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Kelsen Y La Justicia


Enviado por   •  18 de Septiembre de 2013  •  9.235 Palabras (37 Páginas)  •  260 Visitas

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Hans Kelsen ¿Qué es la justicia?

INTRODUCCIÓN

Jesús de Nazaret, al ser interrogado por el gobernador romano, admitió ser un

rey, mas agregó: "Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo, para

dar testimonio de la verdad ". Pilato preguntó entonces:"¿Qué es la verdad? ".

Es evidente que el incrédulo romano no esperaba respuesta al interrogante: el

Justo, de todos modos, tampoco la dio. Lo fundamental de su misión como rey

mesiánico no era dar testimonio de la verdad. Jesús había nacido para dar

testimonio de la justicia, de esa justicia que deseaba se realizara en el reino de

Dios. Y por esa justicia fue muerto en la cruz.

De tal manera, de la interrogación de Pilato:"¿Qué es la verdad? " y de la

sangre del Crucificado, surge otra pregunta de harto mayor importancia, la

sempiterna pregunta de la humanidad:"¿Qué es la justicia? "

No hubo pregunta alguna que haya sido planteada con más pasión, no hubo

otra por la que se haya derramado tanta sangre preciosa ni tantas amargas

lágrimas como por ésta; no hubo pregunta alguna acerca de la cual hayan

meditado con mayor profundidad los espíritus más ilustres, desde Platón a

Kant. No obstante, ahora como entonces, carece de respuesta. Tal vez se deba

a que constituye una de esas preguntas respecto de las cuales resulta válido

ese resignado saber que no puede hallarse una respuesta definitiva: sólo cabe

el esfuerzo por formularla mejor.

I

1

La justicia es, en primer lugar, una característica posible mas no necesaria del

orden social. Recién en segundo término constituye una virtud del individuo

pues un hombre es justo cuando su obrar concuerda con el orden considerado

justo. Mas, ¿cuándo es justo un orden social determinado? Lo es cuando regla

la conducta de los hombres de modo tal que da satisfacción a todos y a todos

les permite lograr la felicidad. Aspirar a la justicia es el aspirar eterno a la

felicidad de los seres humanos: al no encontrarla como individuo aislado, el

hombre busca la felicidad en lo societario. La justicia configura la felicidad

social, es la felicidad que el orden social garantiza. Es en este sentido que

Platón identifica justicia con felicidad cuando afirma que sólo el justo es feliz y

desdichado el injusto.

Va de suyo que al sostener que la justicia es la felicidad, no se ha respondido al

interrogante sino que únicamente se lo ha desplazado. De inmediato se plantea

entonces otra cuestión: ¿qué es la felicidad?

2

Sin duda, no puede existir un orden justo —vale decir, que garantice a todos la

felicidad— si se entiende por felicidad lo que es en su sentido originario, esto

es, lo que cada uno considera tal. En este caso, resulta imposible evitar que la

felicidad de uno roce la felicidad de otro. Por ejemplo: el amor es la fuente

primera de felicidad, aunque también la más importante fuente de desdicha.

Supongamos que dos varones aman a una misma mujer y que ambos, con o sin

razón, creen que sin ella no serían felices. No obstante, conforme a la ley —y

tal vez conforme a sus propios sentimientos— esa mujer no puede pertenecer

más que a uno de los dos. La felicidad de uno acarreará irremediablemente la

desdicha del otro. No existe un orden social capaz de dar solución a semejante

problema de manera justa, esto es, de hacer que ambos varones sean

dichosos. Ni siquiera el célebre juicio del rey Salomón podría conseguirlo. Tal

como se sabe, el rey resolvió que un niño cuya posesión disputaban dos

mujeres, fuera partido en dos con objeto de entregarlo a aquella que retirara la

demanda a fin de salvar la vida de la criatura. Dicha mujer, suponía el rey,

probaría de esta suerte que su amor era verdadero. El juicio salomónico

resultará justo únicamente en el caso que sólo una de las mujeres ame

realmente a la criatura. Si las dos la quisieran y ansiaran tenerla —lo cual es

posible e incluso probable— y ambas retirasen las respectivas demandas, el

conflicto permanecería irresoluto. Por último, cuando la criatura debiera ser

entregada a una de las partes el juicio sería, por supuesto, injusto pues

causaría la desdicha de la parte contraria. Nuestra felicidad depende, con

demasiada frecuencia, de la satisfacción de necesidades que ningún orden

social puede atender.

Otro ejemplo: es preciso designar al jefe de un ejército. Dos varones se

presentan a concurso, pero sólo uno de ellos podrá ser el elegido. No cabe

duda que se ha de nombrar a aquel que sea más apto. Mas, ¿si ambos fuesen

igualmente aptos? Resultaría entonces imposible encontrar una solución justa.

Supongamos que sea considerado más apto el que tiene buena apostura y un

rostro agradable que le dan el aspecto de personalidad fuerte, en tanto el otro

es pequeño y de apariencia insignificante. En caso de recaer la designación en

aquél, este otro no aceptará lo resuelto como justo, dirá, por ejemplo: "¿por

qué no tengo yo un físico tan bien dotado como él? ¿por qué la Naturaleza me

ha dado un cuerpo tan poco atractivo? "

Por cierto, cuando analizamos la Naturaleza desde el punto de vista de la

justicia, debemos convenir que no es justa: unos nacen sanos y otros

enfermos, unos inteligentes y otros tontos. Y no hay orden social alguno que

pueda reparar por completo las injusticias de la Naturaleza.

3

Si justicia es felicidad, no es posible la existencia de un orden social justo, si por

justicia se entiende la felicidad individual. Empero, el orden social justo

tampoco será posible en el caso que éste procure lograr, no ya la felicidad

individual de todos sino la mayor felicidad posible del mayor número posible.

Ésta constituye la célebre definición de justicia formulada por el jurista y

filósofo inglés jeremías Bentham.

De todas maneras, la fórmula de Bentham tampoco es aceptable si a la palabra

felicidad se le da un sentido subjetivo, ya que diversos individuos tienen ideas

todavía más diversas acerca de lo que constituye la felicidad. La felicidad

garantizada por el orden social no puede ser considerada en sentido individualsubjetivo

sino colectivo-objetivo.

Esto significa que por felicidad se ha de entender sólo la satisfacción de ciertas

necesidades, reconocidas en tal carácter por la autoridad social o el legislador.

Dichas necesidades merecerán entonces ser satisfechas. Así, verbigracia, está la

necesidad de alimentos, de ropas, morada y otras por el estilo. No cabe duda

que la satisfacción de necesidades socialmente aceptadas no guarda relación

alguna con el sentido primigenio del término felicidad, que es profunda y

esencialmente subjetivo. Por ello, por ser expresión de un insaciable deseo de

felicidad propia y subjetiva, el deseo de justicia es primordial y está

hondamente enraizado en el corazón del hombre.

4

El concepto de felicidad ha de soportar un cambio radical de significación para

que la felicidad de la justicia pueda convertirse en categoría social. Las

transformaciones que sufre la felicidad individual y subjetiva para convertirse en

la satisfacción de necesidades socialmente aceptadas, son similares a las que

debe soportar el concepto de libertad para llegar a ser un principio social.

