Fundamentacion Del Conocimiento
jessicamose24 de Febrero de 2014
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FUNDAMENTACIÓN DE LA
METAFÍSICA DE LAS
COSTUMBRES.
1785
IMMANUEL KANT.
www.philosophia.cl / Escuela de Filosofía Universidad ARCIS.
www.philosophia.cl / Escuela de Filosofía Universidad ARCIS.
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IMMANUEL
KANT
FUNDAMENTACIÓN DE LA METAFÍSICA DE LAS COSTUMBRES
CAPÍTULO PRIMERO
TRÁNSITO DEL CONOCIMIENTO MORAL COMÚN DE LA RAZÓN AL CONOCIMIENTO
FILOSÓFICO
Ni en el mundo ni, en general, fuera de él es posible pensar nada que pueda ser considerado bueno
sin restricción, excepto una buena voluntad. El entendimiento, el ingenio, la facultad de discernir,1 o
como quieran llamarse los talentos del espíritu; o el valor, la decisión, la constancia en los propósitos
como cualidades del temperamento son, sin duda, buenos y deseables en muchos sentidos, aunque
también pueden llegar a ser extraordinariamente malos y dañinos si la voluntad que debe hacer uso
de estos dones de la naturaleza y cuya constitución se llama propiamente carácter no es buena. Lo
mismo sucede con los dones de la fortuna. El poder, la riqueza, el honor, incluso la salud y la
satisfacción y alegría con la propia situación personal, que se resume en el término , dan valor, y tras
él a veces arrogancia. Si no existe una buena voluntad que dirija y acomode a un fin universal el
influjo de esa felicidad y con él el principio general de la acción; por no hablar de que un espectador
racional imparcial, al contemplar la ininterrumpida prosperidad de un ser que no ostenta ningún
rasgo de una voluntad pura y buena, jamás podrá llegar a sentir satisfacción, por lo que la buena
voluntad parece constituir la ineludible condición que nos hace dignos de ser felices.
Algunas cualidades son incluso favorables a esa buena voluntad y pueden facilitar bastante su
trabajo, pero no tienen ningún valor interno absoluto, sino que presuponen siempre una buena
voluntad que restringe la alta estima que solemos tributarles (por lo demás, con razón) y no nos
permite considerarlas absolutamente buenas. La moderación en afectos y pasiones, el dominio de sí
mismo, la sobria reflexión, no son buenas solamente en muchos aspectos, sino que hasta parecen
constituir una parte del valor interior de la persona, no obstante lo cual están muy lejos de poder ser
definidas como buenas sin restricción (aunque los antiguos las consideraran así
incondicionalmente). En efecto, sin los principios de una buena voluntad pueden llegar a ser
extraordinariamente malas, y la sangre fría de un malvado no sólo lo hace mucho más peligroso sino
mucho más despreciable ante nuestros ojos de lo que sin eso podría considerarse.
La buena voluntad no es buena por lo que efectúe o realice ni por su aptitud para alcanzar algún
determinado fin propuesto previamente, sino que sólo es buena por el querer, es decir, en sí misma, y
considerada por sí misma es, sin comparación, muchísimo más valiosa que todo lo que por medio de
ella pudiéramos realizar en provecho de alguna inclinación y, si se quiere, de la suma de todas las
inclinaciones. Aunque por una particular desgracia del destino o por la mezquindad de una
1 En alemán Urteilskraft. El contexto parece aconsejar una versión algo diferente a la que da Morente, ya que
Kant se está refiriendo aquí a simples facultades psicológicas que no tienen nada que ver con la de la que habla
el filósofo en otros lugares.
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naturaleza madrastra faltase completamente a esa voluntad la facultad de sacar adelante su
propósito; si, a pesar de sus mayores esfuerzos, no pudiera llevar a cabo nada y sólo quedase la buena
voluntad (desde luego no como un mero deseo sino como el acopio de todos los medios que están en
nuestro poder), aun así esa buena voluntad brillaría por sí misma como una joya, como algo que en
sí mismo posee pleno valor. Ni la utilidad ni la esterilidad pueden añadir ni quitar nada a este valor.
Serían, por así decir, como un adorno de reclamo para poder venderla mejor en un comercio vulgar
o llamar la atención de los pocos entendidos, pero no para recomendarla a expertos y determinar su
valor.
