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Era De Revoluciones

cayamimunaska1 de Agosto de 2013

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Hobsbawn 1962. “Las revoluciones burguesas. 1789-1848”, Capítulos VI y VII y Conclusiones. Viviana M. Fernández.

CAPÍTULO VI

LAS REVOLUCIONES

La libertad, ese ruiseñor con voz de gigante, des­pierta a los que duermen más profundamente... ¿Cómo es posible pensar hoy en algo, excepto en luchar por ella? Quienes no aman a la humanidad todavía pueden ser grandes como tiranos. Pero ¿cómo puede uno ser indiferente?

LuIwlc BOERNG, 14 de febrero de 1831

Los gobiernos, al haber perdido su equilibrio, es­tán asustados, intimidados y sumidos en confusión por los gritos de las clases intermedias de la socie• dad, que, colocada entre los reyes y sus súbditos, rompen el ,cetro de los monarcas y usurpan la voz del pueblo.

METTERNICH al zar, 1820 2 I

Rara vez la incapacidad de los gobiernos para detener el curso de la historia se ha demostrado de modo más terminante que en los de la genera­ción posterior a 1815. Evitar una segunda Revo­lución francesa, o la catástrofe todavía peor de

1 Ludwig Boerne, Gesanmelte Schrif ten, III, páginas 130-131.

2 Memoirs of Prince Metternich, III, pág. 468.

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una revolución europea general según el modelo de la francesa, era el objetivo supremo de todas las potencias que habían tardado más de veinte años en derrotar a la primera; incluso de los in­gleses, que no simpatizaban con los absolutismos reaccionarios que se reinstalaron sobre toda Euro-pa y sabían que las reformas ni pueden ni deben evitarse, pero que temían una nueva expansión franco-jacobina más que cualquier otra contingen­cia internacional. A pesar_de lo cual, jamás en la historia europea y rarísima vez en alguna otra, el morbo revolucionario ha sido tan endémico, tan general, tan dispuesto a extenderse tanto por con­tagio espontáneo como por deliberada propaganda.

Tres principales olas revolucionarias hubo en el mundo occidental entre 1815 y 1848. (Asia y Africa permanecieron inmunes: las primeras grandes re­voluciones, el «motín indio» y «la rebelión de Tai­ping», no ocurrieron hasta después de 1850.) La primera tuvo lugar en .1820-1824. En Europa se limitó principalmente al Mediterráneo, con España (1820), Nápoles (1820) y Grecia (1821) como epi­centros. Excepto el griego, todos aquellos alza­mientos fueron sofocados. La revolución española reavivó el movimiento cte liberación de sus provin­cias sudamericanas, que había sido aplastado des­pués de un esfuerzo inicial (ocasionado por la conquista de la metrópoli por Napoleón en 1808) y reducido a unos pocos refugiados y a algunas bandas sueltas. Los tres grandes libertadores de la América del Sur española, Simón Bolívar, San Mar­tín y Bernardo O'Higgins, establecieron respecti­vamente la independencia de la «Gran Colombia» (que comprendía las actuales repúblicas de Co­lombia, Venezuela y Ecuador), de la Argentina, me-nos las zonas interiores de lo que ahora son Para­guay y Bolivia y las pampas al otro lado del Río de la Plata, en donde los gauchos de la Banda

Oriental (ahora el Uruguay) combatían a los argen­tinos y a los brasileños, y de Chile. San Martín, ayudado por la flota chilena al mando de un noble radical inglés, Cochranc (el original del capitán Hornblowcr de la novela de C. S. Forrester), liberó a la última fortaleza del poder hispánico: el virrei­nato del Perú. En 1822 toda la América española del Sur era libre y San Martín, un hombre mode­rado y previsor de singular abnegación, abandonó a Bolívar y al republicanismo y se retiró a Europa, ~n donde vivió su noble vida en la que era normal-mente un refugio para los ingleses perseguidos por deudas, Boulognc-sur-Mer, con una pensión de O'Higgins. Entre tanto, el general español enviado contra las guerrillas de campesinos que aún que-daban en México —Itúrbide— hizo causa común con ellas bajo el impacto de la revolución espa­ñola, y en 1821 declaró la independencia mexicana. En 1822, el Brasil se separó tranquilamente de Por­tugal bajo el regente dejado por la familia real portuguesa al regresar a Europa de su destierro durante la guerra napoleónica. Los Estados Unidos reconocieron casi inmediatamente a los más impor­tantes de los nuevos Estados; los ingleses lo hicie­ron poco después, teniendo buen cuidado de con­cluir tratados comerciales con ellos. Francia los reconoció más tarde.