El concepto de libertad con frecuencia es identificado con la idea de justicia, de

tal manera que un orden social será justo cuando garantice la libertad

individual. Dado que la verdadera libertad —esto es, la ausencia de toda

coacción, de todo tipo de gobierno— es incompatible con el orden social —

cualquiera que éste fuera— la idea de libertad no puede ostentar meramente la

significación negativa de ser libre de todo gobierno. El concepto de libertad ha

de comprender la importancia que tiene una forma de gobierno determinada.

La libertad incorporará el gobierno de la mayoría de ciudadanos que, en caso

necesario, ha de estar contra la minoría. La libertad de la anarquía se

metamorfosea de este modo en la autodeterminación de la democracia. De

igual modo, la idea de justicia se transforma, de un principio que garantiza la

libertad individual de todos, en un orden social que salvaguarda determinados

intereses, precisamente aquellos reconocidos como valiosos y dignos de

protección por la mayoría de los súbditos.

5

Empero, ¿qué intereses ostentan ese valor y cuál es la jerarquía de esos

valores? El problema aparece cuando se plantean intereses en conflicto. Y

solamente donde existen esos conflictos se manifiesta la justicia como

problema. De no haber intereses en conflicto, no hay tampoco necesidad de

justicia. El conflicto se genera cuando un interés se podrá ver satisfecho

exclusivamente a costa de otro o, lo que es igual, cuando entran en

contraposición dos valores y no es posible hacer efectivos ambos, cuando

pueden ser realizados únicamente en tanto y cuanto el otro es pospuesto o

cuando es inevitable tener que inclinarse por la realización de uno y no del otro,

decidiendo qué valor es más importante, lo cual, por ende, establecerá el valor

supremo. El problema de valores es, sobre todo, un problema de conflicto de

valores. Problema que no puede resolverse mediante el conocimiento racional.

La respuesta al problema planteado es siempre un juicio que, en última

instancia, está determinado por factores emocionales, ostentando, por

consiguiente, un carácter altamente subjetivo. Esto significa que es válido

únicamente para el sujeto que formula el juicio siendo, en ese sentido, relativo.

II

1

Lo que se acaba de enunciar es pasible de ilustrarse con algunos ejemplos. La

vida humana, la vida de cada quien, constituye el valor supremo para una

determinada convicción moral. Consecuencia de semejante convencimiento es

la abstención absoluta de dar muerte a un ser humano, aun en caso de guerra

o en cumplimiento de la pena capital. Esta posición, como se sabe, es la de

quienes se niegan a prestar servicio militar y la de quienes rechazan por

principio la pena de muerte. En oposición a esta postura existe otra convicción

moral, la que afirma que el valor supremo es el interés y el honor de la nación.

Por lo tanto, cuantos sigan esta teoría están obligados a sacrificar su vida y a

matar en caso de guerra a los enemigos de la nación, cuando los intereses de

ésta así lo requieran. Por ende, pareciera justificable la condena a muerte de

los grandes criminales. En esta conformidad, resulta imposible decidirse de

manera científico-racional por cualquiera de estos juicios de valor fundados en

concepciones contradictorias.

En último extremo, nuestros sentimientos, nuestra voluntad, no nuestra razón,

es lo que decide el conflicto: lo emocional, no lo racional de nuestra conciencia

es lo que tiene a su cargo la resolución del conflicto.

2

Otro ejemplo: a un esclavo o a un prisionero de un campo de concentración del

que es imposible fugarse, se le presenta la disyuntiva de saber si el suicidio es

moral o no. Este problema, que se plantea de continuo, jugó un papel muy

importante en la ética de los antiguos. La solución yace en decidir cuál de los

dos valores es superior: vida o libertad. Si la vida es el valor más elevado, el

suicidio no es justo; si el más alto es la libertad, careciendo de valor una vida

sin libertad, entonces el suicidio no sólo estará permitido, sino que se

impondrá. Se trata evidentemente de la jerarquía que se le asigne al valor vida

o al valor libertad. En este caso, lo único posible es una solución subjetiva, una

solución cuyo valor está limitado al sujeto que juzga y que de ningún modo

alcanza la validez universal que tiene, verbigracia, la frase que afirma que el

calor dilata los metales. Este último es un juicio de realidad y no de valor.

3

Supongamos —lo cual no significa sostenerlo— que sea posible demostrar que

los llamados planes económicos pueden mejorar la situación del pueblo de tal

manera que resulte asegurada la estabilidad económica individual y que tal

organización sólo sea factible merced al renunciamiento de la libertad individual

o, por lo menos, a una limitación considerable de esa libertad. La respuesta al

interrogante de qué es preferible, si un sistema económico libre o una

economía planificada, dependerá entonces de que nos decidamos por el valor

libertad individual o por el valor seguridad económica. Una persona con fuertes

inclinaciones individualistas ha de preferir la libertad individual, en tanto otra

que padezca cierto complejo de inferioridad se ha de pronunciar por la

seguridad económica. Esto quiere decir que ante el interrogante de si la libertad

individual es un valor superior a la seguridad económica o si la seguridad

económica es un valor más alto que la libertad individual, sólo es posible dar

una respuesta subjetiva: bajo ningún concepto se podrá formular un juicio

objetivo como lo es el que sostiene que el acero es más pesado que el agua y

el agua más pesada que la madera. En estos casos se trata de juicios de

realidad, verificables experimentalmente, y no de juicios de valor que no son

pasibles de tales comprobaciones.

4

Tras un detenido examen de su paciente, el médico descubre un mal incurable

que en poco tiempo provocará la muerte del enfermo.

¿Tiene el médico que decirle la verdad al enfermo o puede y hasta debe mentir

diciendo que la enfermedad es curable y que no hay peligro inmediato? La

decisión depende de la jerarquía que se establezca entre los valores de verdad

y compasión. Decirle la verdad al enfermo implica afligirlo con el temor a la

muerte; mentirle significa ahorrarle ese dolor. Si el ideal de la verdad se

considera superior al de la compasión, el médico debe decir la verdad; en caso

contrario, deberá mentir. No obstante, sea cual fuere la jerarquía asignada a

estos valores, resulta imposible darle a esta pregunta una respuesta cimentada

en consideraciones científico-racionales.

5

Tal como se dijera anteriormente, Platón sostiene que el justo —para él

sinónimo del que se conduce legalmente— y sólo el justo es feliz, en tanto el

injusto —esto es, el que no obra legalmente— es desdichado.

Platón dice: "la vida más justa es la más feliz ". No obstante, admite que en

ciertos casos el justo puede ser desdichado y el injusto feliz. Sin embargo —

añade el filósofo— es absolutamente preciso que los ciudadanos sometidos a la

ley crean en la verdad de la frase que afirma que sólo el justo es feliz, aun

cuando ésta no sea verdadera. De lo contrario, nadie querría obedecer a la ley.

Por consiguiente el Estado, según Platón, tiene el derecho de difundir entre los

ciudadanos, por todos los medios posibles, la doctrina de que el hombre justo

es feliz y desdichado el injusto, aun cuando esto sea falso. En caso que esta

afirmación no sea verdadera, es una mentira necesaria pues garantiza la

obediencia a la ley. "¿Puede un legislador que sirva para algo encontrar una

mentira más útil que ésta o alguna otra que pueda lograr en forma más

efectiva que los ciudadanos, en libertad y sin coacción, se conduzcan

rectamente? " "Si yo fuese legislador, obligaría a todos los escritores y a todos

los ciudadanos a expresarse en este sentido, es decir, a afirmar que la vida más

justa es la más feliz ". Conforme a Platón, el gobierno está autorizado a utilizar

aquellas mentiras que considere convenientes.

