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RESUMEN - EL DERECHO ROMANO.

Jose villavicencioDocumentos de Investigación8 de Julio de 2016

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                                                          EL DERECHO ROMANO.

A diferencia de la sociedad hebrea donde la religión era determinante, la sociedad romana se decantó pronto hacia política. Roma se caracterizó por ser el ejemplo más consumado de civitas. Jerusalén fue desde su origen la “ciudad templo”. El concepto de civilidad de los romanos y el fervor religioso de los judíos eran resultado natural de dos visiones que se habían confrontado a lo largo de los siglos. En el origen de la cultura hebrea estaba el pastoreo; en el de la romana la agricultura.

Desde la fundación de Roma, la tierra, su posesión y usufructo, fue el eje referencial para diferenciar a los distintos clanes dentro de las tribus. El manto se fue concentrando luego en los terratenientes (patricios), que vivían a expensas de los labriegos y jornaleros (plebeyos). Patricios y plebeyos se enfrentaron así en una pugna por el poder que se extendió por siglos. Pero sin esta pugna no habría surgido jamás el derecho romano, que fue la más depurada expresión jurídica de su tiempo.

En contraposición al monoteísmo hebreo, el politeísmo romano era trifuncional y abarca un Olimpo cercano a la locura de los dioses de la naturaleza, dioses de la nación, y dioses de la familia. Y si a esta desmesura de raigambre agrícola le aunamos la posterior deificación de los emperadores, el panorama no puede ser más contradictorio. ¿Cómo fue posible que una cultura que había sublimado el concepto griego de polis, con tan grandes historiadores, literatos y juristas pudiera al mismo tiempo vivir bajo la opresión de las más primitivas supersticiones y la creencia en los dioses del viento, del mar y del trueno?

El móvil de la bárbara religiosidad romana fue fundamentalmente el temor; una ritualidad pagana que sólo buscaba aplacar la posible ira de los dioses. Y no es necesario pertenecer a ninguna teocracia dogmática para saber que los cultos que se alimentan del temor, encadenan al hombre a la intolerante ignorancia.

El gran logro de la civitas romana fue injustamente intentar ponerle coto al poder religioso y evitar con ello el surgimiento de una teocracia semejante a la judía. Ya desde el siglo IV a. C., Roma separó el poder político del poder religioso. Y desde ese entonces los pontífices fueron alejados de la administración de la civilidad y de la justicia.

En su punto culminante, la cultura romana alcanzó los principios de justicia y equidad más evolucionados de su tiempo. Pero esta grandeza no sólo estuvo fatídicamente signadas por el demencial politeísmo y la esclavitud, sino que también nació lastrada por un militarismo exacerbado. En la escenografía trágica de la cultura romana hay tres personajes cuyos papeles son decisivos para entender el paso de la Monarquía a la República, y de ésta al Imperio: el patricio, el plebeyo y el militar.

Durante la Monarquía (753 -244 a. C.) la imposición de los dueños de la tierra se vio reflejada en la primitiva administración de la justicia. La costumbre determinaba la burda jurisprudencia, cuya estancia superior judicial correspondía al rey, asesorado por los colegios sacerdotales (sobre todo el de los pontífices, que solía monopolizar la administración de la justicia). Los delitos en contra de los bienes sociales (res publica) eran perseguidos por los quarestores, y los procesados, en caso de ser considerados culpables, tenían el derecho a apelar ante la asamblea del pueblo (provocatio ad populum). Esta forma de derecho consuetudinario era típica de una sociedad prominentemente agrícola, donde las actos jurídicos era orales (el antecedente rudimentario del actual proceso adversarial).

Las protestas y levantamientos de los labriegos y jornaleros, junto con los incipientes pequeños comerciantes, junto con los incipientes pequeños comerciantes, aceleraron los cambios político-jurídicos que hicieron posible la instauración de la República (244-27 a. C.). Gracias a la intercesión de un tribuno de la plebe llamado Terentilo Arza, en el año 449 a. C. fue promulgada la polémica Ley de las Doce Tablas (Lex Duodécim Tabularum)         que significó un paso adelante fundamental para la administración más equitativa de la justicia. Dichas Tablas no sólo posibilitaron la laicización del derecho, sino que permitieron esbozar un conjunto de normas jurídicas constante perfeccionamiento llevaría a Celso a definir el derecho como “el arte de lo bueno y lo equitativo”. Entre estas normas destacaban el derecho procesal, derecho de la familia, derecho sucesorio, derechos reales, derecho agrario, derecho contractual y derecho penal.