La segunda ola revolucionaria se produjo en 1829-1834, y afectó a toda la Europa al Oeste de Rusia y al continente norteamericano. Aunque la gran era reformista del presidente Andrcw Jackson (1829-1837) no estaba directamente conectada con los trastornos europeos, debe contarse como parte de aquella ola. En Europa, la caída de los Borbones en Francia estimuló diferentes alzamientos. Bélgi­ca (1830) se independizó de Holanda; Polonia (1830-1831) fue reprimida sólo después cíe considerables operaciones militares; varias partes de Italia y Ale-

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mania sufrieron convulsiones; el liberalismo triun­fó en Suiza —país mucho menos pacífico entonces que ahora—; y en España y Portugal se abrió un período de guerras civiles entre liberales y cleri­cales. Incluso Inglaterra se vio afectada, en parte por culpa de la temida erupción de su volcán lo-cal —Irlanda—, que consiguió la emancipación católica (1829) y la reaparición de la agitación re­formista. El Acta de Reforma de 1832 correspondió a la revolución de julio de 1830 en Francia, y es casi seguro que recibiera un poderoso aliento de las noticias de París. Este período es probable-mente el único de la historia moderna en el que los sucesos políticos de Inglaterra marchan para-lelos a los del continente, hasta el punto de que algo parecido a una situación revolucionaria pudo ocurrir en 1831-1832 a no ser por la prudencia de los partidos «whig» y «tory». Es el único período del siglo xix en el que el análisis de la política bri­tánica en tales términos no es completamente ar­tificial.

De todo ello se infiere que la ola revolucionaria de 1830 fue mucho más grave que la de 1820. En efecto, marcó la derrota definitiva del poder aristo­crático por el burgués en la Europa occidental. La clase dirigente de los próximos cincuenta años iba a ser la «gran burguesía» de banqueros, indus­triales y altos funcionarios civiles, aceptada por una aristocracia que se eliminaba a sí misma o accedía a una política principalmente burguesa, no perturbada todavía por el sufragio universal, aun-que acosada desde fuera por las agitaciones de los hombres de negocios modestos e insatisfechos, la pequeña burguesía y los primeros movimientos laborales. Su sistema político, en Inglaterra, Fran­cia y Bélgica, era fundamentalmente el mismo: ins­tituciones liberales salvaguardadas de la democra­cia por el grado de cultura y riqueza de los votan‑

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tes —sólo 168.000 al principio en Francia— bajo un monarca constitucional, es decir, algo por el estilo de las instituciones de la primera y mode­rada fase de la Revolución francesa, la constitu­ción de 1791'. Sin embargo, en los Estados Unidos, la democracia jacksoniana supuso un paso más allá: la derrota de los ricos oligarcas no demó­cratas (cuyo papel correspondía al que ahora triun­faba en la Europa occidental) por la ilimitada democracia llegada al poder por los votos de los colonizadores, los pequeños granjeros y los pobres de las ciudades. Fue una innovación portentosa que los pensadores del liberalismo moderado, lo bastante realistas para comprender las consecuen­cias que tarde o temprano tendría en todas partes, estudiaron de cerca y con atención. Y, sobre todos, Alexis de Tocqueville, cuyo libro La democracia en América (1835) * sacaba lúgubres consecuencias de ella. Pero, como veremos, 1830 significó una inno­vación más radical aún en política: la aparición de la clase trabajadora como fuerza política inde­pendiente en Inglaterra y Francia y la de los movi­mientos nacionalistas en muchos países europeos.

Detrás de estos grandes cambios en política hubo otros en el desarrollo económico y social. Cualquie­ra que sea el aspecto de la vida social que obser­vemos, 1830 señala un punto decisivo en él; de to­das las fechas entre 1789 y 1848 es, sin duda algu­na, la más memorable. Tanto en la historia de la industrialización y urbanización del continente y de los Estados Unidos, como en la de las migra­ciones humanas, sociales y geográficas o en la de las artes y la ideología, aparece con la misma pro­minencia. Y en Inglaterra y la Europa occidental, en general, arranca de ella el principio de aquellas

s Sólo en la práctica, con muchos más privilegios res­tringidos que en 1791.

Traducción española, Guadarrama, 1969.

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décadas de crisis en el desarrollo de la nueva so­ciedad que concluyeron con la derrota de las revo­luciones de 1848 y el gigantesco avance económico después de 1851.

La tercera y mayor de las olas revolucionarias, la de 1848, fue el producto de aquella crisis. Casi simultáneamente la revolución estalló y triunfó (de momento) en Francia, en casi toda Italia, en los Estados alemanes, en gran parte del Imperio de los Habsburgo y en Suiza-(1847). En forma menos aguda, el desasosiego afectó también a España, Dinamarca y Rumania y en forma esporádica a Irlanda, Grecia e Inglaterra. Nunca se estuvo más cerca de la revolución mundial soñada por los rebeldes de la época que con ocasión de aquella conflagración espontánea y general, que puso fin a la época estudiada en este volumen. Lo que en 1789

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