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Capitulo 5 EN LLAMAS

KShiMa18 de Marzo de 2014

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El hom­b­re aca­ba de ca­er­se al su­elo cu­an­do un mu­ro de uni­for­mes blan­cos de agen­tes de la paz blo­qu­ea nu­es­t­ro cam­po de vi­si­ón. Va­ri­os de los sol­da­dos ti­enen ar­mas auto­má­ti­cas su­j­etas de la­do mi­en­t­ras nos em­pu­j­an de vu­el­ta a la pu­er­ta. ¡Ya nos va­mos! Di­ce Pe­eta, em­pu­j­an­do al agen­te de la paz que es­tá ha­ci­en­do pre­si­ón sob­re mí. Lo pil­la­mos, ¿va­le? Va­mos, Kat­niss. Su bra­zo me ro­dea y me gu­ía de vu­el­ta al Edi­fi­cio de Jus­ti­cia. Los agen­tes de la paz nos si­gu­en a uno o dos pa­sos de dis­tan­cia. En cu­an­to es­ta­mos den­t­ro, las pu­er­tas se ci­er­ran y oímos las bo­tas de los agen­tes de la paz mo­ver­se ot­ra vez ha­cia la muc­he­dum­b­re.

Haymitch, Ef­fie, Por­tia y Cin­na es­pe­ran ba­jo una pan­tal­la lle­na de es­tá­ti­ca que es­tá mon­ta­da sob­re la pa­red, sus ros­t­ros cris­pa­dos por la an­si­edad. ¿Qué ha pa­sa­do? Se acer­ca cor­ri­en­do Ef­fie. Per­di­mos la se­ñal jus­to des­pu­és del pre­ci­oso dis­cur­so de Kat­niss, y des­pu­és Hay­mitch di­jo que le pa­re­ció oír un dis­pa­ro, y yo di­je que eso era ri­dí­cu­lo, pe­ro ¿qu­i­én sa­be? ¡En to­das par­tes hay lu­ná­ti­cos!

No ha pa­sa­do na­da, Ef­fie. Só­lo pe­tar­deó una ca­mi­one­ta vi­e­ja, eso es to­do. Di­ce Pe­eta con tran­qu­ili­dad.

Dos dis­pa­ros más. La pu­er­ta no aho­ga muc­ho su so­ni­do. ¿Qu­i­én era ese? ¿La abu­ela de Thresh? ¿Una de las her­ma­nas pe­qu­eñas de Rue?

Vosotros dos. Con­mi­go. Di­ce Hay­mitch. Pe­eta y yo lo se­gu­imos, de­j­an­do at­rás a los de­más. Los agen­tes de la paz que es­tán es­ta­ci­ona­dos fu­era del Edi­fi­cio de Jus­ti­cia se in­te­re­san po­co por nu­es­t­ros mo­vi­mi­en­tos aho­ra que es­ta­mos a sal­vo en el in­te­ri­or. As­cen­de­mos por una mag­ní­fi­ca es­ca­le­ra de ca­ra­col de már­mol. En la par­te al­ta hay un lar­go pa­sil­lo con una al­fom­b­ra ra­ída en el su­elo. Unas pu­er­tas dob­les es­tán abi­er­tas, dán­do­nos la bi­en­ve­ni­da a la pri­me­ra sa­la que en­con­t­ra­mos. El tec­ho de­be de te­ner se­is met­ros de al­tu­ra. Hay di­se­ños de fru­ta y flo­res gra­ba­dos en las mol­du­ras y ni­ños pe­qu­eños, re­gor­de­tes y con alas nos mi­ran des­de ar­ri­ba, des­de ca­da án­gu­lo. Jar­ro­nes de flo­res des­p­ren­den un olor em­pa­la­go­so que ha­ce que me pi­qu­en los oj­os. Nu­es­t­ra ro­pa de noc­he cu­el­ga de per­c­has con­t­ra la pa­red. Es­te cu­ar­to ha si­do ar­reg­la­do pa­ra uso nu­es­t­ro, pe­ro ape­nas es­ta­mos aquí lo bas­tan­te co­mo pa­ra re­co­ger nu­es­t­ros re­ga­los. Des­pu­és Hay­mitch nos ar­ran­ca los mic­ró­fo­nos del pec­ho, los en­ti­er­ra de­ba­jo del co­j­ín de un so­fá, y nos in­di­ca que le si­ga­mos.

