Latinoamerica Y El Populismo
anaid228819 de Julio de 2013
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Latinoamérica y el populismo
Latinoamérica no ha sido capaz de desengancharse del populismo económico que ha desarmado en términos figurados a todo un continente en su competencia con el resto del mundo.
A pesar de los resultados económicos innegablemente malos de las políticas populistas adoptadas por casi todos los gobiernos latinoamericanos en un momento u otro desde el final de la Segunda Guerra Mundial, los datos no habían parecido atenuar la voluntad de recurrir a ese populismo económico.
El siglo XX no fue propicio para los vecinos meridionales de Estados Unidos. Según el eminente historiador económico Angus Maddison, Argentina arrancó el siglo con un PIB per cápita real mayor que el de Alemania y equivalente a casi tres cuartas partes del estadounidense. Para finales de siglo, sin embargo, el PIB per cápita de Argentina había bajado hasta la mitad o menos del alemán y el de Estados Unidos. El mexicano, a lo largo del siglo, cayó desde un tercio a un cuarto del PIB per cápita estadounidense. El tirón económico de su vecino del norte no bastó para impedir la bajada. Durante el siglo XX, los niveles de vida de Estados Unidos, Europa occidental y Asia subieron casi un tercio más rápido que los de Latinoamérica.
El populismo económico como la respuesta de una población empobrecida a una sociedad en declive, caracterizada por una elite económica a la que se percibe como opresora. Bajo el populismo económico, el gobierno accede a las exigencias del pueblo, sin parar miramientos en los derechos individuales o las realidades económicas referentes a cómo se aumenta o siquiera se sostiene la riqueza de una nación. En otras palabras, se pasa por alto las consecuencias económicas adversas de las políticas, de forma deliberada o involuntaria. El populismo es más evidente, como cabría esperar, en las economías con altos niveles de desigualdad de renta, como en Latinoamérica. En verdad, la desigualdad en todas las economías latinoamericanas se cuenta entre las más altas del mundo, muy por encima de cualquier país industrial y, lo que llama la atención, de cualquiera de las economías del este asiático. Las raíces de la desigualdad latinoamericana se encuentran en lo más profundo de la colonización europea que, desde el siglo XVI al XIX, explotó a los esclavos y las poblaciones indígenas. Sus vestigios actuales pueden apreciarse, según el Banco Mundial, en las grandes disparidades raciales de renta. A resultas de ello, Latinoamérica era terreno abonado para el surgimiento del populismo económico en el siglo XX. La miseria absoluta coexiste con la prosperidad económica. Se acusa invariablemente a las elites económicas de utilizar el poder del gobierno para llenarse los bolsillos. Aún en el día de hoy se percibe erróneamente a Estados Unidos como causa primordial de la miseria económica al sur de su frontera. Durante décadas, los políticos latinoamericanos han arremetido contra el capitalismo corporativo americano y el «imperialismo yanqui». Motivo especial de irritación para los latinoamericanos ha sido un siglo de dominancia económica y militar estadounidense y el uso de la «diplomacia de cañonera» para reafirmar los derechos de propiedad americanos. El presidente Theodore Roosevelt, en 1903, fue un paso más allá, al instigar una revuelta que separó a Panamá de Colombia, después de que esta última negara a Estados Unidos permiso para construir un canal a través de Panamá.
La mejor plasmación de la respuesta latinoamericana más amplia fue el acto de antiamericanismo desafiante de Lázaro Cárdenas, que lo propulsó a ser posiblemente el presidente mexicano más popular del siglo XX. En 1938, expropió todas las propiedades petrolíferas de titularidad extranjera, sobre todo las de Standard Oil of New Jersey y Royal Dutch Shell. Su acción tuvo consecuencias funestas para México a largo plazo.* Aun así, Cárdenas es recordado como un héroe.
Petróleos Mexicanos (PEMEX), el monopolio petrolífero de propiedad gubernamental que sucedió a esas firmas extranjeras, se tambalea. A menos que la compañía obtenga una asistencia extranjera hasta el momento prohibida para la perforación de profundidad, sus envejecidas reservas menguarán.
El populismo económico busca la reforma, no la revolución. Sus practicantes dejan claro los agravios concretos que hay que corregir, pero sus prescripciones son vagas. A diferencia del capitalismo o el socialismo, el populismo económico no trae consigo un análisis formalizado de las condiciones necesarias para la creación de riqueza y el aumento del nivel de vida. Tiene poco de cerebral. Se trata más bien de un grito de dolor. Los líderes populistas ofrecen promesas inequívocas de remediar las injusticias percibidas.