De este modo, Platón ubica la justicia —esto es, lo que el gobierno por tal

entiende, o sea, lo legal— por encima de la verdad. Sin embargo, no existe

razón alguna que nos impida poner la verdad por encima de la legalidad y

rechazar la propaganda del Estado por hallarse fundada en la mentira, aun en

el caso que esta última sirva para la prosecución de un buen fin.

6

La solución dada al problema de la jerarquía de los valores —vida-libertad,

libertad-igualdad, libertad-seguridad, verdad-justicia, verdad-compasión,

individuo-nación— será distinta si el problema se le plantea a un cristiano, para

quien la salvación del alma, vale decir, el destino sobrenatural, es más

importante que las cosas terrenas, o si se le presenta a un materialista que no

cree que el alma sea inmortal. De igual manera, la solución no puede ser la

misma cuando se acepta que la libertad es el valor supremo —punto focal del

liberalismo— que cuando se supone que la seguridad económica es el fin último

del orden social —punto focal del socialismo—. La respuesta, entonces, tendrá

siempre el carácter de un juicio subjetivo, por lo tanto, relativo.

III

1

El hecho de que los verdaderos juicios de valor sean subjetivos, siendo por lo

tanto posible que existan juicios de valor contradictorios entre sí, no significa de

ninguna manera que cada individuo tenga su propio sistema de valores. En

rigor, muchos individuos coinciden en sus juicios evaluativos. Un sistema

positivo de valores no es la creación arbitraria de un individuo aislado, sino que

siempre constituye el resultado de influencias individuales recíprocas dentro de

un grupo dado (familia, raza, clan, casta, profesión)y en determinadas

condiciones económicas. Todo sistema de valores, especialmente el orden

moral, con su idea descollante de justicia, configura un fenómeno social que,

por lo tanto, será diferente según el tipo de sociedad en que se genere. El

hecho de que ciertos valores sean generalmente aceptados dentro de una

sociedad dada no es incompatible con el carácter subjetivo y relativo de los

valores que afirman esos juicios. Que varios individuos concuerden en un juicio

de valor no prueba de ningún modo que ese juicio sea verdadero, es decir, que

tenga validez en sentido objetivo. De manera similar, que muchos hayan creído

que el sol giraba alrededor de la Tierra no prueba en absoluto que esta creencia

esté cimentada en la verdad. El criterio de justicia, al igual que el criterio de

verdad, se manifiesta con harto poca frecuencia en los juicios de realidad y en

los de valor. En la historia de la civilización humana muchas veces los juicios de

valor aceptados por la mayoría han sido reemplazados por otros juicios de valor

más o menos opuestos aunque no por eso menos aceptados. Así, por ejemplo,

las sociedades primitivas consideraban que el principio de responsabilidad

colectiva (verbigracia, la venganza de sangre) era un principio absolutamente

justo. En cambio, la sociedad moderna sostiene que el principio opuesto —esto

es, el de la responsabilidad individual— es el que responde mejor a las

exigencias de una recta conciencia. No obstante, en ciertas áreas, como por

ejemplo en las relaciones internacionales, el principio de responsabilidad

colectiva no es incompatible con los sentimientos del hombre actual.

Lo propio ocurre en el campo de las creencias religiosas con la responsabilidad

hereditaria, el pecado original, que es también una especie de responsabilidad

colectiva. Asimismo, no resulta del todo imposible que en el futuro —si el

socialismo llega al poder— vuelva a ser considerado moral en el terreno de las

relaciones internacionales un principio de responsabilidad colectiva

independiente de cualquier concepción religiosa.

2

Si bien la pregunta respecto al valor supremo no puede contestarse

racionalmente, el juicio relativo y subjetivo con que, de hecho, se responde a la

misma, se presenta generalmente como una afirmación de valor objetivo o, lo

que es igual, como norma de validez absoluta.

Un rasgo distintivo del ser humano es sentir la profunda necesidad de justificar

su conducta, esto es, tener una conciencia. La necesidad de justificación o

racionalización es, tal vez, una de las diferencias existentes entre el hombre y el

animal. La conducta externa del hombre no difiere mucho de la animal: el pez

grande se come al chico, tanto en el reino animal como en el humano. Sin

embargo, cuando un "pez humano", movido por el instinto, se conduce de tal

manera, de inmediato procura justificar su conducta ante sí mismo y los demás,

tranquilizando su conciencia con la idea de que su conducta respecto al prójimo

es buena.

3

Dado que el hombre, en una u otra medida, es un ser de razón, intenta

racionalmente, es decir, por medio de la función de su entendimiento, justificar

una conducta determinada por el temor o el deseo.

Esta justificación racional es posible sólo hasta determinado punto, vale decir,

en tanto su temor o deseo se refieran a un medio dado merced al cual puede

lograrse determinado fin. La relación de medio a fin es semejante a la de

causa-efecto, por ende, puede determinarse empíricamente, o sea, mediante

procedimientos científico-racionales. Está claro que esto no será posible cuando

los medios para lograr un fin determinado sean medidas específicamente

sociales. El estado actual de las ciencias sociales no nos permite tener una

comprensión neta y definida del nexo causal de los fenómenos sociales. En

consecuencia, no podemos tener suficiente experiencia como para determinar

con precisión cuáles son los medios adecuados para lograr un fin social

determinado. Tal es el caso, verbigracia, del legislador cuando se enfrenta con

el problema de establecer la pena de muerte o, meramente, la de prisión, para

evitar ciertos actos delictivos. Este conflicto puede formularse también con una

pregunta: "¿cuál es la pena justa, la de muerte o la de prisión?" Resolver esta

cuestión implica que el legislador conozca el efecto que la amenaza de ambas

penas producirá en el hombre que, por inclinación natural, busca cometer los

delitos que el legislador procura evitar. Por desgracia, no gozamos del

conocimiento exacto de esos efectos y no estamos en condiciones de llegar a

tal conocimiento, pues aun en el caso que ello fuera posible mediante el empleo

de la experimentación, la experimentación en la esfera de la vida social sólo es

aplicable en muy limitada medida. De aquí que el problema de la justicia no

pueda siempre ser solucionado racionalmente, aun cuando se lo reduzca a la

cuestión de saber si una medida social es medio adecuado para lograr un fin

dado. Empero, incluso en el caso que estos problemas pudieran solucionarse

puntualmente, la solución de los mismos no podría proporcionar una

justificación completa de nuestra conducta, esto es, la justificación exigida por

nuestra conducta. Con medios extremadamente adecuados pueden lograrse

fines extremadamente problemáticos. Basta pensar en la bomba atómica. El fin

justifica o, como acostumbra decirse, justifica los medios. En cambio, los

medios no justifican el fin. Y es precisamente la justificación del fin, de ese fin

que no es medio para otro fin, que precisamente, es el fin último y supremo, lo

que constituye la justificación de nuestra conducta.

4

En el momento de justificar algo, especialmente una conducta humana, como

medio para un determinado fin, aparece insoslayablemente el problema de

saber si ese fin también es justificable. Esta cuestión lleva en última instancia al

reconocimiento de un fin supremo, lo cual constituye precisamente el problema

de la moral en general y de la justicia en particular.

