El Latin Y El Derecho Romano
olgacha222 de Noviembre de 2012
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/home/olgacha/Documentos/El latin y el derecho romano.odtEl latin y el Derecho Romano en la jurisprudencia civil del Tribunal Supremo
En los manuales de Teoría del Derecho, cuando un servidor era alumno todavía, y en las raras ocasiones en que los leía, podía advertirse la preocupación de los expertos por un tema que, por lo que me toca, siempre me resultó particularmente interesante: las “lagunas” del Derecho. Con esta agraciada y metafórica expresión, los teóricos y pensadores se refieren a aquel “defecto” del ordenamiento jurídico por el cual surge un supuesto de hecho, una circunstancia, un caso, que no está expresamente regulado en él; esto es, que no tiene una solución específica y propia. Este fenómeno parece inevitable, y no está de más decir que se da porque la vida (esquiva y hasta rebelde) siempre se encarga de inventar salidas y enredar historias.
Las lagunas del Derecho han enervado a generaciones de juristas y filósofos del Derecho. Savigny insistía en que el Derecho es un “sistema”; es decir, una totalidad en la que las partes están unidas entre sí mediante determinados principios, de tal manera que una vez se conocen ciertas determinaciones pueden deducirse, a partir de ellas, todas las demás.
Kelsen definía el Derecho como un “orden jerárquico” en cuya cúspide está la Norma Hipotética o Fundamental, a partir de la cual todas las demás adquieren carta de naturaleza, por ley o por deducción, de forma que la actividad legislativa y la función aplicativa de las normas pueden extender el imperio jurídico hasta las últimos rincones de la sociedad y el individuo.
Bulygin habla de “sistema jurídico” para señalar el conjunto de todas las normas existentes y vigentes en un Estado en un determinado momento (las expresamente formuladas y las derivadas lógicamente de éstas, que pueden ser tantas como necesidades haya).
Podríamos citar más ejemplos, pero no valdría la pena. Estos autores y muchos otros, en mayor o menor medida, con mayor o menor convicción, tienen en mente la idea de un Derecho que es “pleno” (y, si no lo es, debe serlo): o sea, que todo lo comprende, que todo lo alcanza, que todo lo prevé. Esta plenitud procede de su coherencia interna, cualidad que provoca que, asentado sobre axiomas o primeros principios rotundos y básicos, y lanzados a lomos de centenares de normas claras y predeterminadas que desarrollan aquellos axiomas, ningún caso quede sin solución, y ningún juez calle por falta de criterio.
En efecto, ésta es otra de esas convicciones-principios del “ideario” que hemos bosquejado burdamente, presente en nuestro Derecho e ideario jurídico común. Pues así es: el juez no puede callar, sino que debe dictar sentencia en todo caso, tal como recoge el art. 11.3 de la Ley Orgánica del Poder Judicial: “Los juzgados y tribunales, de conformidad con el principio de tutela efectiva consagrado en el artículo 24 de la Constitución, deberán resolver siempre sobre las pretensiones que se les formulen”. No hay que extrañarse de esto, ya que es consecuencia de cierta mentalidad, no del todo desterrada del presente, heredada de los siglos pasados, y que tenía como ideas clave algunas de las siguientes:
El Derecho contribuye a racionalizar la vida de la sociedad, razón por la cual no debe desaprovechar ninguna ocasión para ejercer tan loable misión.
El Derecho es manifestación de la fuerza del Estado, máxima expresión de la búsqueda de la utilidad racional; y por ello el Estado, que tiene una clara tendencia a la omnipresencia y al omnicontrol, se esfuerza en mantener activo el principal de los instrumentos con que cuenta para perseguir sus fines: el Derecho.
Los ciudadanos ven cada vez con más convencimiento al Estado como protector y garante de sus derechos personales, que aquél no duda en ampliar continuamente a través de sucesivas leyes de reconocimiento, creación o modificación; y por eso, cada día más, acuden a los tribunales en busca de esa protección, no sólo frente a otros ciudadanos, sino también frente al propio Estado, que como kraken futurista dispone de decenas de brazos inquietantes y ha obligado a la sociedad a interponer entre ella y él diques de contención que frenen su natural ímpetu fiscalizador y alienador, y sirvan para reparar los inevitables e impredecibles (a veces no tanto...) perjuicios que quienes tienen poder causan siempre a aquéllos que están, de una forma u otra, bajo su dominio. El Derecho se me figura, así, como un tentáculo más fuerte que impide al resto cazar a algunas presas, o apretarlas demasiado fuerte.
Frente a esta necesidad de protección, o al unísono con su reconocimiento teórico, nació una idea aún más extraña, más radical y revolucionaria, que convirtió en derecho lo que era antes lujo o más bien tortura, y extendió a todos los ciudadanos lo que era casi siempre privilegio desgraciado: hablamos del derecho de acceso a los tribunales por voluntad propia, y a obtener de ellos una sentencia que protegiera los intereses personales del actuante.