Para los romanos el ejercicio del derecho implicaba necesariamente una actitud moral, que era herencia de los estoicos. Apoyándose en un rescate sutil de estas fuentes Ulpiano resumió así los preceptos esenciales del derecho romano: “vivir honestamente, no hacer daño a otro y dar a cada quien lo suyo”. Estos preceptos continuaron perfeccionándose a lo largo de la historia y propiciaron que el legado del derecho romano extendiera su vigencia hasta nuestros días (categorización jurídica, sistematización normativa, además del amplio vocabulario jurídico).

Por siglos los romanos fueron reacios al derecho escrito, y no fue sino hasta el gobierno de Justiniano (482-565 d. C.) que por fin pudo codificarse el derecho en el Corpus Iuris Civilis. La reacción al cambio provino previsiblemente de la fracción hegemónica que se resistía a ceder las prerrogativas del poder. La República acentuó la pugna entre patricios y plebeyos, y através de las múltiples presiones de la plebe logró que fueran aceptadas sus exigencias: acceso a cargos públicos, acceso a la propiedad de la tierra, equiparación social, y abolición de la esclavitud por deudas. Gracias a estas concesiones fue posible que el concepto básico de res publica, eje de la jurisprudencia monárquica, se sublimara en el concepto de humanitas, que hizo del valor y la dignidad de la persona uno de los mayores logros de la jurisprudencia republicana.

La fuente jurídica esencial romana fue sin duda las Instituciones de Gayo, y en su continuación sistémica y metódica puede percibirse el legado de los principios filosóficos griegos: sujeto-objeto-acción. El ius (derecho objetivo) se complementa con la facultas (derecho subjetivo), que es indisociable de la actio jurídica. Desde los tiempos oscuros de la Monarquía los romanos distinguieron con precisión la norma jurídica (ius) de la prohibición religiosa (fas). Pero hubo que esperar a la instauración de la República para que la división de poderes alcanzara su expresión clásica.

A partir de la caída de los dictadores, los cónsules asumen la administración del poder, y poco después son desplazados por los magistrados. Las magistraturas representaron un incuestionable paso adelante en la democratización del poder, y su diversidad es una muestra de la decantada civilidad romana. El pretor sustituyó al cónsul como administrador de justicia; los cuestores asumieron el papel de administradores financieros y de la justicia capital, los curules se encargaron de la administración de la ciudad y de los mercados; y los censores administraron los derechos políticos y honoríficos de los ciudadanos (derecho a los cargos públicos, derecho a votar, etc.), también llegaron a administrar los inmuebles del Estado y a controlar la adjudicación de obras públicas. No obstante, las decisiones trascendentales de la cosa pública se decidían a través de la pugna permanente entre el Senado (que representaba a las familias de los patricios) y los tribunos de la plebe. Estos tribunos (dos en total) transmitían al pueblo las decisiones del Senado en reuniones colectivas que denominaban concilia plebis; y a los acuerdos que se tomaban en estas reuniones se les llamaba plebiscitos.

Como consecuencia de la promulgación de la Ley de las Doce Tablas, el pueblo (Comitiatus maximus) había pasado a ejecutar directamente la función judicial en materia penal; pero poco antes de la instauración del Imperio (27 a. C. – 476 d. C.) se instituyeron los tribunales permanentes para todos los ciudadanos.

Jesucristo nació y vivió en el momento crucial en que la decadencia de la República daba lugar al surgimiento del Imperio. Tras la muerte del instaurador imperial César Augusto (63 a. C. – 14 d. C.) asume el poder el emperador Tiberio (42 a. C. – 37 d. C.) que nombrara a Poncio Pilatos gobernador de Judea el año 26 d. C. Como gobernador o pretor Pilatos estaba encargado de administrar la justicia –derecho a la vida y muerte-, y sus resoluciones sólo podían ser impugnadas ante los tribunos de la plebe. Judea, como provincia conquistada, tenía derecho a conservar su régimen de usos y costumbres; pero el mandato del gobernador romano y los dictadores jurídicos provenientes de Roma estaban  siempre por encima de los usos y las costumbres de las provincias conquistadas.

Poncio Pilatos sabía muy bien que Jesús de Nazaret no podía ser condenado a la pena capital por el derecho romano. En varias ocasiones admitió que ante el derecho romano Jesús era inocente. Pero Pilatos no fue inocente. Su cobardía lo convirtió en un mal pretor romano que permitió que los usos y costumbres de una sociedad teocrática desplazasen a la civitas y la humanitas romanas. Sí, de acuerdo a la ley romana, hubiese decretado la liberación de Jesús, el nombre de Poncio Pilatos no habría quedado impreso de manera ignominiosa en la Historia como sinónimo de juez cobarde.

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