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Mateo El Papi

pantenol9 de Septiembre de 2014

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BAROJA, Pío

Camino de Perfección

Ed. Caro Raggio, Madrid 1972.

INTRODUCCIÓN

La fecha de publicación de Camino de perfección no es indiferente. En 1902 Baroja tiene treinta años y mantiene una amistad, que nunca se interrumpió, con Azorín, quien ese mismo año publica La Voluntad. Ambas novelas, nacidas de un mismo fondo ideológico, tienen tanto en común que se las considera gemelas. Ambas reflejan el problema íntimo de toda una generación y, a la vez, cada una es fruto de la crisis que experimenta su autor en el momento de crearla.

Si bien se considera que con esta obra Baroja alcanza su madurez como novelista —Azorín la consideró en algún momento su obra maestra—, su autor la repudiaría años más tarde por considerarla expresión de unas inquietudes de tipo religioso que nunca más volvió a experimentar. En este sentido podemos hablar de novela autobiográfica, aunque también cabe entenderla "como la guía de conciencia colectiva de cierto grupo de escritores y artistas que vivieron juntos durante unos pocos años decisivos, más que un texto clave sobre la conciencia individual de Baroja, el cual, pasados los años, veía esta obra desde lejos como algo un poco ajeno a su propio yo, incluso en el estilo"[1]. En efecto, ese mismo año de 1902 vieron la luz Amor y pedagogía, de Unamuno y Sonata de Otoño, de Valle Inclán, que unidas a las de Azorín y Baroja determinan un cambio de rumbo en la novela española.

Camino de perfección es una novela de tesis, la cual se condensa en el título. Significativamente esta novela forma parte de la trilogía que Baroja tituló La vida fantástica, junto a las Aventuras, inventos y mixtificaciones de Silvestre Paradox y Paradox rey.

CONTENIDO

La obra, que consta de LX capítulos intitulados, tiene una estructura lineal, en consonancia con el tema del "camino", al que responde su contenido. El elemento de unidad es el personaje del protagonista, Fernando Ossorio.

No obstante, si atendemos a quién es el narrador, podemos hablar de tres puntos de vista en la novela, aunque también en perfecta adecuación de fondo y forma.

Los dos primeros capítulos son narrados en primera persona por un antiguo compañero de Fernando en la Facultad de Medicina de Madrid. Es la narración objetivada de un testigo que ha conocido personalmente al protagonista.

De un modo casi insensible este amigo de Fernando se va diluyendo en un narrador impersonal y omnisciente, que conoce el alma de Fernando mejor que Fernando mismo. A cargo de este narrador corre el relato hasta que al comenzar el capítulo XLVI el lector sufre un sobresalto al leer: "¿Fue manuscrito o colección de cartas? No sé; después de todo ¿qué importa? En el cuaderno de donde yo copio esto, la narración continúa, sólo que el narrador parece ser en las páginas siguientes el mismo personaje" (p. 277). Esta incursión directa del autor en la novela da paso a los capítulos en los que es Fernando Ossorio quien, en primera persona, cuenta la última etapa de su camino de perfección. Los tres últimos capítulos de la novela, que vienen a constituir un epílogo, aunque no se le llame así, están de nuevo en boca del narrador omnisciente que relató la mayor parte de la historia.

La trama

Fernando Ossorio es un estudiante de Medicina "extraño y digno de observación". Era "un muchacho alto, moreno, silencioso, de ojos intranquilos y expresión melancólica", que pronto se manifiesta como un inadaptado, a causa de la herencia y de la educación que ha recibido. Niño precoz, "a los ocho años dibujaba y tocaba el piano (...) todos se hacían lenguas de mi talento menos mis padres, que no me querían" (p. 9). Educado desde los diez años en casa de un abuelo "volteriano convencido, de esos que creen que la religión es una mala farsa", se encontraba combatido entre las ideas de éste y las de su nodriza, "fanática como nadie" (p. 10), a la que quería más que a su madre.

Cuando Fernando está terminando el bachillerato muere su abuelo y lo envían, interno, al colegio de los Escolapios de la "levítica" ciudad de Yécora. Vuelve a Madrid cuando muere su padre, y a los dieciocho años empieza sus estudios universitarios. Cuando Fernando relata estos antecedentes al amigo que narra los primeros capítulos, concluye que "gracias a mi educación han hecho de mí un degenerado" (p. 11).

Pero por otra parte está la herencia familiar: "la influencia histérica se marca con facilidad en mi familia. La hermana de mi padre, loca; un primo, suicida; un hermano de mi madre, imbécil en un manicomio; un tío, alcoholizado. Es tremendo, tremendo" (p. 18).