Sin embargo, ¿qué pasa cuando, de hecho, el juez, obligado a dictar sentencia en todo caso, se encuentra en la difícil situación de no tener a su disposición, de entre todas las normas expresas del país, ninguna que recoja el supuesto específico que se le ha planteado? En casos como éste, el juzgador trata de atenerse al “sistema de fuentes”. Pero, ¿y si aún así (o precisamente por ello) el supuesto específico exige un esfuerzo suplementario de motivación, por no hallarse previsto como tal?.
Es una situación cuasi inimaginable, desde la perspectiva idealizada que tenemos del sistema jurídico. Pero a veces sucede. O sucede más de lo que creemos, acaso. Por ello, autores como Kelsen relativizaban tanto la diferencia entre creación y aplicación del Derecho.
En realidad, en casos así, el juez tiene a su disposición varias vías de solución de “su” problema (porque es principalmente suyo, ya que es él el obligado a decidir siempre y en todo caso, sin que pueda ampararse en falta de ley u oscuridad de ésta, bajo apercibimiento de sanción):
Puede echar mano de la “analogía”, el camino cavado por los astutos sabios del pasado para rellenar un valle con el agua de otros.
Puede negar la existencia de la laguna, con el subterfugio de que el legislado ha “dejado” voluntariamente a su sabio parecer la resolución de cierto tipo de asuntos, o de alguno de sus elementos. Pero incluso en este caso tendrá que dar fe de cuáles son los criterios personales que pone en juego en su sentencia, acuciado por otra terrible carga que recae sobre su labor: la de motivar siempre suficientemente sus decisiones, y de forma coherente y racional (¡qué terrible condena!).
Puede acudir a lo que otros jueces decidieron ya antes sobre cuestiones semejantes (el recurso a la jurisprudencia), método muy cómodo y alentado por los propios ciudadanos y profesionales del derecho, a quienes la existencia del precedente, con razón, les otorga una legítima confianza en la predictibilidad de las sentencias, una cierta “seguridad jurídica”; al tiempo que la variedad y número de decisiones judiciales ya dictadas les permite apoyar casi cualquier tipo de argumento, esperando que la autoridad del tribunal citado tenga el suficiente peso en la mente del (supuestamente) ocioso y omnisciente juez.
O puede también releer sus viejos manuales y recordar aquellas sesudas lecciones que creía del todo olvidadas, entre las cuales, a salto de mata, aparecían misteriosas las palabras de un idioma antiguo, lengua muerta, aunque latente, el latín, las cuales, salidas de la boca de algún sabio primitivo, proclamaban principios eternos. Si lo hace y se admira de que aún tengan sentido, y al tratar de aplicarlos a su problema ve que se dejan trabajar, moldear y usar, pronto se encontrará haciendo algo que nadie reconoce abiertamente pero que todos “cometen”: estará yendo a buscar soluciones presentes al derecho romano. Roma murió, pero sus leyes le sobrevivieron. O mejor, su jurisprudencia. Su lengua ya no se habla, pero algunos aún la entienden, la escriben y piensan en ella los preciosos brocardos del saber jurídico ancestral.
Y de hecho es así. Es demostrable. Sucede poco, pero sucede. Incluso en nuestra época. Este breve trabajo versa precisamente sobre esto. Hemos elegido para probarlo la jurisprudencia civil del Tribunal Supremo durante el año 2006, de principio a fin. Con ello, no pretendemos asentar ninguna compleja tesis, sino inquietar las mentes poniendo ante ellas el erudito estudio presente, que contiene, sin ánimo exhaustivo, una larga relación de expresiones y principios latinos o medievales salidos y heredados, de una u otra forma, del acervo histórico del Derecho Romano y su recepción europea posterior. Quizá con ello logremos acentuar la importancia de estudiar latín. Pero en todo caso es un fin no buscado directamente.
Incluyo, cuando lo he considerado pertinente, una traducción al uso de las expresiones, mas no me ha parecido adecuado hacerlo en todos los casos; primero porque la expresión se mantiene más pura cuando es comprendida en su pura literalidad, y segundo porque evidentemente este trabajo no interesará a quien, de suyo, no venga ya preparado para realizar su propia traducción. De no ser así, y tener la suerte de interesar a un público más amplio, una rápida consulta a cualquier diccionario al uso solventará todas las dificultades.
Asimismo, incluyo la cita de algunas o todas las sentencias que en cada caso introducen cada una de las expresiones o frases.
Se comprobará que hay locuciones que son tan comunes que deben tenerse por pertenecientes a la formación básica del
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