La justificación de una conducta humana como medio apropiado para el logro

de un fin dado, cualquiera que sea, es un justificar condicional: depende de que

el fin propuesto esté justificado o no. Una justificación condicionada y, en

cuanto tal, relativa, no resulta justificatoria del fin y tampoco del medio. La

democracia es una forma de gobierno justa pues asegura la libertad individual.

Esto significa que la democracia es una forma de gobierno justa tan sólo

cuando su fin supremo es la atención y solicitud de la libertad individual. Si en

lugar de la libertad individual se considera que la seguridad económica es el

valor supremo, y se prueba además que en una organización democrática

aquella no puede ser suficientemente garantizada, entonces no la democracia

sino otra forma será considerada el gobierno justo. Otros fines requieren otros

medios. La democracia como forma de gobierno puede justificarse

relativamente, no en lo absoluto.

5

Nuestra conciencia no se contenta con estas justificaciones condicionadas sino

que pide una justificación absoluta, sin reservas. Por ende, nuestra conciencia

no se tranquiliza cuando justificamos nuestra conducta sólo como medio

adecuado para un fin cuya justificación es dudosa sino que demanda, en

cambio, que justifiquemos nuestra conducta como fin último o, lo que es lo

mismo, que nuestra conducta coincida con un valor absoluto. No obstante, no

es posible acceder a tal justificación por medios racionales. Toda justificación

racional es esencialmente justificación de algo en tanto medio adecuado, pero,

precisamente, el fin último no es medio para ningún otro fin. Nuestra conciencia

pide una justificación absoluta de nuestra conducta, es decir, postula valores

absolutos, pero nuestra razón no está en condiciones de satisfacer esas

exigencias. Lo absoluto en general y los valores absolutos en particular están

allende la razón humana que sólo puede lograr una solución limitada —y, en tal

sentido, relativa— del problema de la justicia como problema de la justificación

de la conducta humana.

6

No obstante, la necesidad de una justificación absoluta parece ser más fuerte

que toda justificación racional. Por ello el hombre busca esa justificación, esto

es, la justicia absoluta, en la religión y la metafísica.

Lo cual significa que la justicia es desplazada de este mundo a un mundo

trascendente. Se convierte así en la característica esencial —y su puesta en

acto la función esencial— de una autoridad sobrenatural, de una deidad cuyas

características y funciones son inaccesibles al conocimiento humano. El hombre

cree en la existencia de Dios, esto es, en la existencia de una justicia absoluta,

pero es incapaz de comprenderla, es decir, de puntualizarla conceptualmente.

Quienes no aceptan esta solución metafísica del problema de la justicia pero

mantienen la idea de los valores absolutos, en la esperanza de poder definirla

racional y científicamente, se engañan a sí mismos con la ilusión de que es

posible encontrar en la razón humana ciertos principios fundamentales

configuradores de esos valores absolutos que, en rigor, están compuestos por

elementos emocionales de la conciencia. La determinación de valores absolutos

en general y la definición de justicia en particularlogradas según este modo son

fórmulas hueras mediante las cuales es posible justificar cualquier orden social.

Por ello no es de extrañar que las numerosas teorías sobre la justicia que desde

épocas pretéritas hasta hoy en día se han venido formulando, puedan ser

reducidas a dos tipos fundamentales: metafísico-religioso uno y el otro

racionalista o, mejor dicho, pseudo-racionalista.

IV

1

Platón es el clásico representante del tipo metafísico. La justicia constituye el

problema central de toda su filosofía. En procura de la solución de este

problema desarrolla su célebre "teoría de las ideas ".

Las ideas son entidades trascendentes que existen en otro mundo, en una

esfera inteligible, sin acceso para los hombres, prisioneros de sus sentidos.

Representan esencialmente valores, valores absolutos que deben ser realizados

en el mundo de los sentidos aunque, en verdad, nunca pueden serlo

completamente. El concepto fundamental al cual está subordinado el resto y del

cual obtiene su validez es la idea de bien absoluto: está idea desempeña en la

filosofía de Platón el mismo papel que la idea de Dios en la teología de

cualquier religión. La idea de bien conlleva la idea de justicia, esa justicia a

cuyo conocimiento tienden prácticamente todos los diálogos de Platón. La

pregunta "¿qué es la justicia?" coincide con el interrogante "¿qué es bueno?" o

"¿qué es lo bueno?" Platón efectúa en sus diálogos múltiples intentos para

responder a esas preguntas en forma racional. Sin embargo, ninguno de esos

intentos arriba a un resultado definitivo. Cuando pareciera que ha logrado

definir algo, por boca de Sócrates, de inmediato Platón aclara que son

necesarias todavía más investigaciones. Platón remite a menudo a un método

específico de razonamiento abstracto, carente de toda representación sensible,

la llamada dialéctica, que —como asegura el filósofo— capacita a quienes la

dominan para comprender las ideas. De todas maneras, el mismo Platón no

emplea este método en sus diálogos o, al menos, no nos transmite los

resultados de dicha dialéctica. Incluso llega a decir palmariamente que la idea

del bien absoluto está más allá de todo conocimiento racional, o sea, allende

todo razonamiento. En una de sus cartas, la VII, donde explica los motivos

profundos y los fines últimos de su filosofía, declara que no puede existir una

definición del bien absoluto sino tan sólo una especie de visión del mismo, y

que esta visión se realiza en forma de vivencia mística —vivencia que logran

sólo quienes gozan de la divina gracia—. Por otra parte, resulta imposible

describir con palabras el objeto de esta visión mística, es decir, el bien absoluto.

Tal es la razón —y ésta configura la conclusión última de esta filosofía— que no

pueda darse ninguna respuesta al problema de la justicia. La justicia es un

secreto que Dios confía a muy pocos elegidos —si es que lo hace—, secreto que

nunca deja de ser tal pues no puede transmitirse a los demás.

2

Es digno de nota cómo la filosofía de Platón se acerca en este punto a la

prédica de Jesús, cuyo contenido sobresaliente es también la justicia. Tras

haber rechazado con energía la fórmula racionalista del Antiguo Testamento

"ojo por ojo y diente por diente" —el principio de represalia— Jesús proclama la

nueva y verdadera justicia, el principio de amor: el mal no debe devolverse con

mal sino con bien, hay que rechazar al mal, no al delincuente, y amar al

enemigo. Esta justicia está más allá de toda realidad social de un orden posible:

el amor que informa a esta justicia no es el sentimiento humano que llamamos

amor. No sólo porque amar al enemigo va contra la naturaleza humana sino

también porque Jesús rechazaba con toda energía el amor humano que une al

varón con la mujer, a los padres con los hijos. El que desee seguir a Jesús y

alcanzar el reino de Dios debe abandonar su casa y sus propiedades, padres,

hermanos, mujer e hijos. El que no aborrezca a su padre, a su madre, sus hijos,

sus hermanos, sus hermanas y aun a su propia vida, no puede ser discípulo de

Jesús. El amor que predica Jesús no es el amor de los hombres. Es el amor que

hará que los hombres sean tan perfectos como su Padre en el Cielo, el que

hace salir el Sol sobre malos y buenos y deja que la lluvia caiga por igual sobre

justos e injustos. Es el amor de Dios. Lo más extraño de este amor es que debe

aceptarse como compatible con la tremenda y eterna pena que les será

impuesta a los pecadores en el Juicio Final y, por lo tanto, con el pavor más

grande que sea capaz de sentir el hombre: el temor de Dios. Jesús no abordó el

aclarar esta contradicción: tampoco es posible hacerlo. Se trata de una

contradicción sólo para la limitada razón humana, no para la razón absoluta de

Dios que el hombre no puede comprender. Por eso Pablo, el primer teólogo de

la religión cristiana, enseñó que la sabiduría de este mundo es necedad para

Dios, que la filosofía, esto es, el conocimiento lógico-racional no es la vía que

conduce a la justicia divina encerrada en la oculta sabiduría de Dios, que la

justicia es confiada por Dios a los fieles y que la fe es actuada por el amor.

