El Fedon
keveriTutorial4 de Diciembre de 2013
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ARGUMENTO
El Fedón no es, como los precedentes diálogos, una mera serie de preguntas y respuestas sin otro objeto que poner en evidencia el error de una teoría o la verdad de un principio; sino que es una composición de distinto género, en la que, en medio de los incidentes de un argumento principal, se proponen, discuten y resuelven problemas complejos, que interesan a la vez a la psicología, a la moral y a la metafísica; obra sabia en la que están refundidos, con profunda intención, tres objetos muy diferentes: el relato histórico, la discusión y el mito.
El relato histórico consiste en la pintura sensible y viva del último día y de la muerte de Sócrates, que a Equécrates de Flionte hace Fedón, testigo conmovido aún por la muerte serena y noble, que fielmente refiere con un lenguaje en el que campanean la sencillez y la grandeza antiguas; cuadro de eterna belleza, en el que nadie puede fijar sus miradas sin verse insensiblemente poseído de la admiración y entusiasmo que respiran las palabras de su autor. En el momento en que Fedón nos abre las puertas de la prisión, aparece Sócrates, sentado el borde de su cama, en medio de sus discípulos, que muy de mañana concurrieron para recoger las últimas palabras de su venerado maestro. Aparece con un aire tranquilo y risueño, sin advertirse en él sombra alguna de tristeza ni de decaimiento que altere su semblante, sino sereno y tranquilo, como el pensamiento que le anima. Fuera de la emoción, mal contenida, de sus amigos, y las lágrimas, que a pesar de éstos salen de sus ojos, y las lamentaciones de Jantipa, su mujer; nada absolutamente se advertía en la persona de Sócrates que indicara la proximidad de su muerte; el mantiene sin esfuerzo su modo de ser y su lenguaje ordinarios. Fedón nos enternece con sus recuerdos personales; se complace en traer a la memoria que su maestro, a cuyos pies tenía costumbre sentarse en un pequeño cojín, jugaba aquel mismo día con su cabellera, durante la conversación; y se chanceaba recordándole que al día siguiente, con motivo del duelo, se vería precisado de cortarla. Resuelto a dar a sus amigos al ejemplo de una vida consagrada hasta el último momento a la filosofía, Sócrates hizo retirar a su mujer y a sus hijos; puso trabas al dolor de sus amigos, y no tardó en provocar a Simmias y a Cebes a una discusión, que debía prolongarse hasta la puesta del sol, o sea hasta el instante marcado por la ley para beber la cicuta. Será, como lo dice él mismo, el canto del cisne; no un canto de tristeza, sino más bien de sublime esperanza en la vida bienaventurada e inmortal.
¿No debe el filósofo desear morir? ¿Tiene el derecho de decidir, según su voluntad, la muerte que tarda demasiado en venir, y no esperar el plazo del destino? Estas son las primeras cuestiones que debían ocurrir naturalmente en aquella situación. La opinión de Sócrates es que la esperanza de encontrar, en una vida mejor que la nuestra, dioses justos, buenos y amigos de los hombres, basta para obligar al sabio a mirar la muerte con la sonrisa en los labios. Y en cuanto a acortar el término natural de la vida, ningún hombre, y el sabio menos que los demás, debe hacerlo; porque si hay una justa razón para no temer la muerte, hay dos para esperarla. Por lo tanto, debe dar una prueba de valor, soportando con paciencia los males de esta vida; y considerar que es una cobardía abandonar el puesto que le ha cabido en su suerte. Por otra parte, su persona y su destino pertenecen a los dioses, sus creadores y dueños; y no tiene ningún derecho para disponer de sí, puesto que no se pertenece. Nunca se han invocado razones más fuertes contra el suicidio; y no es pequeño honor para Platón el que en un problema tan importante y tan delicado no tenga nada que envidiar su espiritualismo pagano ni a la moral cristiana ni al espiritualismo moderno. ¡Con qué fuerza pone en claro las razones de la diferente idea que de la vida y de la muerte se forman el filósofo y el vulgo! El vulgo se apega a la vida, porque de lo único que se cuida es del cuerpo y de los placeres de los sentidos, olvidándose de que tiene alma; y así la muerte le aterra, porque al destruirse el cuerpo, se ve privado de lo que más quiere. ¿Pero qué son el precio de la vida y el terror de la muerte para el que no da al cuerpo ningún valor? En este caso se halla el filósofo, que encuentra su felicidad sólo en el pensamiento; que aspira a bienes invisibles como el alma misma, e imposibles en este mundo; y que ve venir la muerte con alegría, como término del tiempo de prueba que le separa de esos mismos bienes, que han sido para él objeto de meditación para toda su vida. Su vida, a decir verdad, no es más que una meditación sobre la muerte. Preguntad a Platón cuales son estos bienes invisibles: "Yo no hablo sólo, dice, de lo justo, de los bueno y de lo bello; sino también de la grandeza de la santidad, de la fuerza; en una palabra, de la esencia de todas la cosas; es decir, de los que son es sí mismas." Este es el primer rasgo de la teoría de la ideas, cuyo plan se va a desarrollar bien pronto.
