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Acaso No Matan A Los Caballos


Enviado por   •  3 de Octubre de 2014  •  23.885 Palabras (96 Páginas)  •  373 Visitas

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Ganar un maratón de baile parece una forma fácil de obtener dinero rápido en la Gran

Depresión de los años treinta. Personas sin recursos económicos, jóvenes

desocupados o actores que esperan una oportunidad en Hollywood, prueban fortuna

con la misma meta: vencer o morir extenuados.

Novela de culto para los existencialistas franceses, fue ignorada por la crítica

estadounidense hasta mucho después de la estupenda versión cinematográfica que

rodó Sidney Pollack con el título de Danzad, danzad, malditos.

Horace McCoy

¿Acaso no matan a

los caballos? ePUB v1.0

evilZnake20.03.12

Título original: They Shoot Horses, Don’t They?

© Horace McCoy, 1935

Traducción: Josep Rovira Sánchez

ISBN: 84-96246-89-2

Versión digital: vampy815

El preso se pondrá en pie

Me puse en pie. Por un instante vi nuevamente a Gloria sentada en aquel banco del muelle. El

proyectil le había penetrado por un lado de la cabeza; ni siquiera manaba sangre de la herida. El

fogonazo de la pistola iluminaba todavía su rostro. Todo fue de lo más sencillo. Estaba relajada,

completamente tranquila. El impacto del proyectil hizo que su cara se ladeara hacia el otro lado;

no la veía bien de perfil pero podía apreciar lo suficiente para saber que sonreía. El fiscal se

equivocó cuando dijo al jurado que había muerto sufriendo, desvalida, sin amigos, sola salvo por

la compañía de su brutal asesino en medio de la noche oscura a orillas del Pacífico. Estaba muy

equivocado. No sufrió. Estaba completamente relajada y tranquila y sonreía. Era la primera vez

que la veía sonreír. ¿Cómo podía decir pues el fiscal que sufrió? Y no es verdad que careciera de

amigos.

Yo era su mejor amigo. Era su único amigo. Por tanto, ¿qué era eso de que no tenía amigos?

... ¿Existe alguna causa legal que impida dictar

sentencia?

¿Qué podía yo decir?... Todos los asistentes sabían que yo la había matado; la única persona que

habría podido ayudarme también estaba muerta. Por tanto, allí estaba yo en pie, mirando al juez

y negando con la cabeza. No tenía nada que alegar.

—Pida clemencia al tribunal —dijo Epstein, el abogado que designaron para defenderme.

—¿Qué decían? —inquirió el juez.

—Su Señoría —dijo Epstein—, pedimos clemencia al tribunal. Este joven admite haber matado a

la chica, pero únicamente para hacerle un favor.

El juez golpeó la mesa con el martillo, mirándome fijamente.

Al no haber causa legal alguna que impida dictar

sentencia...

Fue curiosa la forma en que conocí a Gloria. También ella intentaba entrar en el mundo del cine,

pero esto no lo supe hasta más tarde. Salía un día de los estudios de la Paramount, calle Melrose

abajo, cuando oí que alguien gritaba, «¡Eh! ¡Eh!», me volví y allí estaba ella, que venía

corriendo y haciendo señas con la mano. Me paré, devolviéndole el saludo. Cuando llegó a mi

altura, jadeando y dando muestras de nerviosismo, me di cuenta de que no la conocía.

—Maldito autobús —dijo.

Miré alrededor y vi que a una manzana de distancia corría el autobús calle abajo, hacia Western.

—¡Vaya! —murmuré—, pensé que me hada señas a mí...

—Y ¿por qué iba a hacerle señas? —preguntó.

Me reí.

—No sé —dije—, ¿vamos en la misma dirección?

—Será mejor que vaya andando a Western —dijo, y emprendimos juntos la marcha hacia allí.

Y así fue como comenzó todo; y ahora me parece muy extraño. No acabo de comprenderlo. He

reflexionado sobre ello una y otra vez y aún sigo sin entenderlo. No fue un asesinato. Quise

ayudar a una persona y sólo he conseguido condenarme. «Me matarán. Sé perfectamente lo que

dirá el juez. En su mirada adivino que estará satisfecho al decirlo y, por los comentarios de las

personas que están detrás de mí, sé que también estarán satisfechas de oírlo decir».

Volvamos a la mañana en que conocí a Gloria. No me encontraba demasiado bien, pero había

acudido a la Paramount porque Von Sternberg estaba rodando un film sobre Rusia, y se me

ocurrió que tal vez encontraría trabajo. Siempre pensé que sería magnífico poder trabajar con

Von Sternberg o bien con Mamoulian o Bleslawsky, beneficiarme de la experiencia de verles

dirigir, aprender montaje, ritmo, ángulos... por eso acudí a la Paramount.

No pude entrar, así que merodeé por allí hasta el mediodía, hasta que uno de los ayudantes salió

para almorzar. Le paré para preguntarle qué probabilidades tenía de poder contribuir a crear la

atmósfera de su película.

—Ninguna —me dijo, cuidando de precisar

...

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