Pablo se mantiene fiel a la nueva doctrina de Jesús sobre la nueva justicia, el

amor de Dios. Sin embargo, admite que el amor que Jesús enseña supera el

conocimiento racional: es un misterio, uno de los muchos misterios de la fe.

V

1

El tipo racionalista que intenta dar solución al problema de la justicia mediante

la razón humana, esto es, que se esfuerza por definir la idea de justicia, está

representado por la sabiduría popular de muchas naciones y también por

algunos sistemas filosóficos célebres. Se atribuye a uno de los siete sabios de

Grecia la conocida frase que sostiene que la justicia significa dar a cada cual lo

suyo. Esta fórmula ha sido aceptada por notables pensadores y especialmente

por filósofos del derecho. No resulta difícil demostrar que se trata de una

fórmula completamente hueca. El interrogante fundamental "¿qué puede

considerar cada cual como «suyo »realmente? "queda sin respuesta. Por ello, el

principio "a cada cual lo suyo "es aplicable únicamente cuando se presume que

dicha cuestión ya ha sido resuelta. Sin embargo, sólo puede estarlo mediante

un orden social que la costumbre o un legislador hayan establecido como moral

positiva u orden jurídico. En consecuencia, la fórmula "a cada cual lo suyo

"puede servir como justificación de cualquier orden social, sea capitalista o

socialista, democrático o aristocrático. En todos ellos se da a cada cual lo suyo,

sólo que "lo suyo "difiere en cada uno de los casos. El que esta fórmula pueda

defender cualquier orden social por ser justo —y lo es en tanto esté de acuerdo

con la fórmula "a cada cual lo suyo"— explica el que haya tenido una tan

general aceptación y demuestra a la vez que es una definición de justicia

totalmente insuficiente, ya que ésta debe fijar un valor absoluto que no puede

asimilarse a los valores relativos que una moral positiva o un orden jurídico

garantizan.

2

Lo propio puede decirse de ese otro principio que con harta frecuencia se

presenta como esencia de la justicia: bien por bien, mal por mal. Se trata del

principio de represalia. Carece de todo sentido, a menos que se haya hecho

clara la respuesta a las preguntas "¿qué es lo bueno? "y "¿qué es lo malo? ". No

obstante, esta pregunta no es de ningún modo clave, pues el concepto de

bueno y malo difiere según los distintos pueblos y las diferentes épocas. El

principio de represalia sirve para expresar la técnica específica del derecho

positivo que vincula el mal del delito con el mal de la pena. De todos modos,

éste es el principio que subyace básicamente en toda norma jurídica positiva;

por ello, todo orden jurídico puede ser justificado en tanto realización del

principio de represalia. El problema de la justicia es, en último término, el

problema de saber si un orden jurídico se muestra justo en la aplicación del

principio de represalia, vale decir, si el acto ante el cual el derecho reacciona

con el mal de la pena como si se tratase de un delito, es en realidad un mal

para la sociedad y si el mal que el derecho establece como pena conviene a

aquél. El principio de represalia no da ninguna respuesta a este problema.

3

La represalia, en tanto significa pagar con la misma moneda, es una de las

muchas formas bajo las que se presenta el principio de igualdad, que también

ha sido considerado como esencia de la justicia.

Este principio parte del supuesto de que todos los hombres —todos los que

tienen rostro humano— son iguales por naturaleza, para acabar con la

exigencia de que todos los hombres deben ser tratados de la misma manera.

Sin embargo, dado que el supuesto es enteramente falso, pues de hecho los

hombres son muy distintos y no hay dos que sean realmente iguales, este

requerimiento tan sólo puede significar que el orden social debe hacer caso

omiso de ciertas desigualdades al otorgar derechos e imponer deberes.

Resultaría absurdo tratar a los niños de igual manera que a los adultos, a los

locos igual que a los cuerdos.

¿Cuáles son entonces las diferencias que deben tenerse en cuenta y cuáles no?

Ésta es la pregunta decisiva, a la que el principio de igualdad no da ninguna

respuesta. En rigor, las respuestas de los órdenes jurídicos positivos son muy

diversas. Todas están de acuerdo en la necesidad de ignorar algunas

desigualdades de los hombres, pero no existen dos órdenes jurídicos distintos

que coincidan en lo atinente a las diferencias que no deben ignorarse sino que

deben tenerse en cuenta para otorgar derechos e imponer obligaciones. Unos

les conceden derechos políticos a los varones y no a las mujeres, otros tratan

por igual a ambos sexos pero obligan sólo a los varones a prestar servicio

militar, en tanto otros más no establecen distinción alguna en este sentido. Por

consiguiente, ¿cuál es el orden justo? El individuo al que la religión le resulte

indiferente, sostendrá que las diferencias religiosas carecen de importancia. El

creyente, en cambio, considerará que la diversidad fundamental es la que

existe entre los que comparten su fe —que él, como creyente, considera la

única verdadera— y los demás, esto es, los no creyentes. Según su criterio,

será completamente justo concederles a aquellos derechos y a éstos

negárselos. Habrá aplicado así con toda rectitud el principio de igualdad que

exige que los iguales sean tratados de igual modo. Esto demuestra que el

principio de igualdad es inepto para responder a la pregunta fundamental "¿qué

es lo bueno?". En el tratamiento dispensado a los súbditos por un orden jurídico

positivo, cualquier diferencia puede ser considerada esencial y servir, por lo

tanto, de apoyo para un tratamiento diferente, sin que por eso el orden jurídico

contradiga el principio de igualdad. Este principio está harto carente de

contenido para hallarse en condiciones de determinar la estructura esencial del

orden jurídico.

4

Tomemos ahora el principio especial de la llamada igualdad ante la ley. No

significa otra cosa sino que los órganos encargados de la aplicación del derecho

no han de hacer distinción alguna que no esté establecida por el derecho a

aplicar. Si el derecho otorga derechos políticos únicamente a los varones y no a

las mujeres, a los ciudadanos nativos y no a los extranjeros, a los miembros de

determinada raza o religión y no a los de otra, el principio de igualdad ante la

ley será respetado cuando los órganos encargados de la aplicación del derecho

resuelvan en los casos concretos que una mujer, un ciudadano extranjero o un

miembro de determinada raza o religión no tienen ningún derecho político. Este

principio raramente se relaciona con la igualdad.

Expresa únicamente que el derecho deberá ser aplicado de acuerdo con su

propio sentido. Se trata del principio de juridicidad o legalidad, que por esencia

propia es inmanente a todo ordenamiento jurídico, no interesando que tal

ordenamiento sea justo o injusto.

