La crisis de independencia
Lucio RubolinoApuntes16 de Noviembre de 2022
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La lucha por la independencia sería en este aspecto la lucha por un nuevo pacto colonial, que -asegurando el contacto directo entre los productores hispanoamericanos y la que es cada vez más la nueva metrópoli económica- con-ceda a esos productores accesos menos limitados al merca-do ultramarino y una parte menos reducida del precio allí pagado por sus frutos. Al lado de la reforma económica estaba la reforma político-administrativa. Pero no hay duda de que esa reforma aseguró a las colonias una adminis-tración más eficaz que la antes existente. Sin duda las alegaciones sobre la parcialidad re-gia estaban mejor fundadas en hechos de lo que quieren hacer suponer, por ejemplo, las estadísticas de un Julio Alemparte, y la parcialidad misma no se debía solamente a la mayor sensi-bilidad de la Administración a las solicitaciones que le llega-ban de cerca, sino al temor de dar poder administrativo a figu-ras aliadas de antemano con las fuerzas localmente poderosas que seguían luchando tenaz y silenciosamente contra la pre-tensión de la Corona a gobernar de veras sus Indias.
Pero esa renovación -colocada bajo signo ilustrado- no tenía necesariamente contenido políticamente revolucionario. La crítica de la economía o de la sociedad colonial, la de ciertos aspectos de su marco institu-cional o jurídico no implicaban entonces una discusión del orden monárquico o de la unidad imperial. Sin duda, ya desde fines del siglo xvm, esta fe antigua y nue-va tenía -en Iberoamérica como en sus metrópolis- sus des-creídos. En este hecho indudable se ha hallado más de una vez la explicación para los movimientos sediciosos que abundan en la segunda mitad del siglo xvm, y en los que se ve los ante-cedentes inmediatos de la revolución independiente.
Pero ni parece evidente esta última vinculación, ni mucho menos la que se postula entre esas sediciones y la renovación de las ideo-logías políticas.
Menos discutible es la relación entre la revolución de inde-pendencia y los signos de descontento manifestados en muy estrechos círculos dentro de algunas ciudades de Latinoamé-rica desde aproximadamente 1790.
Brasil, donde en Minas Gerais una inconfidencia secesionista y republicana es descubierta y reprimida en 1789, en los más variados rincones de Latinoamérica hay signos muy claros de una nueva inquietud.
Por su parte, el más famoso de los segundos fue Francisco de
Miranda, el amigo de Jefferson, amante de la gran Catalina, general de la Gironda, en su momento agente de Pitt, quien antes de fracasar como jefe revolucionario en su nativa Vene-zuela, hizo conocer al mundo la existencia de un problema iberoamericano, incitando a las potencias a recoger las venta-jas que la disolución del imperio español proporcionaría a quienes quisieran apresurarla.
Esta nueva política, cautamente emprendida por la Coro-na, es recibida con entusiasmo en las colonias: desde La Haba-na a Buenos Aires, todo el frente atlántico del imperio español aprecia sus ventajas y aspira a conservarlas en el futuro. Al mismo tiempo, alejada la presión de la metrópoli política y de la económica, esas colonias se sienten enfrentadas con posibi-lidades inesperadas: un economista ilustrado de Buenos Aires se revela convencido de que su ciudad está en el centro del mundo comercial y que tiene recursos suficientes para utilizar por sí sola las ventajas que su privilegiada situación le confie-re.
Indias, que se creen capaces de valerse solas en un sistema co-mercial profundamente perturbado por las guerras europeas.
La transformación es paulatina: sólo Trafalgar, en 1805, da el golpe de gracia a las comunicaciones atlánticas de España.
Y por otra parte, si el desorden del sistema comercial prerre-volucionario da posibilidades nuevas a mercaderes-especula-dores de los puertos coloniales, no beneficia de la misma ma-nera a la economía colonial en su conjunto.
Aires que cree ser el centro del mundo comercial, se apilan los cueros sin vender; en Montevideo forman túmulos más altos que las modestas casas; en la campana del litoral rioplatense los ganados, sacrificados a ritmo vertiginoso hasta 1795, vuel-ven luego de esa fecha a poblar la pampa con ritmo igualmen-te rápido: las matanzas se interrumpen por falta de exporta-ción regular.
En uno y otro campo los quince años que van de 1795 a 1810 bo-rran los resultados de esa lenta reconquista de su imperio co-lonial que había sido una de las hazañas de la España borbó-nica. En medio de las tormentas postrevolucionarias, esa hazaña revela, sin duda, su fragilidad, pero al mismo tiempo ha logrado cambiar demasiado a las Indias para que el puro retorno al pasado sea posible. Por otra parte, la Europa de las guerras napoleónicas -ese bloque continental ávido de pro-ductos tropicales, y sobre todo esa Inglaterra necesitada de mercados que remplacen los que se le cierran en el continen-te- no está tampoco dispuesta a asistir a una marginalización de las Indias, que sólo le deje abierta, como en el siglo xvn, la puerta del contrabando. Si en el semiaislamiento de ese quin-quenio pudo parecer a algunos hispanoamericanos que la ruptura del lazo colonial iba a permitir prolongar los esbozos de autonomía mercantil en curso hasta alcanzar una indepen-dencia económica auténtica, este desenlace era en los hechos extremadamente improbable.
Las conspiraciones, sin embargo, se suceden y, finalmente, un ofi-cial naval francés al servicio del rey de España conquista Bue-nos Aires con tropas que ha organizado en Montevideo. Al año siguiente, una expedición británica más numerosa con-quista Montevideo, pero fracasa frente a Buenos Aires, donde se han formado milicias de peninsulares y americanos. Es el estallido de un drama de corte, cuyo ritmo gobierna desde lejos Bonaparte, el paradójico protector de los Borbones de España, que lo utiliza para provocar el cambio de dinastía.
