Nagel - La Ciencia Y El Sentido Comun
misternet22 de Abril de 2014
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Nagel, Ernest. La estructura de la ciencia.- Problemas de la lógica de la investigación científica.
Paidós (Paidós Studio / Básica), Barcelona, 1981. (pp. 15-26).
LA CIENCIA Y EL SENTIDO COMÚN
Mucho antes de los comienzos de la civilización moderna, los hombres adquirían una gran cantidad de
información acerca de su medio ambiente. Aprendieron a reconocer las substancias que alimentaban
sus cuerpos. Descubrieron las aplicaciones del fuego y adquirieron la habilidad de transformar las
materias primas en refugios, vestidos y utensilios. Inventaron las artes de cultivar el suelo, de
comunicare entre sí y de gobernarse. Algunos de ellos descubrieron que es posible transportar más
fácilmente los objetos cuando se los coloca sobre carros con ruedas, que es más seguro comparar las
dimensiones de los campos cuando se emplean patrones de medida y que las estaciones del año, así
como muchos fenómenos de los cielos, se suceden con cierta regularidad. La broma que John Locke
dirigió a Aristóteles -según la cual Dios no fue tan mezquino con los hombres como para hacerlos
simplemente seres de dos piernas, dejando a Aristóteles la tarea de hacerlos racionales- parece
obviamente aplicable a la ciencia moderna. La adquisición de un conocimiento confiable acerca de
muchos aspectos del mundo ciertamente no comenzó con el advenimiento de la ciencia moderna y del
uso consciente de sus métodos. En realidad, a este respecto, muchos hombres, en cada generación,
repiten durante sus vidas la historia de la especie: se las ingenian para asegurarse habilidades y una
información adecuada, sin el beneficio de una educación científica y sin la adopción premeditada de
modos científicos de procedimiento.
Si es tanto el conocimiento que se puede lograr mediante el ejercicio perspicaz de los dones naturales
y los métodos del “sentido común”, ¿qué excelencia especial poseen las ciencias y en qué contribuyen
sus herramientas intelectuales y físicas a la adquisición de conocimientos? Este interrogante exige
una respuesta cuidadosa, si se quiere asignar un significado definido a la palabra “ciencia”.
Por cierto, no siempre se emplean discriminadamente esa palabra y sus variantes lingüísticas; con
frecuencia, se los usa simplemente para otorgar una distinción honorífica a una u otra cosa. Muchos
hombres se enorgullecen de tener creencias “científicas” y de vivir en la “era de la ciencia”. Sin
embargo, el único fundamento discernible de su orgullo es la convicción de que, a diferencia de sus
antepasados o de sus vecinos, poseen cierta presunta verdad última. Es este el espíritu en el que se
describen a veces como científicas teorías de la física o la biología comúnmente aceptadas, mientras
que se niega firmemente este rótulo a todas las teorías de esos dominios aceptadas con anterioridad
pero que ya no gozan de crédito. Análogamente, ciertas prácticas muy exitosas en las condiciones
físicas y sociales prevalecientes, como ciertas técnicas agrícolas o industriales, a veces son
contrapuestas con las prácticas presuntamente “no científicas” de otros tiempos y lugares. Una forma
extrema, quizás, de la tendencia a quitarle al término “científico” todo contenido definido es el uso muy
serio que la propaganda hace a veces de expresiones como “corte de pelo científico”, “limpieza de
alfombra científica” y hasta “astrología científica”. Está claro, sin embargo, que en ninguno de los
ejemplos anteriores se asocia con la palabra una característica fácilmente identificable y
diferenciadora de creencias o prácticas. Ciertamente, sería desafortunado adoptar la sugerencia,
implícita en el primer ejemplo, de limitar la aplicación del adjetivo “científico” a creencias que sean
definitivamente verdaderas, aunque sólo sea porque en la mayoría - si no en todos - los ámbitos de
investigación no existen garantías infalibles de la verdad, de modo que la adopción de tal sugerencia,
en efecto, despojaría al adjetivo de todo uso correcto.
