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La Otra Desigualdad: La Discriminación En México


Enviado por   •  17 de Marzo de 2014  •  6.100 Palabras (25 Páginas)  •  329 Visitas

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Jesús Rodríguez Zepeda

Conferencia dictada por Jesús Rodríguez Zepeda, Presidente Ejecutivo del Comité Académico de la Cátedra UNESCO “Igualdad y no Discriminación”, auspiciada por la Universidad de Guadalajara y el Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación. Paraninfo “Enrique Díaz de León” de la Universidad de Guadalajara. Guadalajara, Jalisco, 23 de junio de 2011.

A Gilberto Rincón Gallardo

In Memoriam

Introducción

Ante preguntas directas, casi la mitad de las personas en México rechaza la posibilidad de vivir bajo el mismo techo con un homosexual o una lesbiana; una tercera parte rechaza esa hipotética convivencia con personas que viven con SIDA y una proporción muy similar la rechaza respecto de personas con una religión diferente a la suya. Algo parecido, aunque a menor escala, sucede respecto de los extranjeros o de las personas con discapacidad.

Todavía más: cuando se pregunta a personas homosexuales o lesbianas acerca de cuál es el mayor problema que sufren en la sociedad, una de cada dos responde que es la discriminación por su preferencia sexual. Cuando se pregunta a las personas indígenas sobre cuál es el mayor problema que viven, una de cada cinco responde que es la discriminación por su origen étnico, y aunque esta proporción es menor que en el caso del grupo anterior, la discriminación sigue siendo considerado por las personas indígenas como el mayor problema que tienen que enfrentar.

Estos son datos, pequeñas cuentas de un rosario discriminatorio más amplio, que nos entrega la Encuesta Nacional sobre Discriminación en México 2010, realizada por el Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación y la Universidad Nacional Autónoma de México.

Escasa variación encontramos respecto de la Encuesta Nacional sobre Discriminación en México de 2005 (SEDESOL-CONAPRED), que mostraba ya con claridad que nuestra sociedad abriga poderosos componentes de misoginia, racismo, xenofobia y homofobia. Nuestra cultura nacional, en términos generales, está caracterizada por la heterofobia (un rechazo a lo diferente) y por una sistemática negación de derechos a quienes llevan formas de vida no sujetas a los cánones de género, raciales, etarios, de capacidades, sexuales, morales o religiosos de la mayoría.

Estos prejuicios y opiniones adversas, que son el resultado de nuestra propia cultura, parecen normales y hasta naturales. Tienen el peso que les da la costumbre, son fuente de buena parte de lo que somos y han moldeado en amplia escala nuestras identidades grupales: son prejuicios y opiniones transmitidos y afianzados por la familia, la escuela, las asociaciones y comunidades, las normas legales, los diseños institucionales, los medios de comunicación y hasta por las políticas públicas. Se trata de ideas constitutivas acerca de quiénes somos nosotros y quiénes los demás, de cuánto valemos unos y otros y de cómo debemos vivir. Tales ideas, al clasificar a los otros y jerarquizarlos según su hipotética calidad humana, también nos dan un lugar en el mundo que habitamos y nos conceden una jerarquía propia. La discriminación no consiste sólo en un juicio externo relativo a quien se nos presenta como diferente, sino también en un juicio sobre nuestra propia existencia, valor y emplazamiento vital. Al imponer un lugar a los otros, el prejuicio cumple la tarea de darnos certidumbre sobre el lugar que nos corresponde.

Por ello, la discriminación se anida en el tejido mismo de la cultura, aunque no como un agregado irrelevante o accesorio, sino como elemento constitutivo de cada uno de nosotros. Ello explica que, hasta hace poco tiempo, el derecho fundamental a la no discriminación ni siquiera estaba en la agenda nacional, es decir, no aparecía como uno de los temas de preocupación de las élites políticas y de los grupos sociales organizados. Si discriminar era lógico y natural en nuestro imaginario colectivo ¿por qué habría de convertirse una problemática a resolver?

El caso es que en nuestro pasado reciente ni siquiera sabíamos que lo que habíamos construido como sociedad era un espacio de discriminación y desprecio sistemático hacia grupos sociales completos que constituyen la mayoría de nuestra población: mujeres, indígenas, afrodescendientes, personas con discapacidad, minorías sexuales, minorías religiosas, ancianos, niños, jóvenes pobres e inmigrantes. La desigualdad que estos grupos sufren era invisible y por ello parecía, sencillamente, no existir.

El fenómeno discriminatorio es tan amplio en México, y a tal punto omnipresente (a dondequiera que apuntemos encontraremos un caso de discriminación), que se parece a aquella carta robada del cuento de Edgar Allan Poe que, por estar a la vista de cualquiera, había encontrado su mejor manera de ocultarse. Es tan obvia la discriminación que nos hemos acostumbrado a no verla.

Por ello, un gran logro nacional ha consistido no sólo en darle visibilidad a esta forma de desigualdad, sino en avanzar en su prohibición constitucional y legal. Sin embargo, estos pasos de enorme importancia no sólo son pequeños respecto de la magnitud de la tarea que enfrentamos, sino que están en constante riesgo de ser revertidos y anulados.

El programa antidiscriminatorio en México se halla en riesgo. La no discriminación implica la transformación de esquemas de dominio profundamente implantados entre grupos (varones sobre mujeres, heterosexuales sobre homosexuales, blancos y mestizos sobre indígenas, católicos sobre otras religiones o sobre escépticos y ateos, personas con capacidades regulares sobre personas con discapacidad, etcétera). Precisamente porque la discriminación consiste en relaciones de dominio y no meramente en falta de sensibilidad, es muy difícil afianzar la vigencia del derecho fundamental a no ser discriminado.

Tomarse en serio la agenda antidiscriminatoria en México significa abrir la puerta no sólo a la igualdad de trato sino también a nuevas distribuciones del poder, la autoridad, el prestigio, los privilegios y los rangos; distribuciones más equitativas que reducirían el dominio de quienes se benefician con las prácticas discriminatorias. El mapa social posdiscriminatorio, es decir, la manera en que se vería una sociedad tras una poderosa aplicación del derecho a la no discriminación, implicaría una transformación de las posiciones de poder y autoridad, así como de los modelos de relación entre los grupos. Por ello es tan difícil que las élites políticas y sociales del país se tomen en serio la obligación constitucional de no discriminar, porque acaso intuyen que una sociedad más igualitaria pondría en duda buena parte de la legitimidad de sus posiciones de privilegio.

La

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