Bueno Para Comer- Marvin Harris
00keniia0010 de Junio de 2013
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7. Lactófilos y lactófobos
Mi inocencia sobre la leche duró hasta que tropecé con los escritos de Robert
Lowie, célebre antropólogo que se complacía en recopilar ejemplos de la
«caprichosa irracionalidad» de los hábitos dietéticos del ser humano. Lowie
estimaba como un «hecho sorprendente que los asiáticos orientales, como los
chinos, japoneses, coreanos e indochinos mostrasen una inveterada aversión hacia
la utilización de la leche». Yo compartía su sensación de maravilla. Como
admirador y frecuente consumidor de comida china tenía que haberme dado
cuenta de que los menús de ésta no contenían platos preparados mediante
derivados lácteos: ni cremas a base de nata para acompañar carnes o pescados, ni
queso fundido o en soufflé, ni tampoco mantequilla para añadir a verduras, pastas,
arroces o budines. Pero todos los menús que yo había visto ofrecían helados entre
los postres. Nunca se me ocurrió pensar que esta solitaria especialidad láctea fuera
una concesión al paladar norteamericano y que poblaciones enteras de congéneres
humanos pudieran despreciar el «alimento perfecto» de mi infancia y mi juventud.
Lowie había expuesto el asunto de forma un tanto moderada. Los chinos y
otros pueblos del este y sudeste asiáticos no sólo muestran una aversión hacia la
utilización de la leche, sino que la aborrecen intensamente, reaccionando ante la
posibilidad de tragar un buen vaso de leche fría poco más o menos como
reaccionaría un occidental ante la perspectiva de un buen vaso de fría saliva de
vaca. Me eduqué, como la mayoría de los miembros de mi generación, en la
creencia de que la leche es un elixir, un hermoso y blanco maná líquido que tiene la
facultad de hacer crecer el vello en el pecho de los hombres y aterciopelar y
sonrosar el cutis de las mujeres. ¡Qué conmoción descubrir que otros la consideran
como una secreción glandular de aspecto feo y olor rancio que ningún adulto que
se respete querría beber!
Durante mi juventud, la industria lechera, el Departamento de Agricultura y
la Asociación Médica Americana apoyaban con fervor el estereotipo popular que
presentaba la leche como el «alimento perfecto». Bébase un litro diario; téngase en
cada aula escolar; bébase antes de las comidas, con las comidas, entre comidas y
por la noche como tentempié. Cómprese en envases de cuatro litros provisto de
grifo. Beba un poco cada vez que abra la nevera. Bébala para asentar el estómago,
tratar las úlceras, curar la diarrea (hervida), calmar los nervios y aliviar el insomnio
(caliente). La leche no podía hacer daño.
Cuando los Estados Unidos fueron llamados a ayudar a la alimentación de
los países subdesarrollados, durante el período posterior a la Segunda Guerra
Mundial, los funcionarios de la U.S. Agency for International Development
naturalmente la escogieron como arma en la guerra contra el hambre. Entre 1955 y
1975, diversos organismos oficiales enviaron millones de toneladas
(fundamentalmente en polvo) a los países necesitados del mundo. La leche,
ciertamente, era excedentaria y a los propios norteamericanos no les gustaba en
polvo; pero independientemente de estos hechos, los agricultores, los políticos y
los técnicos de ta ayuda internacional podían sentir la íntima satisfacción de enviar
su maná a los seres desnutridos del mundo entero. Poco después de que llegaran a
su destino en África, Latinoamérica, Oceanía y otros lugares necesitados los
primeros cargamentos, sin embargo, se empezaron a oír rumores referentes a
personas que enfermaban por beber leche, leche norteamericana.
Ocurrió en Brasil, en 1962, nada más llegar 40 millones de kilos de leche en
polvo, enviados por la Administración Kennedy en el marco del programa
Alimentos para la Paz. Los brasileños no tardaron en quejarse de que ésta les hacía
sentirse hinchados y que les daba retortijones y diarrea. Al principio los
funcionarios de la Embajada estadounidense se negaron a creerlo; luego, se
mostraron ofendidos por la forma en que se despreciaba y difamaba esta muestra
de la generosidad norteamericana, «Lo que hacen -me dijo un funcionario- es
comerse el polvo a puñados, metiéndoselo en la boca sin mezclarlo con agua. Y
esto, claro, les produce unos dolores de barriga del diablo.» «El problema -según
otro funcionario- es que lo mezclan con agua contaminada. La leche no tiene nada
de malo. Lo que pasa es que no saben que tienen que hervir el agua antes de
mezclarla.» «No -respondían mis amigos brasileños-, mezclamos el polvo y
empleamos agua hervida, pero aun así nos da un gran dolor de estómago.» Debo
aclarar que las personas que enfermaban estaban acostumbradas a tomar leche, a
lo sumo, muy de vez en cuando y en tales casos siempre en pequeñas cantidades
con la taza de café del desayuno. Hasta entonces no habían bebido nunca vasos
enteros. Los brasileños, a diferencia de los chinos y otros pueblos asiáticos, nunca
tuvieron prejuicios contra la leche antes de su experiencia con la ayuda
norteamericana. Sus tradiciones culturales, de origen fundamentalmente europeo,
no les hacían sentir repugnancia ante la idea de beberla. Pero los brasileños, sobre
todo las clases más pobres, que eran los destinatarios de la ayuda, son
descendientes genéticamente mixtos de africanos y amerindios, tanto como de
inmigrantes europeos. Es importante tener presente que muchos pueblos africanos
carecen de cualquier tradición de consumo de leche, en tanto que los pueblos
amerindios, sin excepción, desconocían por completo esta práctica antes de la
llegada de los europeos con sus animales domésticos.
El Gobierno de los Estados Unidos, al tiempo que enviaba al extranjero
cantidades masivas de leche en polvo en el marco de sus programas de ayuda
exterior, distribuía también el excedente de leche entera entre los norteamericanos
menesterosos en el marco de diversos programas de lucha contra la pobreza. Hacia
mediados del decenio de 1960, muchos médicos estadounidenses que trabajaban
con poblaciones indígenas y habitantes de los ghettos se habían ya percatado de
que un solo vaso de leche bastaba para producir desagradables síntomas
gastrointestinales en negros e indios. En 1965, un equipo de investigación clínica
de la Johns Hopkins Medical School descubrió la causa: un amplio porcentaje de
las personas que declaraban tener problemas intestinales relacionados con la leche
era incapaz de digerir el azúcar que ésta contiene. Dicho azúcar, llamado lactosa,
se define químicamente como un polisacárido o azúcar complejo, y está presente
en la leche de todos los mamíferos, con excepción de los pinnipedos (focas, leones
marinos y morsas), excepción cuya importancia se pondrá de manifiesto más
adelante.
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