Sin embargo, las palabras “ciencia” y “científico” no están tan desprovistas de un sentido determinado
como podría hacer creer su uso frecuentemente adulterado. Pues, de hecho, esas palabras son
rótulos o bien de una empresa de investigación identificable y continua, o bien de sus productos
intelectuales, y a menudo se las emplea para designar características que distinguen a esos productos
de otras cosas. En este capítulo, pues, examinaremos brevemente algunos de los aspectos en los que
el conocimiento “precientífico” o “de sentido común” difiere de los productos intelectuales de la ciencia
moderna. Sin duda, no hay ninguna línea nítida que separe las creencias incluidas generalmente bajo
el rubro familiar, pero vago, de “sentido común” de las afirmaciones cognoscitivas reconocidas como 2
“científicas”. No obstante esto, como ocurre con otras palabras cuyos campos de aplicación tienen
limites notoriamente brumosos (como el término “democracia”), la ausencia de líneas divisorias
precisas no es incompatible con la presencia de un núcleo, por lo menos, de significado seguro para
cada una de esas palabras. En sus usos más sobrios, al menos, esas palabras, en efecto, connotan
diferencias importantes y reconocibles. Son estas diferencias las que debemos tratar de identificar,
aunque nos veamos obligados a dar más relieve a algunas de ellas para facilitar la exposición y darle
mayor claridad.
1. Nadie duda seriamente de que muchas de las ciencias especiales existentes han surgido de las
preocupaciones prácticas de la vida cotidiana: la geometría, de los problemas de la medición y el
relevamiento topográfico de campos; la mecánica, de problemas planteados por las artes
arquitectónicas y militares; la biología, de los problemas de la salud humana y la cría de animales; la
química, de problemas planteados por las industrias metalúrgicas y de tinturas; la economía, de los
problemas de la administración doméstica y política, etc. Indudablemente, ha habido otros estímulos
para el desarrollo de las ciencias, además de los provenientes de los problemas planteados por las
artes prácticas; sin embargo, éstas han tenido y continúan teniendo un papel importante en la historia
de la investigación científica. Sea como fuere, los comentadores de la naturaleza de la ciencia a
quienes ha impresionado la continuidad histórica entre las convicciones del sentido común y las
conclusiones científicas a veces han propuesto diferenciarlas mediante la fórmula según la cual las
ciencias son, simplemente, el sentido común “organizado” o “clasificado”.
Sin duda, las ciencias son cuerpos de conocimiento organizados y en todas ellas la clasificación de
sus materiales en tipos o géneros significativos (como en biología la clasificación de los seres vivos en
especies) es una tarea indispensable. No obstante esto, es evidente que la fórmula propuesta no
traduce adecuadamente las diferencias características entre la ciencia y el sentido común. Las notas
de un conferenciante acerca de sus viajes por África pueden estar muy bien organizadas para los
propósitos de comunicar cierta información de manera interesante y efectiva, lo cual no convierte a
esta información en lo que históricamente ha sido llamado una ciencia. El catálogo de un bibliotecario
es una valiosísima clasificación de los libros, pero nadie que conozca el significado históricamente
asociado a la palabra diría que el catálogo es una ciencia. La dificultad obvia consiste en que la
fórmula propuesta no específica que tipo de organización o clasificación es característico de las
ciencias.
Por consiguiente, pasemos a esta última cuestión. Un rasgo destacado de gran cantidad de
información adquirida en el curso de la experiencia corriente es que, si bien esta información puede
ser suficientemente exacta dentro de ciertos límites, raramente está acompañada de una explicación
acerca de por qué los hechos son como me los presenta. Así, las sociedades que han descubierto el
uso de la rueda habitualmente no saben nada acerca de las fuerzas de fricción ni acerca de las
razones por las cuales las mercancías transportadas sobre vehículos con ruedas son mucho más
fáciles de trasladar que otras arrastradas por el suelo. Muchos pueblos conocen la conveniencia de
abonar sus campos, pero solo unos pocos se han preocupado por las razones de ello. Las
propiedades medicinales de hierbas como la dedalera son conocidas desde hace siglos, aunque no se
ha dado de ellas ninguna explicación de sus benéficas virtudes. Además, cuando el “sentido común”
trata de dar explicaciones de los hechos - por ejemplo, cuando se explica la acción de la dedalera
como estimulante cardiaco por la semejanza de forma entre la flor de esa planta y el corazón humano
-, con frecuencia las explicaciones carecen de pruebas críticas de su vinculación con los hechos. A
menudo, se puede aplicar
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