Para los americanos, los peninsulares se anticipan a esa ruina preparándose para entregar las Indias a una futura España in-tegrada en el sistema francés. Ambas acusaciones parecen algo artificiosas, y acaso no eran totalmente sinceras. Son en todo caso los peninsulares quienes dan los primeros golpes a la organización administrativa colonial.
Una tentativa del cabildo de Buenos Aires -predominantemente europeo- por destituirlo, fracasa, debido a la su-premacía local de las milicias criollas. García Carrasco termina por librarse de sus incómodos asesores, que entre tanto han transformado la estructura del cabildo de Santiago para afirmar a través de él su ascendiente, asegurando el predominio numérico de los criollos. En el Alto Perú, viejas rivalidades oponían al presidente y los oidores de la Au-diencia de Charcas, con jurisdicción sobre la región entera. Ambas son sofocadas por tro-pas enviadas por los virreyes de Lima y Buenos Aires, y repri-midas con una severidad que antes solía reservarse para rebel-des de más humilde origen.
En la presidencia de Quito, el presidente-intendente fue igualmente depuesto, en agosto de 1809, por una conspira-ción de aristócratas criollos; un senado, presidido por el mar-qués de Selva Alegre, pasó a gobernar sobre la entera jurisdic-ción.
Mostraban, en primer término, el agotamiento de la organización colonial: en más de una región ésta había entrado en crisis abierta; en otras, las autoridades anteriores a la crisis revelaban, a través de sus vacilaciones, hasta qué punto habían sido debilitadas por ella: así, en Nueva Granada, en 1809, el virrey aceptó ser flanqueado por una junta consultiva. Península eran tan fuertes, aun en medio de la crisis , contaban en Hispanoamérica bastante poco; ni la ve-neración por el rey cautivo -exhibida por todos, y a menudo animada de una sospechosa sinceridad- ni la fe en un nuevo orden español surgido de las cortes constituyentes, podían aglutinar a este subcontinente entregado a tensiones cada vez más insoportables.
Pero de esos dos puntos de disidencia -relaciones con la metrópoli, lugar de los metropolitanos en las colonias- todo llevaba a cargar el acento sobre el segundo.
1810, que la incorporación de España al dominio napoleóni-co fuese un proceso reversible.
En cambio, el problema del lugar de los peninsulares en
Sólo el mantenimiento del dominio militar de Buenos Aires por los cuerpos criollos impidió que los antes rebeldes domi-naran por entero la vida del virreinato. En México fue la protesta india, y mestiza, la que dominó la primera etapa de la revolución, y la condujo al fracaso, al enfrentarla con la oposición conjunta de peninsulares y crio-llos. Si bien también en la América del Sur española esas fron-teras de la sociedad colonial que separaban las castas no deja-ron de hacerse sentir variando localmente el ritmo del avance revolucionario, su influjo no bastó para detenerlo. Se permiti-rá, entonces, que se examine, antes que la emancipación me-xicana , el avance de la revolución sudamericana.
Y, por mucha que sea su habilidad para envolverse con el manto de la legalidad, saben de antemano que ésta podrá po-nerlos en mejor situación para combatir a sus adversarios in-ternos, pero no doblegará la resistencia de éstos. Otra, tras de conquistar Córdoba, donde un foco de resistencia cuenta entre sus jefes al obispo y a Liniers, recoge las adhesiones del resto de Tucu-mán y ocupa casi sin resistencia el Alto Perú. Allí -primer sig-no de la voluntad de ampliar socialmente la base revoluciona-ria-, la expedición emancipa a los indios del tributo y declara su total igualdad, en una ceremonia que tiene por teatro las ruinas preincaicas de Tiahuanaco.
En 1815, el influjo de Artigas se afirmaba efímeramente sobre Córdoba, excediendo así los límites del litoral ganade-ro, que había sido tributario comercial de Buenos Aires du-rante el régimen colonial.
Esta interpretación, válida hasta cierto punto para la Banda
Oriental, lo era bastante menos para las tierras antes depen-dientes de Buenos Aires, donde todos los sectores sociales, capitaneados por los más grandes propietarios y comerciantes, apoyaban la disidencia artiguista. En todo caso los argumentos sin duda sinceramente esgrimidos desde Buenos Aires con-tra el artiguismo mostraban hasta qué punto el equipo dirigen-te revolucionario se mostraba apegado al equilibrio social que sus acciones debían necesariamente comprometer. La junta constituida para reemplazar al virrey estuvo bien pronto dividida entre los influjos opuestos de su presi-dente, el coronel Saavedra, maduro comerciante altoperuano que era desde 1807 jefe del más numeroso cuerpo de milicias criollas de Buenos Aires, y en 1809 había salvado a Liniers de las asechanzas de los peninsulares alzados, y de su secretario, el abogado Mariano Moreno, que en aquella oportunidad ha-bía figurado entre los adversarios del virrey y ahora revelaba un acerado temple revolucionario. Por otra parte, a fines de 1810, la Junta, expresión de una revolución municipal, como había sido la de Buenos Aires, debió ampliarse para in-cluir representantes de los cabildos de las demás ciudades del virreinato.
Ahora entraba en ella, con el deán cordobés Funes, un rival para Moreno, quien -ante la evidencia de que su fac-ción estaba derrotada- renunció y aceptó un cargo diplomáti-co en Londres.
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