5

La aplicación del principio de igualdad a las relaciones entre trabajo y producto

del mismo conduce a la exigencia de que a igual trabajo corresponde igual

participación en los productos. Esta es, según Karl Marx la justicia subyacente

del orden capitalista, el supuesto "igual derecho"de este sistema económico. En

verdad se trata de un derecho desigual, pues no tiene en cuenta las diferencias

de capacidad de trabajo que existen entre los hombres, no siendo por lo tanto

un derecho justo sino injusto. El mismo monto de trabajo que produce un

obrero fuerte y diestro y un individuo débil e incapaz es sólo en apariencia

igual: cuando los dos reciben por su trabajo la misma cantidad de producto, se

entrega a ellos algo igual por algo desigual. La verdadera igualdad y por ende,

la verdadera justicia, no la aparente, se logra únicamente en una economía

comunista, donde el principio fundamental es: de cada uno según sus

capacidades, a cada uno según sus necesidades.

Aplicado este principio a un sistema económico, cuya producción, vale decir, su

fin último, está regulado sistemáticamente por una autoridad central, de

inmediato surge una pregunta: ¿cuáles son las capacidades de cada uno, para

qué tipo de trabajo es apto y qué quantum de trabajo puede pretenderse que

realice de acuerdo a sus capacidades naturales? Es obvio que semejante

cuestión no cabe se resuelva conforme a la opinión de cada cual sino que se

hará mediante un órgano de la comunidad creado a tal efecto y de acuerdo a

normas generales establecidas por la autoridad social. A la vista de esto se

presenta otro interrogante: ¿cuáles son las necesidades que pueden ser

satisfechas? Sin ninguna hesitación, aquellas a cuyo contentamiento asiste el

sistema de producción planificado, esto es, dirigido por una autoridad central. A

pesar de que Marx afirma que en la sociedad comunista del futuro "la fuerza de

producción debe aumentar" y que "todas las fuentes de riqueza social fluirán

plenamente", la selección de necesidades que el proceso de producción social

ha de preocuparse en contentar planificadamente y la determinación de cuál es

la medida en que deben satisfacerse dichas necesidades no deben quedar al

libre arbitrio de cada uno. Será competencia de la autoridad social resolver esta

cuestión, de acuerdo con principios generales. En consecuencia, vemos que el

principio comunista de justicia presupone —tal como la fórmula "a cada cual lo

suyo"— una respuesta del orden social positivo a la pregunta que fundamenta

su aplicación. Y, por cierto, este orden social —tal como en el caso de la

fórmula "a cada cual lo suyo"— no es un orden cualquiera sino que está

perfectamente determinado. Sin embargo, nadie está en condiciones de prever

el modo en que funcionará el orden social comunista de efectivizarse en un

lejano futuro, ni la manera en que se resolverán las cuestiones fundamentales

para la aplicación del principio comunista de justicia.

De tomarse en cuenta estos hechos, el principio comunista de justicia —en la

medida que éste aspire a ser considerado tal— acaba en la norma: de cada cual

según sus capacidades reconocidas por el orden social comunista, a cada cual

de acuerdo a las necesidades determinadas por ése orden social. Que este

orden social reconozca las capacidades individuales respetando la idiosincrasia

de cada quien y que garantice la satisfacción de toda necesidad de manera que

en la armónica comunidad constituida por dicho orden coexistan la totalidad de

los intereses colectivos e individuales y, por ende, la libertad individual

ilimitada, pertenece al terreno de la ilusión utópica. Es la típica utopía de una

futura edad dorada, de una situación paradisíaca en que —como Marx

profetizaba— sería dejado atrás no sólo "el estrecho horizonte del derecho

burgués" sino también (puesto que no existiría ningún conflicto de intereses), el

amplio horizonte de la justicia.

6

Una nueva aplicación del principio de igualdad es la fórmula conocida bajo el

nombre de "regla de oro", la cual afirma: "no hagas a los demás lo que no

quieras que te hagan a ti". Lo que cada uno no quiere que los demás le hagan

es lo que le provoca dolor; y lo que cada uno ansía que los demás le hagan es

lo que causa placer. Así pues la regla de oro desemboca en la siguiente

exigencia: no le causes dolor al prójimo sino que proporciónale placer. Sólo que

con frecuencia ocurre que brindarle placer a un individuo es causa de dolor en

otro. Al significar esto una violación de la regla de oro, se presenta entonces el

problema de dilucidar cómo conducirse ante el infractor. Exactamente éste es el

problema de la justicia, ya que si nadie le causara dolor al prójimo sino sólo

placer, no habría ningún problema de justicia. No obstante, si se busca aplicar

la regla de oro, habiendo una infracción a ésta, se verá en seguida que su

aplicación conduce a consecuencias absurdas. Nadie quiere ser castigado, aun

habiendo cometido un delito. En consecuencia, coherentemente con la regla de

oro, el delincuente no debe ser castigado. A ciertas personas les puede dar lo

mismo que se les mienta o no, dado que con o sin razón pretenden ser lo

bastante inteligentes como para ser capaces de descubrir la verdad y

protegerse a sí mismas del mentiroso. Entonces, siguiendo la regla de oro, a

ellas les está permitido mentir. En caso de interpretarse esta regla con todo

rigor, se arriba a la abolición de toda moral y todo derecho. Va de suyo que

ésta no es la intención de la regla que, por el contrario, procura mantener la

moral y el derecho. Sin embargo, si la regla de oro ha de ser interpretada

según la intención que encierra, entonces no puede configurarcomo proclama

su texto —un criterio subjetivo de conducta justa y, en consecuencia, tampoco

puede exigirle al hombre que se conduzca con los demás como desearía que los

demás se condujeran con él. Un criterio subjetivo de este tipo es incompatible

con cualquier orden social.

Por ende, ha de interpretarse la regla de oro en el sentido de que establece un

criterio objetivo. Su significado será: condúcete con los demás como éstos

debieran conducirse contigo; mas éstos, en realidad, deben conducirse según

un orden objetivo. Empero, ¿cómo deben conducirse? Esta es la pregunta de la

justicia. Y la respuesta no ha de encontrarse en la regla de oro, que sólo la

presupone. Y puede presuponerla porque aquello que presupone es

precisamente el orden de la moral positiva y del derecho positivo.

VI

1

En caso de sustituir, a manera de interpretación, el criterio subjetivo contenido

en el texto de la regla de oro por un criterio objetivo, la regla desembocará en

la siguiente exigencia: actúa conforme a las normas generales del orden social.

No obstante tratarse de una fórmula tautológica, pues todo orden social se

funda en normas generales conforme a las cuales debemos conducirnos, ésta

sugirió a Manuel Kant el enunciado de su célebre imperativo categórico, que

configura el resultado fundamental de su filosofía moral y su solución al

problema de la justicia. El imperativo categórico afirma: obra de acuerdo con

aquella máxima que tú desearías se convirtiera en ley general. En otras

palabras: la conducta humana es buena o justa cuando está determinada por

normas que los hombres que actúan pueden o deben desear que sean

obligatorias para todos. Mas, ¿cuáles son las normas que podemos o debemos

desear sean obligatorias para todos? . Ésta es la pregunta axial de la justicia. Y

a esta pregunta —lo mismo que ocurría con la regla de oro— no da ninguna

respuesta el imperativo categórico.

