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La Pereza


Enviado por   •  12 de Octubre de 2014  •  1.471 Palabras (6 Páginas)  •  186 Visitas

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"La pereza"

(Gustavo Adolfo Bécquer)

La pereza dicen que es don de los inmortales: en efecto, en esa serena y olímpica quietud de los perezosos de pura raza hay algo que les da cierta semejanza con los dioses.

El trabajo aseguran que santifica al hombre: de aquí sin duda el adagio popular que dice: “A Dios rogando y con el mazo dando”. Yo tengo, no obstante, mis ideas particulares sobre este punto. Creo, en efecto, que se puede recitar una jaculatoria, mientras se echan los bofes golpeando un yunque; pero la verdadera oración, esa oración sin palabras que nos pone en contacto con el Ser Supremo por medio de la idea mística, no puede existir sin tener a la pereza por base.

La pereza, pues, no sólo ennoblece al hombre porque le da cierta semejanza con los privilegiados seres que gozan de la inmortalidad, sino que, después de tanto como contra ella se declama, es seguramente uno de los mejores caminos para irse al cielo.

La pereza es una deidad a que rinden culto infinitos adoradores; pero su religión es una religión silenciosa y práctica: sus sacerdotes la predican con el ejemplo; la naturaleza misma en sus días de sol y suave temperatura contribuye a propagarla y extenderla con una persuasión irresistible.

Es cosa sabida que la bienaventuranza de los justos es una felicidad inmensa, que no acertamos a comprender ni a definir de una manera satisfactoria. La inteligencia del hombre, embotada por su contacto con la materia, no concibe lo puramente espiritual, y esto ha sido la causa de que cada uno se represente el cielo, no tal cual es, sino tal como quisiera que fuese.

Yo lo sueño con la quietud absoluta, como primer elemento de goce: el vacío al rededor, el alma despojada de dos de sus tres facultades, la voluntad y la memoria, y el entendimiento, esto es, el espíritu, reconcentrado en sí mismo, gozando en contemplarse y en sentirse.

Ésta es la razón por la que no estoy conforme con el poeta que ha dicho:

¡Heureux les morts, éternels paresseux!

[¡Felices los muertos, eternos perezosos!]

Esa pereza eterna del cadáver, cómodamente tendido sobre la tierra blanda y removida de la sepultura, no me disgusta del todo; sería tal vez mi bello ideal, si en la muerte pudiera tener la conciencia de mi reposo. ¿Será que el alma desasida de la materia vendrá a cernerse sobre la tumba, gozándose en la tranquilidad del cuerpo que la ha alojado en el mundo?

Si fuera así, decididamente me haría partidario del tan repetido y manoseado “reposo de la tumba”, tema favorito de los poetas elegíacos y llorones, y aspiración constante de las almas superiores y no comprendidas. Pero... ¡la muerte! “¿Quién sabe lo que hay detrás de la muerte?” —pregunta Hamlet en su famoso monólogo, sin que nadie le haya contestado todavía. Volvamos, pues, a la pereza de la vida, que es lo más positivo.

La mejor prueba de que la pereza es una aspiración instintiva del hombre, y uno de sus mayores bienes, es que, tal como está organizado este pícaro mundo, no puede practicarse, o al menos su práctica es tan peligrosa, que siempre ofrece por perspectiva el hospital. Y que el mundo tal como lo conocemos hoy, es la antítesis completa del paraíso de nuestros primeros padres, también es cosa que por lo evidente no necesita demostración. Sin embargo, el cielo, la luz, el aire, los bosques, los ríos, las flores, las montañas, la creación, en fin, todo nos dice que subsiste la pereza. ¿Dónde está la variación? El hombre ha comido la fruta prohibida; ha deseado saber: ya no tiene derecho a ser perezoso.

—¡Trabaja, muévete, agítate para comer! Esto es tan horrible como si nos dijeran: —¡Da a esa bomba, suda, afánate para coger el aire que has de respirar!

Cuántas veces, pensando en el bien perdido por la falta de nuestros primeros padres, he dicho en el fondo de mi alma, parodiando a Don Quijote en su célebre discurso sobre la edad de oro: —¡Dichosa edad, y dichosos tiempos aquellos en que el hombre no conocía

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