El capitalismo de mercado es una amplia abstracción que no siempre concuerda con opiniones no instruidas sobre el modo en que funcionan las economías. Supongo que los mercados se aceptan gracias a su largo historial de creación de riqueza. Con todo, como a menudo se me queja la gente: «No sé cómo funciona, y siempre parece tambalearse al borde del caos.» No es una sensación del todo ilógica pero, como se enseña en Primero de Economía, cuando una economía de mercado se aleja periódicamente de un camino en apariencia estable, las respuestas competitivas entran en acción para reequilibrarla. Dado que ese reequilibrio implica millones de transacciones, el proceso es muy difícil de captar. En unas economías en las que millones de personas trabajan y comercian a diario, los mercados individuales están tan entrelazados que, si se pone tope a un desequilibrio, se desencadena inadvertidamente una serie de otros desequilibrios.
Lo bonito de un sistema de mercado es que, cuando funciona bien, como sucede casi todo el tiempo, tiende a crear su propio equilibrio. La perspectiva populista equivale a una contabilidad por partida simple. Sólo anota los créditos, como los beneficios inmediatos de unos precios de la gasolina más bajos. Los economistas, confío, practican la contabilidad por partida doble. Lastrado por su carestía de concreciones de política económica significativas, el populismo, para atraerse fieles, debe arrogarse una justificación moral. En consecuencia, los dirigentes populistas deben ser carismáticos y lucir un aura de saber lo que se hacen.
Su mensaje económico es simple retórica aderezada con palabras como «explotación», justicia y reforma agraria, no PIB o productividad
El populismo económico hace grandes promesas sin plantearse cómo financiarlas. Con demasiada frecuencia, su cumplimiento provoca una falta de ingresos fiscales y hace imposible tomar prestado del sector privado o de inversores extranjeros. Eso casi siempre conduce a una dependencia desesperada del banco central para que actúe de pagador.
Exigir a un banco central que imprima dinero para aumentar el poder adquisitivo del gobierno desata invariablemente una tormenta hiperinflacionaria. El resultado, a lo largo de la historia, ha sido gobiernos derrocados y graves amenazas para la estabilidad social.
Como sentenciaron los prestigiosos economistas internacionales Rudiger Dornbusch y Sebastian Edwards, «al final de todo experimento populista, los salarios reales son más bajos de lo que eran al principio». La hiperinflación hace acto de presencia periódicamente en las naciones en vías de desarrollo; de hecho, es una de sus tendencias definitorias.
En las últimas dos décadas, a pesar de los repetidos fracasos de política macroeconómica, o quizá gracias a ellos, los principales países de la región han engendrado un círculo de técnicos económicos que sin duda poseen credenciales suficientes para conducir a Latinoamérica en una nueva dirección. La lista está tachonada de personas de excepcional talento, con la mayoría de las cuales he tenido el privilegio de trabajar en algunos momentos muy difíciles de las décadas recientes: Pedro Aspe, Guillermo Ortiz, José Ángel Gurría y Francisco Gil Díaz en México; Pedro Malan y Arminio Fraga Neto en Brasil; Domingo Cavallo en Argentina; y otros. La mayoría tienen titulaciones avanzadas en Economía de prestigiosas universidades estadounidenses. Algunos llegaron incluso a jefes de Estado: Ernesto Zedillo en México y Fernando Henrique Cardoso en Brasil. La mayoría instituyeron reformas y políticas productivas liberalizadoras del mercado pese a una profunda resistencia popular, políticas que mejoraron sus economías. Latinoamérica estaría mucho peor sin esos capaces profesionales, en mi opinión. Pero la profunda brecha entre la visión del mundo de la mayoría de esos políticos y la de las sociedades a las que sirven, que siguen siendo propensas al populismo económico, es obstinadamente persistente. El tenue control de la estabilidad económica de Latinoamérica saltó una vez más a la palestra en 2006 con las elecciones generales de México, país que tiene la segunda economía más grande de la región. A pesar de los muchos éxitos obtenidos desde que la crisis del tipo de cambio de finales de 1994 llevara a México al borde de la bancarrota, un agitador populista —Andrés Manuel López Obrador— estuvo a punto de salir elegido presidente.
El impulso de una sociedad para satisfacer sus necesidades del momento, por ejemplo, no puede frustrarse mediante la imposición de una camisa de fuerza financiera. La sociedad debe experimentar avances y confiar en sus líderes antes de estar dispuesta a invertir para el largo plazo. Este cambio de cultura por lo general requiere mucho tiempo.
Las políticas y los gobiernos populistas de Latinoamérica han sido endémicos y por tanto han tenido muchas más consecuencias. Se presume que el populismo económico es una extensión de la democracia a
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