2

Al considerar los ejemplos concretos con que Kant procura ilustrar la aplicación

del imperativo categórico, se comprueba que constituyen preceptos de la moral

tradicional y del derecho positivo de su época: en ningún caso fueron deducidos

del imperativo categórico como pretende su teoría, pues de esa fórmula vacía

no puede deducirse nada. Sin embargo, todo precepto de cualquier orden social

es conciliable con dicho principio, dado que éste no dice sino que el hombre

debe actuar con arreglo a las normas generales. Tal es la razón de que el

imperativo categórico, al igual que el principio de "a cada cual lo suyo "o la

regla de oro, pueda servir de justificación a cualquier orden social en general y

a cualquier disposición general en particular. Y en este sentido es como han

sido utilizados. Esta eventualidad explica por qué estas fórmulas, a pesar de ser

absolutamente huecas —o, mejor dicho, por serlo— son, y también serán en el

futuro, aceptadas como solución satisfactoria al problema de la justicia.

VII

1

La "Ética "de Aristóteles agrega un nuevo y significativo ejemplo al estéril

esfuerzo por definir la idea de justicia absoluta merced a un método racional,

científico, o cuasi científico. La de Aristóteles es una ética de la virtud, es decir,

apunta hacia un sistema de virtudes entre las cuales la justicia es la virtud más

alta, la virtud perfecta. El filósofo griego asegura haber encontrado un método

científico, esto es, geométrico-matemático, para determinar las virtudes o, lo

que es igual, para responder al interrogante "¿qué es lo bueno? ". La filosofía

moral, asegura Aristóteles, tiene por fin la virtud, cuya esencia procura

determinar de la misma manera —o, al menos, de una forma muy similar— a la

que permite al geómetra apartado a equidistancia de los puntos finales de una

recta, encontrar el punto que divide la misma en dos partes iguales. Del mismo

modo, la virtud es el punto medio entre dos extremos, es decir, entre dos

vicios: el vicio de exceso y el vicio de defecto.

Así, por ejemplo, la virtud del valor constituye el punto medio entre el vicio de

la cobardía, "falta de coraje ", y el vicio de la temeridad, "exceso de coraje ".

Ésta es la conocida doctrina del término medio. Para poder juzgar esta doctrina,

conviene no olvidar que un geómetra sólo puede dividir una línea en dos partes

iguales siempre que los puntos finales estén dados. En el caso que nos ocupa,

el punto medio ya está también dado con aquellos, es decir, está dado de

antemano. Si sabemos qué es el vicio, podremos saber consiguientemente qué

es la virtud, pues la virtud es lo contrario del vicio. En caso que la mentira sea

un vicio, la verdad será una virtud. Empero, Aristóteles da por evidente la

existencia del vicio y por vicio entiende lo calificado de ese modo por la moral

tradicional de su época. Esto significa que la ética de la doctrina del medio

soluciona sólo en apariencia su problema, vale decir, el problema de saber ¿qué

es lo malo?, ¿qué es un vicio? y, por ende, ¿qué es lo bueno? ¿qué es una

virtud? Así, pues, la pregunta ¿qué es lo bueno? recibe la respuesta de otra

pregunta ¿qué es lo malo? : la ética aristotélica traspasa de este modo la

respuesta a ese interrogante a la moral positiva y al orden social existente.

La autoridad de ese orden social —y no la fórmula del medio— será quien

determine qué es lo "demasiado "y qué lo "poco ". Asimismo, decidirá cuáles

son los dos extremos, esto es, los dos vicios y, por ende, la virtud situada entre

ambos. Esta moral, al dar por tácita la validez del orden social existente, se

justifica a sí misma. Ésta es en realidad la función de la fórmula tautológica del

medio que finaliza diciendo que lo bueno es aquello que es bueno para el orden

social existente. La función de esta moral es fundamentalmente conservadora:

mantiene el orden social existente.

2

El carácter tautológico de la fórmula del medio surge con claridad en la

aplicación de la misma a la virtud de la justicia. Aristóteles enseña que la

conducta justa es el término medio entre hacer el mal y sufrirlo. Lo primero es

"demasiado", lo último "poco". En este caso, la fórmula que dice que la virtud

es el punto medio entre dos vicios, no es una metáfora apropiada, ya que la

injusticia que se efectúa y la que se sufre no son dos vicios o males sino que la

injusticia es una sola: la que efectúa éste y padece aquél. La justicia es,

sencillamente, lo contrario de esta injusticia. La fórmula del medio no da

respuesta al interrogante fundamental: ¿qué es la injusticia? La respuesta está

tácita y Aristóteles supone evidente que injusticia es aquello injusto para el

orden moral positivo y el derecho positivo. Lo aportado por la doctrina del

medio no es la definición de la ciencia de la justicia sino el fortalecimiento del

orden social existente establecido por la moral positiva y el derecho positivo. Es

éste un aporte eminentemente político que protege a la ética aristotélica contra

todo análisis crítico que apunte a su falta de valor científico.

VIII

1

El tipo metafísico de filosofía jurídica así como el racionalista, están

representados por la escuela del derecho natural que predominó durante los

siglos XVII y XVIII y fue abandonada casi por completo en el XIX, para volver a

cobrar influencia en nuestros días. La teoría del derecho natural afirma que

existe una regulación completamente justa de las relaciones humanas surgida

de la Naturaleza: de la Naturaleza en general y de la naturaleza del hombre en

tanto ser dotado de razón. La Naturaleza aparece presentada como autoridad

normativa, como una especie de legislador. Un análisis atento de la Naturaleza

nos llevará a encontrar en ella normas inmanentes que prescriban la conducta

recta —esto es, justa— del hombre. En el supuesto de que la Naturaleza sea

creación divina, sus normas inmanentes —el derecho natural— serán

expresiones de la voluntad divina. En este caso, la teoría del derecho natural

adquiere un carácter metafísico. Cuando el derecho natural se hace derivar de

la naturaleza del hombre en cuanto ser dotado de razón —sin remitirse a un

origen divino de la razón— cuando se acepta que el principio de justicia se halla

en la razón humana —no necesitándose apelar a la voluntad divina— estamos

entonces ante la teoría del derecho natural con ropajes racionalistas. Desde el

punto de vista de una ciencia racional del derecho, la postura metafísicoreligiosa

de la teoría del derecho natural no puede ser tenida en cuenta.

Por otra parte, la posición racionalista resulta evidentemente insostenible. La

Naturaleza, en tanto sistema de hechos vinculados entre sí por el principio de

causalidad, no tiene voluntad propia y, por lo tanto, no puede determinar

conducta humana alguna. De un hecho, es decir, de lo que es o sucede

realmente, no puede deducirse lo que debe ser o acontecer. La teoría

racionalista del derecho natural se basa en un sofisma cuando intenta extraer

de la Naturaleza normas para la conducta humana. Lo propio puede decirse del

propósito de deducir tales normas de la razón humana. Las normas que

prescriben la conducta humana pueden originarse únicamente en la voluntad y

esta voluntad será exclusivamente humana si se deja de lado la especulación

metafísica. La afirmación de que el hombre debe conducirse de una

determinada manera —cuando quizá no se conduce realmente de ese modo—

será formulada por la razón humana únicamente en el supuesto de que por un

acto de voluntad humana se haya establecido una norma que prescriba dicho

comportamiento. La razón humana puede comprender y describir, mas no

ordenar. Pretender hallar en la razón normas de conducta para los hombres es

una ilusión similar a la de querer extraer tales normas de la Naturaleza.