Por lo que yo sé, Hay­mitch só­lo ha es­ta­do aquí una vez, cu­an­do es­ta­ba en su To­ur de la Vic­to­ria ha­ce dé­ca­das. Pe­ro de­be de te­ner una me­mo­ria im­p­re­si­onan­te o in­s­tin­tos muy fi­ab­les por­que nos gu­ía a tra­vés de un la­be­rin­to de es­ca­le­ras tor­ci­das y pa­sil­los ca­da vez más es­t­rec­hos. A ve­ces ti­ene que pa­rar y for­zar una pu­er­ta. Por el chir­ri­do de pro­tes­ta de los

goznes pu­edes sa­ber que ha­ce muc­ho ti­em­po des­de la úl­ti­ma vez que fue abi­er­ta. Des­pu­és de un ti­em­po su­bi­mos por una es­ca­le­ra de ma­no has­ta una tram­pil­la. Cu­an­do Hay­mitch la em­pu­ja a un la­do, nos en­con­t­ra­mos en la cú­pu­la del Edi­fi­cio de Jus­ti­cia. Es un lu­gar in­men­so lle­no de mu­eb­les ro­tos, pi­las de lib­ros y cu­ader­nos de con­ta­bi­li­dad, y ar­mas oxi­da­das. La ca­pa de pol­vo que lo cub­re to­do es tan gru­esa que se ve cla­ra­men­te que no ha si­do mo­les­ta­da en años. La luz luc­ha por fil­t­rar­se a tra­vés de cu­at­ro tris­tes ven­ta­nas cu­ad­ra­das si­tu­adas a los la­dos de la cú­pu­la. Hay­mitch le da una pa­ta­da a la tram­pil­la pa­ra que se ci­er­re y se vu­el­ve ha­cia no­sot­ros. ¿Qué ha pa­sa­do? Pre­gun­ta.

Peeta re­la­ta to­do lo su­ce­di­do en la pla­za. El sil­bi­do, el sa­lu­do, có­mo va­ci­la­mos en la ga­le­ría, el ase­si­na­to del an­ci­ano. ¿Qué es­tá pa­san­do, Hay­mitch?

Será me­j­or si vi­ene de ti. Me di­ce Hay­mitch.

No es­toy de acu­er­do. Creo que se­rá ci­en ve­ces pe­or si vi­ene de mí. Pe­ro se lo cu­en­to to­do a Pe­eta con tan­ta cal­ma co­mo pu­edo. Sob­re el Pre­si­den­te Snow, el ner­vi­osis­mo en los dis­t­ri­tos.

Ni si­qu­i­era omi­to el be­so con Ga­le. Ex­pon­go có­mo to­dos es­ta­mos en pe­lig­ro, có­mo to­do el pa­ís es­tá en pe­lig­ro por mi tru­co con las ba­yas.

Se su­po­nía que de­bía ar­reg­lar las co­sas en es­te to­ur. Ha­cer cre­er a to­do aqu­el que tu­vi­era du­das que ha­bía ac­tu­ado por amor. Cal­mar las co­sas. Pe­ro ob­vi­amen­te, to­do lo que he hec­ho hoy es con­se­gu­ir que ma­ta­ran a tres per­so­nas, y aho­ra to­dos los de la pla­za se­rán cas­ti­ga­dos. Me en­cu­en­t­ro tan mal que ten­go que sen­tar­me en un so­fá, a pe­sar de los mu­el­les y el rel­le­no ex­pu­es­tos.

Entonces yo tam­bi­én em­pe­oré las co­sas. Dan­do el di­ne­ro. Di­ce Pe­eta. De re­pen­te gol­pea una lám­pa­ra que es­ta­ba pre­ca­ri­amen­te si­tu­ada sob­re un ca­j­ón y la lan­za al ot­ro la­do de la sa­la, don­de se ha­ce añi­cos con­t­ra el su­elo. Es­to ti­ene que pa­rar. Ya. Es­te… es­te… ju­ego que jugá­is vo­sot­ros dos, don­de os con­tá­is sec­re­ti­tos el uno al ot­ro pe­ro me de­j­á­is fu­era a mí co­mo si fu­era de­ma­si­ado in­t­ran­s­cen­den­te o es­tú­pi­do o dé­bil pa­ra so­por­tar­los.

No es así, Pe­eta… Em­pi­ezo. ¡Es exac­ta­men­te así! Me gri­ta. ¡Yo tam­bi­én ten­go gen­te que me im­por­ta, Kat­niss!

