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Las Cloacas Del Comercio Informal


Enviado por   •  18 de Septiembre de 2012  •  4.723 Palabras (19 Páginas)  •  518 Visitas

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Cada año, 1,39 millones de personas, en su gran mayoría mujeres, son sometidas a la esclavitud sexual. La periodista y escritora mexicana Lydia Cacho ha dedicado cinco años a trazar el mapa de esta lacra contemporánea para su libro ‘Esclavas del poder’ (Debate). De los prostíbulos turcos a las ceremonias sexuales de los ‘yakuzas’ japoneses, pasando por los oscuros ‘desfiles de modas’ de Myanmar. En este personalísimo texto exclusivo para ‘El País Semanal’ relata algunas de las historias que vivió en su periplo.

Cuando tenía siete años, mi madre nos advertía a mi hermana Sonia y a mí de que siempre que saliéramos a la calle evitáramos a la robachicos, una vieja conocida en el vecindario porque secuestraba niñas; las atraía regalándoles caramelos y luego las vendía a extraños. La palabra equivalente en inglés, kidnapper (robaniños), es utilizada hoy para referirse al secuestro de personas de cualquier edad. Cuarenta años después de aquellas lecciones infantiles, descubrí que lo que en mi infancia parecía una anécdota propia de Dickens, con los años se convertiría en uno de los problemas más serios del siglo XXI. La sociedad tiende a considerar la trata de niñas y mujeres como una reminiscencia de otro tiempo. Creíamos que la modernización y las fuerzas del mercado global habrían de erradicarla y que el abuso infantil en los oscuros rincones del mundo subdesarrollado habría de disiparse al simple contacto de las leyes occidentales y la economía de mercado. Mi investigación demuestra justamente lo contrario. El mundo experimenta una explosión de las redes que roban, compran y esclavizan a niñas y mujeres; las mismas fuerzas que en teoría habrían de erradicar la esclavitud la han potenciado a una escala sin precedentes. Estamos presenciando el desarrollo de una cultura de normalización del robo, compraventa y corrupción de niñas y adolescentes en todo el planeta, que tiene como finalidad convertirlas en objetos sexuales de renta y venta.

Cada año 1,39 millones de personas en todo el mundo, en su gran mayoría mujeres y niñas, son sometidas a la esclavitud sexual. Durante cinco años, mi tarea fue rastrear las operaciones de las pequeñas y grandes mafias internacionales a través de los testimonios de supervivientes de la explotación sexual comercial. Mi investigación sigue la pista concreta de un fenómeno criminal que nació en el siglo XX: la trata sexual de mujeres y niñas. La sofisticación de la industria sexual ha creado un mercado que muy pronto superará al número de esclavos vendidos en la época de la esclavitud africana que se extendió desde el siglo XVI hasta el XIX. La confrontación emocional con el hecho de ser una mujer periodista hizo más compleja esta investigación. El reto fue mayúsculo. En Camboya, Tailandia, Myanmar y Asia Central me vi obligada a emplear distintas estrategias para evitar el peligro. Enfrenté enormes frustraciones, como cuando tuve que salir corriendo de un casino camboyano operado por una tríada china en el que se efectuaba la compraventa de niñas menores de diez años.

Para alcanzar mi objetivo puse en práctica las enseñanzas de Günter Wallraff, maestro alemán de periodismo y autor de Cabeza de turco. Siguiendo sus métodos de trabajo, en mi viaje desde México hasta Asia Central me disfracé y asumí personalidades falsas. Gracias a ello pude sentarme a beber café con una tratante filipina en Camboya; entré en un prostíbulo en Tokio donde todos parecían personajes salidos de un manga; y caminé vestida de novicia por La Merced, uno de los barrios más peligrosos de México, controlado por poderosos tratantes.

Para comprender el fenómeno resultó imprescindible hacer un análisis de la postura de varios países respecto a la trata de personas y a la prostitución, examinar las ganancias que la legalización o regulación representa para los Gobiernos, y el valor cultural que sus hombres y mujeres dan al comercio sexual de personas. Me encontré con naciones profundamente religiosas, como Turquía, en donde está legalizada la prostitución. Y otras, como Suecia, que han penalizado el consumo de sexo comercial y protegido legalmente a las mujeres que son víctimas de la esclavitud sexual comercial.

Turquía. Al aterrizar en Estambul es de noche y pierdo el aliento ante la belleza del cielo estrellado con pinceladas violetas. En un taxi rumbo al hotel, bajo la ventanilla y los olores de la ciudad se revelan ante mí: el diesel, las especias, el hálito salado del mar. Cada ciudad tiene un aroma que la distingue.

El taxista, orgulloso de su patria, elige darme un paseo. Me explica que nos encontramos en la separación entre Anatolia y Tracia, formada por el mar de Mármara, el Bósforo y los Dardanelos: los estrechos de Turquía que definen la frontera entre Asia y Europa. “Estamos a punto de ser reconocidos como parte de la Unión Europea. Aquí todo es bueno”, me asegura, “convivimos musulmanes, judíos, cristianos, agnósticos, protestantes. Aquí todo el mundo es respetado y bienvenido”. Sonrío y pienso en los informes de PEN International —una organización defensora de la libertad de expresión— sobre la persecución y encarcelamiento de escritores y periodistas turcos.

Pero guardo silencio, sé que el mundo no es blanco y negro y que todos los países, como las personas que los habitan, son diversos, complejos y magníficos a la vez. La hermosura de los ojos del joven maletero que me recibe en el hotel y la dulce voz de una recepcionista que habla un perfecto inglés hacen que me sienta bienvenida. Me recuerdan que la oscuridad no se ve sin conocer la luz, que la bondad está también en todas partes. Imagino que algunas de las 200.000 mujeres y niñas que han sido traficadas en los últimos cinco años a este país puente han encontrado a su paso la bondad de alguien que las ha visto como humanas.

Espero frente a la barra de un bar a mi contacto. Al poco tiempo, un hombre alto, atractivo, de tez morena clara, cabello al rape, cejas pobladas y chamarra de cuero se detiene a mi lado. Sin mirarme y aún con la nariz enrojecida por el aire helado, dice mi nombre y pide un trago.

En un francés titubeante masculla que allí no podemos hablar: “En hotel cinco estrellas, nos vemos mañana en hotel cinco estrellas”. Saco de mi bolso una tarjeta de mi hotel y se la entrego. La revisa. “Ése es el barrio Taya Hatún”, dice. “Sí, es un hotel pequeño, sólo turistas”, insisto. “Nueve de la mañana, sólo usted, madame”. Paga el trago sin haberlo probado, sale del bar y se sube al tranvía mirando a los lados.

Mahmut es policía, y uno de los buenos, según me dijo un colega corresponsal extranjero. Fue entrenado por el equipo de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) para el grupo especial contra la trata de personas en Turquía.

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