¿Pero de dónde procede la certidumbre del filósofo de que con la muerte no perece todo él? Y no teniendo la prueba de que el alma debe sobrevivir al cuerpo, ¿quién le asegura que no sea esto un engaño y una bella ilusión? Platón, por boca de Sócrates, se resuelve firmemente a explicar todos estos problemas terribles, y toca uno tras otro los puntos siguientes, que basta indicar para conocer su importancia: la supervivencia del alma respecto del cuerpo, la reminiscencia, la preexistencia del alma, la existencia de las ideas en sí, la simplicidad, la inmaterialidad, la indisolubilidad, la libertad del alma y, en fin, su inmortalidad.
Parte de las ideas pitagóricas de la estancia del alma en los infiernos y de su vuelta a la vida, para probar que existe después de la muerte. Este es el sentido de la máxima: "Los vivos nacen de los muertos", envuelta en esta otra más general: "Todo lo que tiene un contrario nace de este contrario"; como lo más grande, de lo más pequeño; lo más fuerte, de lo más débil; lo más ligero, de lo mas lento; lo peor, de lo mejor; la vigilia, del sueño, y la vida, de la muerte. A este argumento en favor de la supervivencia del alma, tomado de la doctrina de la metempsicosis, se añade otro puramente platoniano a favor de la preexistencia. Es una consecuencia del principio según el que la ciencia es una reminiscencia; principio que supone ya la teoría de las ideas, con que nos encontramos aquí por segunda vez. Saber no es más que recordar, y el recuerdo supone un conocimiento anterior; por consiguiente, si el alma se acuerda de esas cosas que no ha podido conocer en esta vida, es una prueba de que ha existido antes. ¿No es cierto que nuestra alma, a través de la imperfecta igualdad que muestran los objetos sensibles entre sí, tiene la idea de una igualdad perfecta, inteligible e inaccesible a los sentidos? ¿No tiene asimismo la idea del bien, de los justo, de lo santo y de la esencia de todas las cosas? Estos conocimientos no ha podido adquirirlos después de nacer, puesto que no son perceptibles a los sentidos, y es preciso que los haya adquirido antes: "La consecuencia de todo es que el alma existe antes de nuestra aparición en este mundo, y lo mismo las esencias." Estos dos argumentos, a decir verdad, a pesar del prestigio de los nombres de Pitágoras y Platón, no tienen a nuestros ojos más que un valor histórico. El primero es tan débil como la muerta teoría de la metempsicosis, de donde procede. El segundo tendría toda la fuerza de una demostración si las dos teorías de la idea y de la reminiscencia, que tanta importancia tienen en la doctrina de Platón, pudiesen hoy ser aceptadas sin reserva.
Pero he aquí, en cambio, una serie de razonamientos que bien pueden satisfacer a los espíritus más exigentes. Se fundan en el examen de la naturaleza del alma. Nuestra alma ¿es una de las cosas que pueden disolverse, o es indisoluble? ¿Es simple o compuesta, material o inmaterial? En fin, ¿con qué se conforma más: con lo que cambia sin cesar o con que subsiste eternamente idéntico a sí mismo? Todas estas cuestiones bastan por si solas para probar que, en el pensamiento de Platón, el problema del destino del alma, después del relativo a su misma esencia. La busca desde luego, y a este fin distingue dos órdenes de cosas; unas que son simples, absolutas, inmutables, eternas; en una palabra, las esencias inteligibles; otras, imágenes imperfectas de las primeras, que son compuestas, mudables; es decir, cuerpos perceptibles por medio de los sentidos. ¿En cual de estos dos órdenes se encuentra nuestra alma? En el de las esencias; porque es como ellas invisible, simple, y llevada por su propia tendencia a buscarlas, como bien acomodado a su naturaleza. Si nuestra alma es semejante a las esencias, no muda nunca, como no mudan ellas; y no tiene que temer la disolución por la muerte como el cuerpo; ella es inmortal. Pero Platón tiene gran cuidado de decir en seguida que de que el alma tenga asegurado a causa de su naturaleza un destino futuro, no se sigue que haya de ser este destino igual para todas las almas indistintamente. La del filósofo y la del justo, depurada mediante la constante meditación sobre las esencias divinas, serán indudablemente admitidas a participar de la vida bienaventurada de los dioses. Pero las del vulgo y la del hombre malo, manchadas con impurezas y crímenes, serán privadas de esta dichosa eternidad y sometidas a pruebas, cuya pintura toma Platón de la mitología. Estas creencias de otro tiempo prueban, por lo menos, la antigüedad de la fe del género humano en una sanción suprema de la ley moral, y fortifican, con el peso del consentimiento universal, uno de los principios
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