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Los sofistas


Enviado por   •  6 de Noviembre de 2023  •  Informes  •  2.725 Palabras (11 Páginas)  •  68 Visitas

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LOS SOFISTAS

 

En su sentido original, la palabra sofista señalaba a una persona cultivada y experta en uno o más campos de la enseñanza (sofós significa «inteligente», «hábil», «sabio»...). Hacia el siglo V a. C., sofista había acabado designando algo más específico: una persona dedicada profesionalmente —es decir, que se ganaba así la vida— a enseñar las técnicas de la oratoria y la retórica. Ser competente hablando en público era una habilidad muy apreciada en las ciudades de la Grecia clásica, en gran parte una cultura oral y ciertamente una en la que las reputaciones y el estatus de los individuos dependían en buena medida de sus apariciones en los debates públicos: en su promoción se valoraba la elocuencia, la capacidad de persuasión y el talento para convencer a un público numeroso. Dado que era una habilidad muy demandada, los sofistas se ganaban bien la vida enseñándola. Tuvo un momento especialmente dulce en la democracia ateniense del siglo V a. C., en la que el debate político y legal constituía el centro de la vida de la ciudad.

A Sócrates y a Platón les disgustaban los sofistas porque ofrecían enseñar, a cambio de dinero, la capacidad de convencer a cualquiera de cualquier cosa, lo que significaba que instruían a la gente para ganar discusiones, y no para descubrir la verdad. En el Eutidemo, Platón ofrece ejemplos de los trucos que enseñan los sofistas a cualquiera que quiera vencer a sus oponentes en un debate. No cabe duda de que esto era, en efecto, lo que muchos sofistas hacían y, debido a que Sócrates y Platón se mostraron tan críticos con ellos, hoy en día el término sofista tiene una connotación peyorativa. Decimos de un argumento tramposo, o del hecho de engañar a los demás, que es un sofisma, y el término sofisticado (aunque actualmente se usa para definir algo de gusto refinado y elegancia superlativa) significaba en su origen algo deliberadamente complejo y confuso para despistar a otros.

Esta visión peyorativa de los sofistas, aunque no cabe duda de que está bastante justificada, es, a la vez, un poco injusta. Además de enseñar retórica y oratoria, los sofistas enseñaban también aquello que debía complementar a un buen orador, pues de nada sirve ser elocuente si no hay nada acerca de lo cual serlo: si no se sabe nada de historia o de literatura, si no se sabe nada de ideas, si nunca se ha reflexionado acerca del bien y del mal, del estado de la sociedad o de cómo vivir la vida con éxito. La sociedad griega, en general, se había vuelto más cultivada, rica y avanzada en el siglo V

a. C., y había aumentado el deseo de una educación que fuese más allá de las tradicionales —y básicas— aritmética, literatura y gimnasia. Las teorías de los filósofos

—y un interés en geografía, historia y otras sociedades y culturas— alimentaban un deseo de discusión racional y debate inteligente. Los sofistas, pues, eran educadores en algo más que en retórica, y parte de lo que ofrecían era una filosofía de la vida o ética. Este aspecto de su tarea llamó la atención de Sócrates, cuyo interés principal era la cuestión de qué constituye una buena vida y por ello se enfrentaba a otros, y los

 

desafiaba a que explicaran y justificaran sus ideas al respecto: con los sofistas no hizo una excepción.

Aunque se habla de ellos en conjunto, los sofistas no constituían una escuela y no compartían una idea o doctrina común. Eran maestros individuales, profesores ambulantes, incluso actores, en sus representaciones de retórica. No eran tipos que se mostraran tímidos con respecto a sus habilidades, como aprendemos en la narración de Platón del más famoso de ellos: Protágoras, un ciudadano de Abdera, la ciudad de la que procedía Demócrito.

Protágoras vivió entre los años 490 y 420 a. C., y fue uno de los más allegados a Pericles en vida del gran estadista. Platón proporciona un vívido retrato suyo, y le hace decir: «Mi querido joven, las ventajas que sacarás de tus relaciones conmigo serán que, desde el primer día, te sentirás más hábil por la tarde que lo que estabas por la mañana, al día siguiente lo mismo, y todos los días advertirás visiblemente que vas en continuo progreso». Además, asegura Protágoras, el discípulo obtendrá muchos buenos consejos, de modo que podrá gestionar adecuadamente sus asuntos familiares y los de la ciudad; y estará «en disposición de hablar bien y de obrar bien».

Otras citas de Protágoras, recogidas por Estobeo, Pseudo Plutarco y otros, sugieren que no era un mero fanfarrón. Decía que el aprendizaje ha de comenzar pronto, que ha de hundir raíces profundas para ser eficaz y que exige mucha práctica y dedicación: «El arte sin práctica y la práctica sin arte son nada». Pero también proporcionó la razón de la antipatía de Platón hacia él: odiaba las matemáticas —«es una asignatura impo•sible de conocer y la terminología es desagradable»— y se le atribuye ser el primero en exponer la idea de que «sobre todo tema hay siempre dos argumentos mutuamente opuestos», que sería una de las razones invocadas posteriormente por los escépticos para negar la posibilidad del conocimiento. Sobre esta misma base afirmaba que uno podía argumentar a favor de todos los lados de cualquier causa. En palabras de un doxógrafo, «Protágoras convertía el argumento más débil en el más fuerte, y enseñaba a sus alumnos a acusar y loar a la misma persona».

Platón pone en boca de Protágoras un discurso en el que, tras mostrarse de acuerdo con Sócrates en que lo que debe enseñarse es a gestionar la ciudad y crear buenos ciudadanos, lanza su idea de que la buena ciudadanía consiste en la práctica de la justicia y del autocontrol. Dice que se trata de propensiones naturales que la educación puede y debe impulsar en las personas, porque conducen a la conservación del buen orden en la sociedad y, por lo tanto, a la supervivencia de sus miembros. Estas ideas son intachables.

 

Sin embargo, Platón informa en el Teeteto de otra idea más controvertida de Protágoras, la de que «el hombre [...] es la medida de todas las cosas; de la existencia de las que existen, y de la no existencia de las que no existen», la que se dice que abría su libro perdido Verdad. Parece tratarse de una afirmación de relativismo, que implicaría que no existe una verdad objetiva, sino que lo que es verdad para una persona puede no serlo para otra, que la verdad depende de las distintas experiencias o circunstancias de las distintas personas. Antes de refutar esta teoría, Sócrates explora modos en que podría ser cierto que puntos de vista distintos tuvieran validez aunque parezcan contradecirse mutuamente; por ejemplo, una ciudad podría tener una ley contra algo que estuviese permitido en otra ciudad. Por ello, un ciudadano de la primera ciudad podría decir: «Esta cosa y esta otra están mal», mientras que el ciudadano de la segunda podría afirmar: «Ni esta cosa ni esta otra están mal»; y ambos podrían tener razón. Pero esto no es lo que los coetáneos de Protágoras y sus sucesores entendieron que decía; para ellos afirmaba un relativismo subjetivo por el cual dos personas sostenían, con igual justificación personal, opiniones opuestas con respecto a un mismo tema y sin que fuese posible someter ninguna de ambas a un veredicto.

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