Sin embargo, hay algo tan extraño en esta ideal del valor absoluto de la mera voluntad sin que entre
en consideración ningún provecho al apreciarla, que, al margen de su conformidad con la razón
común, surge inevitablemente la sospecha de que acaso el fundamento de todo esto sea simplemente
una sublime fantasía y que quizá hayamos entendido erróneamente el propósito de la naturaleza al
haber dado a nuestra voluntad la razón como directora. Por ello vamos a examinar esta idea desde
este punto de vista.
Admitimos como principio que en las disposiciones naturales de un ser organizado, es decir,
adecuado teleológicamente para la vida, no se encuentra ningún instrumento dispuesto para un fin
que no sea el más propio y adecuado para dicho fin. Ahora bien, si en un ser dotado de razón y de
voluntad el propio fin de la naturaleza fuera su conservación, su mejoramiento y, en una palabra, su
felicidad, la naturaleza habría tomado muy mal sus disposiciones al elegir la razón de la criatura
como la encargada de llevar a cabo su propósito. En efecto, todas las acciones que en este sentido
tiene que realizar la criatura, así como la regla general de su comportamiento, podrían haber sido
dispuestas mucho mejor a través del instinto, y aquel fin podría conseguirse con una seguridad
mucho mayor que la que puede alcanzar la razón; y si ésta debió concederse a la venturosa criatura,
sólo habría de servirle para hacer consideraciones sobre la feliz disposición de su naturaleza, para
admirarla, regocijarse con ella y dar las gracias a la causa bienhechora por ello pero no para someter
su facultad de desear a esa débil y engañosa tarea y malograr la disposición de la naturaleza; en una
palabra, la naturaleza habría impedido que la razón se volviese hacia su uso práctico y tuviese la
desmesura de pensar ella misma, con sus endebles conocimientos, el bosquejo de la felicidad y de los
medios que conducen a ella; la naturaleza habría recobrado para sí no sólo la elección de los fines
sino también de los medios mismos, entregando ambos al mero instinto con sabia precaución.
En realidad, encontramos que cuanto más se preocupa una razón cultivada del propósito de gozar de
la vida y alcanzar la felicidad, tanto más se aleja el hombre de la verdadera satisfacción, por lo cual
muchos, y precisamente los más experimentados en el uso de la razón, acaban por sentir, con tal de
que sean suficientemente sinceros para confesarlo, cierto grado de misología u odio a la razón, porque
tras hacer un balance de todas las ventajas que sacan, no digo ya de la invención de todas las artes
del lujo vulgar, sino incluso de las ciencias (que al fin y al cabo les parece un lujo del
entendimiento), hallan, sin embargo, que se han echado encima más penas que felicidad hayan
podido ganar, y, más que despreciar, envidian al hombre común, que es más propicio a la dirección
del mero instinto natural y no consiente a su razón que ejerza gran influencia en su hacer y omitir. Y
hasta aquí hay que confesar que el juicio de los que rebajan mucho y hasta declaran inferiores a cero
las elogiosas ponderaciones de los grandes provechos que la razón nos proporciona de cara a la
felicidad y satisfacción en la vida, no es un juicio de hombres entristecidos o desagradecidos a las
bondades del gobierno del universo, sino que en tales juicios está implícita la idea de otro propósito
de la existencia mucho más digno, para el cual, no para la felicidad, está destinada propiamente la
razón; y ante ese fin como suprema condición deben inclinarse casi todos los fines particulares del
hombre.
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En efecto, como la razón no es bastante apta para dirigir de un modo seguro a la voluntad en lo que
se refiere a los objetos de ésta y a la satisfacción de nuestras necesidades (que en parte la razón
misma multiplica), pues a tal fin nos habría conducido mucho mejor un instinto natural congénito;
como, sin embargo, por otra parte, nos ha sido concedida la razón como facultad práctica, es decir,
como una facultad que debe tener influjo sobre la voluntad, resulta que el destino verdadero de la
razón tiene que ser el de producir una voluntad buena, no en tal o cual sentido, como medio, sino
buena en sí misma, cosa para la cual la razón es absolutamente necesaria, si es que la naturaleza ha
procedido por doquier con un sentido de finalidad en la distribución de las capacidades. Esta
voluntad no ha de ser todo el bien ni el único bien, pero ha de ser el bien supremo y la condición de
cualquier otro, incluso del deseo de felicidad, en cuyo caso se puede muy bien hacer compatible con
la sabiduría de la naturaleza, si se advierte que el cultivo de la razón, necesario para aquel fin
primero e incondicionado, restringe de muchas maneras, por lo menos en
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