Descrito como poseedor de una especial sensibilidad, que raya en lo anormal, que le inclina hacia lo artístico y lo religioso, todos los rasgos que aparecen en la novela lo señalan como un neurótico que "a veces sentía un aurea epiléptica" (p. 53), era sonámbulo (p. 61), tenía una imaginación excitada, y el miedo había sido "un huésped continuo de su alma" (p. 62).

Después de abandonar la carrera de Medicina y de dedicarse, sin éxito, a la pintura, se ve dueño de cierta fortuna por el fallecimiento de un pariente a quien no conocía, y "aunque la herencia de su tío-abuelo le daba medios para vivir con cierta independencia (...), como no tenía deseos ni voluntad, ni fuerza para nada, se dejó llevar por la corriente" (p. 35) y se trasladó a vivir con dos tías suyas solteras, a la calle del Sacramento.

Las relaciones que mantiene durante tres meses con una de sus tías, Laura, son "de un erotismo bestial", en palabras del propio narrador, y dan lugar a varios capítulos inconvenientes.

Después de esa temporada la situación de Fernando es aún más lamentable, si cabe. "Intimamente su miedo era creer que los fenómenos que experimentaba eran única y exclusivamente síntomas de locura o de anemia cerebral.

Al mismo tiempo sentía una gran opresión en la columna vertebral, y vértigos y zumbidos, y la tierra le parecía como si estuviera algodonada.

Un día que encontró a un antiguo condiscípulo suyo, le explicó lo que tenía y le pregunto después:—

_ ¿qué haría yo?

_ Sal de Madrid.

_ ¿Adónde?

_ A cualquier parte. Por los caminos, a pie, por donde tengas que sufrir incomodidades, molestias, dolores..."(p. 63).

Así es como, en el capítulo IX, Fernando inicia su camino de perfección. El itinerario, desde que sale de Madrid por la carretera de Fuencarral, pasa por Colmenar, Manzanares, Rascafría, El Paular, Cercedilla y Segovia. Ahí se detiene algún tiempo y, después de visitar La Granja, regresa desde Segovia a Madrid por Torrelodones, Las Rozas y Aravaca. Entra por Puerta de Hierro, atraviesa el Paseo de los Melancólicos, "que pasa por entre el Campo del Moro y la Casa de Campo" y, sin detenerse en la capital, se dirige desde ella a Illescas, y de ahí a Toledo. Pasa en esta ciudad dos meses y, una vez que la abandona, se dirige por Castillejo y Albacete a Yécora, trasunto de Yecla, como en la novela de Azorín. En Yécora pasa algún tiempo y desde ella hace una escapada a Marisparza. Luego abandona Yécora con los cómicos de una compañía, de los que se escabulle en un tren que se dirige a Alicante. No llegará a esta ciudad pues antes se baja "en la estación de un pueblo encantador"(p. 276), desde donde decide ir a visitar a un tío suyo "médico en un pueblo de la provincia de Castellón" (p. 284). Allí transcurren los últimos capítulos de la novela: se enamora de su prima Dolores, con la cual se casa, y culmina su itinerario espiritual con la adquisición de la paz, que describe como "la costumbre adquirida de vivir en el campo, el amor a la tierra, la aparición enérgica del deseo de poseer y poco a poco la reintegración vigorosa de todos los instintos, naturales, salvajes" (p. 334).

Acertadamente comentó Baroja, años después, que esta novela "pesa un poco, es cierto; para llegar hasta el fin hay que tragar muchas descripciones, mucho sol, mucho polvo, muchos caminos de Castilla; todo es cuestión de tener un estómago resistente"[2],

Pero si acabamos de señalar el itinerario externo de Fernando Ossorio, el verdadero "camino de perfección" es el que recorre interiormente el protagonista. Lo que ocurre en cada uno de los lugares citados carecería de importancia por sí mismo, si no constituyera una pincelada en el retrato moral de Fernando y en su camino interior. En éste no se observa, de todos modos, una evolución paulatina. La transformación se produce de un modo casi súbito al final de la obra.

Si al comienzo del camino a Fernando le parecía su vida "una cosa vaga y sin objeto" (p. 81), todavía estando en El Paular afirma: "mi cabeza es una guarida de pensamientos vagos, que no sé de dónde brotan" (p. 96). Más adelante, en Segovia, "Fernando se levantó preso de una invencible tristeza" (p. 110). Después de recorrer caminos y pasar penalidades y cansancio, llega a Toledo: "a los dos meses de estar en Toledo, Fernando se encontraba más excitado que en Madrid" (p. 157) y sufre una especie de alucinaciones que le llevan a sentirse "loco, completamente loco" (p. 191).

No se advierte, pues, nada que anuncie una mejoría en el estado de Fernando hasta que en Yécora, después de haber pasado unos días en Marisparza, apunta el narrador que Fernando "estaba asistiendo al silencioso proceso de su alma, que arrojaba lentamente todas las locuras misteriosas que la habían enturbiado"

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