Familia y ami­gos en el Dis­t­ri­to Do­ce que es­ta­rán tan mu­er­tos co­mo los tu­yos si no ha­ce­mos bi­en es­to. Así que, des­pu­és de to­do por lo que pa­sa­mos en la are­na, ¿ni si­qu­i­era soy dig­no de que me di­gá­is la ver­dad?

Siempre eres tan fi­ab­le y tan bu­eno, Pe­eta. Di­ce Hay­mitch. Tan lis­to sob­re có­mo te pre­sen­tas a ti mis­mo an­te las cá­ma­ras. No qu­ería es­t­ro­pe­ar eso.

Bueno, me has sob­re­es­ti­ma­do. Por­que hoy la fas­ti­dié de ve­ras. ¿Qué cre­es tú que va a pa­sar­les a las fa­mi­li­as de Thresh y de Rue? ¿Cre­es que con­se­gu­irán sus par­tes de nu­es­t­ras ga­nan­ci­as? ¿Cre­es que les he da­do un bril­lan­te fu­tu­ro? ¡Por­que yo creo que ten­d­rán su­er­te si sob­re­vi­ven a es­te día! Pe­eta lan­za ot­ra co­sa por los aires, una es­ta­tua. Nun­ca lo he vis­to así.

Tiene ra­zón, Hay­mitch. Di­go. Fue un er­ror no con­tár­se­lo. In­c­lu­so al­lá en el Ca­pi­to­lio.

Incluso en la are­na, vo­sot­ros dos te­ní­a­is tra­ba­j­ado al­gún ti­po de sis­te­ma, ¿ver­dad?

Pregunta Pe­eta. Aho­ra su voz es­tá más cal­ma­da. Al­go de lo que yo no for­ma­ba par­te.

No. No ofi­ci­al­men­te. Só­lo que yo po­día de­du­cir qué es lo que Hay­mitch qu­ería que hi­ci­era se­gún lo que en­vi­aba, o no en­vi­aba. Di­go.

Bueno, yo nun­ca tu­ve esa opor­tu­ni­dad. Por­que nun­ca me en­vió na­da has­ta que apa­re­cis­te tú. Di­ce Pe­eta.

No he pen­sa­do muc­ho sob­re es­to. Có­mo de­be de ha­ber pa­re­ci­do des­de la per­s­pec­ti­va de Pe­eta cu­an­do apa­re­cí en la are­na ha­bi­en­do re­ci­bi­do me­di­ci­na pa­ra las qu­ema­du­ras y pan mi­en­t­ras que él, que es­ta­ba a las pu­er­tas de la mu­er­te, no ha­bía con­se­gu­ido na­da. Co­mo si Hay­mitch me hu­bi­era es­ta­do man­te­ni­en­do con vi­da a sus ex­pen­sas.

Mira, chi­co… Em­pi­eza Hay­mitch.

No te mo­les­tes, Hay­mitch. Sé que te­ní­as que ele­gir a uno de los dos. Y yo hab­ría qu­eri­do que fu­era el­la. Pe­ro es­to es al­go dis­tin­to. Hay gen­te mu­er­ta ahí fu­era. Más les se­gu­irán a no ser que se­amos muy bu­enos. To­dos sa­be­mos que yo soy me­j­or que Kat­niss de­lan­te de las cá­ma­ras. Na­die ti­ene que gu­i­ar­me pa­ra sa­ber qué de­cir. Pe­ro ten­go que sa­ber en qué me es­toy me­ti­en­do. Di­ce Pe­eta.

De aho­ra en ade­lan­te, es­ta­rás ple­na­men­te in­for­ma­do. Pro­me­te Hay­mitch.

Más te va­le. Di­ce Pe­eta. Ni si­qu­i­era se mo­les­ta en mi­rar­me an­tes de sa­lir.

El pol­vo que ha le­van­ta­do flo­ta y bus­ca nu­evos lu­ga­res sob­re los que po­sar­se. Mi pe­lo, mis oj­os, mi bril­lan­te in­sig­nia do­ra­da. ¿Me ele­gis­te, Hay­mitch? Pre­gun­to.

Sí. ¿Por qué? Te gus­ta más él.

Eso es ver­dad. Pe­ro re­cu­er­da, has­ta que cam­bi­aron las reg­las, yo só­lo po­día as­pi­rar a sa­car a uno de al­lí con vi­da. Pen­sé que ya que él es­ta­ba

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