que hacer cuentas con cada uno de los matices que proyectan su sombra en nosotros. Si cuando digo «Cristo ha resucitado» percibo una sombra y no la miro de frente, esa sombra se convierte en un juicio. Luego podemos decir todas las sacrosantas palabras que queramos, pero lo que queda es la sombra. ¿Y en qué se ve? En el hecho de que me determina, determina mi presente. Por eso, ver cómo la propia humanidad vibra, darse cuenta – como dice don Giussani con una expresión bellísima – de cuál es el «sentimiento del yo» que tenemos es revelador: parece casi banal, sin embargo, por el sentimiento del yo se entiende qué es lo que prevalece en nosotros, cuál es el juicio último, se ve si, aun diciendo «Cristo ha resucitado», en el fondo lo que prevalece es: «Es exagerado» (no tenemos el valor de decir: «Es falso», solo decimos: «Es exagerado»), y esto determina nuestra forma de estar en la realidad, de concebirnos a nosotros mismos. Aquí se ve lo decisivo que es lo que subrayé en la Escuela de Comunidad: si uno no hace experiencia, si el cristianismo, si la fe no es una experiencia presente – ¡presente! –, no es algo que encuentre su confirmación en una experiencia, no podrá resistir, no ya ante el tsunami, sino ante cualquier circunstancia adversa.

3. El inicio de la liberación

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