2

No resulta sorprendente, por lo tanto, que los diversos partidarios de la teoría

del derecho natural hayan deducido de la Naturaleza Divina o encontrado en la

naturaleza humana principios de justicia sumamente contradictorios entre sí. En

conformidad con uno de los más distinguidos representantes de esta escuela,

Roberto Filmer, la autocracia, la monarquía absoluta es la única forma de

gobierno natural, vale decir, justa. No obstante, otro teórico del derecho

natural, igualmente relevante, Juan Locke, demuestra, siguiendo el mismo

método, que la monarquía absoluta no puede ser considerada en ningún caso

como forma de gobierno y que tan sólo la democracia tiene tal valor, pues

únicamente ésta se acuerda a la Naturaleza, siendo, por lo tanto, la única justa.

La mayor parte de los representantes de la doctrina del derecho natural

sostienen que la propiedad privada —base del orden feudal y capitalista—

constituye un derecho natural, siendo, por ende, sagrado e inalienable. Por

consiguiente, la propiedad colectiva o comunidad de bienes, es decir, el

comunismo, significa algo contrario a la Naturaleza y la razón, siendo, por lo

tanto, injusto. Sin embargo, el movimiento del siglo XVIII, que jugó cierto papel

en la Revolución Francesa y que pretendía la abolición de la propiedad privada

y la institucionalización de un orden social comunista, se basaba también en el

derecho natural: sus argumentos ostentan el mismo vigor probatorio que los

tendientes a defender la propiedad privada del actual ordenamiento social, es

decir, su vigor probatorio es nulo. Merced a un método basado en un sofisma,

como ocurre en el caso de la teoría del derecho natural, se puede demostrar

todo o, lo que es igual, no es posible demostrar nada.

IX

1 Si hay algo que podemos aprender de la historia del conocimiento humano es

lo estériles que resultan los esfuerzos por encontrar a través de medios

racionales una norma de conducta justa que tenga validez absoluta, vale decir,

una norma que excluya la posibilidad de encontrar justa la conducta opuesta. Si

hay algo que puede aprenderse de la experiencia espiritual del pasado es que la

razón humana puede concebir sólo valores relativos; en otras palabras, que el

juicio con que juzgamos algo justo no puede osar jamás excluir la posibilidad de

un juicio de valor opuesto. La justicia absoluta configura una perfección

suprema irracional. Desde la perspectiva del conocimiento racional sólo existen

intereses humanos y, por consiguiente, conflictos de intereses.

Zanjar los mismos supone dos soluciones posibles: o satisfacer a uno de los

términos a costa del otro o establecer un equilibrio entre ambos.

Resulta imposible demostrar cuál es la solución justa. Dado por supuesto que la

paz social es el valor supremo, el equilibrio representará la solución justa. De

todos modos, también la justicia de la paz es meramente una justicia relativa

que, en ningún caso, puede erigirse en absoluta.

2

Mas, ¿cuál es la moral de esta filosofía relativista de la justicia? ¿Acaso tiene

una moral? ¿O se trata tal vez de un relativismo amoral o inmoral, como

muchos sostienen? No lo creo. El principio ético fundamental subyacente a una

teoría relativista de los valores —o inferible de la misma— lo configura el

principio de tolerancia, vale decir, el imperativo de buena voluntad para

comprender las concepciones religiosas o políticas de los demás, aunque no se

las comparta o, mejor dicho, precisamente por no compartirlas, no impidiendo,

además, su exteriorización pacífica. Resulta obvio que de una concepción

relativista no puede deducirse ningún derecho a una tolerancia absoluta sino

únicamente una tolerancia encuadrada en un orden positivo que garantice la

paz a quienes se le subordinan, prohibiéndoles el empleo de la violencia, sin

limitarlos en la exteriorización pacífica de sus opiniones. Tolerancia significa

libertad de pensamiento. Los valores morales más elevados sufrieron el

menoscabo de la intolerancia de sus defensores.

En las piras que la Inquisición española encendió para defender la religión

cristiana, no sólo fueron abrasados los cuerpos de los herejes sino que,

asimismo, se sacrificó una de las enseñanzas más importantes de Cristo: no

juzgues para no ser juzgado. En las tremendas guerras religiosas del siglo XVII,

en que la Iglesia perseguida estaba de acuerdo con la perseguidora

exclusivamente en el propósito de terminar con la otra, Pedro Bayle, uno de los

más grandes emancipadores del espíritu humano, a quienes creían poder

guardar el orden político o religioso existente merced a la intransigencia con los

demás, les objetaba lo siguiente: "El desorden no surge de la tolerancia sino de

la intransigencia". Una de las páginas más gloriosas de la historia de Austria la

constituye el decreto de tolerancia de José II. En el supuesto que la democracia

constituya una forma de gobierno justa, lo es en cuanto significa libertad y

libertad quiere decir tolerancia. Sin embargo, surge una pregunta: ¿puede

permanecer tolerante la democracia cuando tiene que defenderse de ataques

antidemocráticos? Sí, en tanto y cuanto no reprima la exteriorización pacífica de

las concepciones antidemocráticas. Exactamente esa tolerancia es lo que

diferencia la democracia de la autocracia. En tanto esta diferenciación se

mantenga, tendremos razón para rechazar la autocracia y estar orgullosos de

nuestra forma democrática de gobierno. La democracia no debe salvaguardarse

renunciando a sí misma. Sin embargo, un gobierno democrático tendrá también

el derecho de reprimir por la fuerza y evitar con los instrumentos adecuados

todo intento que pretenda derrocarlo violentamente.

El ejercicio de tal derecho no se contrapone al principio democrático ni al de

tolerancia. En ocasiones puede resultar difícil discurrir una línea divisoria entre

la divulgación de ciertas ideas y la preparación de un golpe revolucionario. De

todos modos, el mantenimiento de la democracia depende de la posibilidad de

hallar dicha línea divisoria. Asimismo, tal vez ocurra que ese deslindar conlleve

cierto riesgo, mas es honra y esencia de la democracia correr ese riesgo. Una

democracia que no sea capaz de afrontarlo, no es merecedora de que se la

defienda.

3

Dado que la democracia es por naturaleza profunda libertad y libertad significa

tolerancia, no existe forma alguna de gobierno más favorecedora de la ciencia

que la democracia, la ciencia sólo puede desarrollarse cuando es libre. Ser libre

quiere decir no sólo no estar sometida a influencias externas, esto es, políticas,

sino ser libre interiormente: que impere una total libertad en su juego de

argumentos y objeciones. No existe doctrina que pueda ser eliminada en

nombre de la ciencia, pues el alma de la ciencia es la tolerancia.

Comencé este estudio con el interrogante: "¿qué es la justicia?"

Ahora, al llegar a su fin, me doy perfectamente cuenta que no lo he

respondido. Mi disculpa es que en este caso me hallo en buena compañía. Sería

más que presunción de mi parte hacerles creer a mis lectores que puedo

alcanzar aquello que no lograron los pensadores más grandes. En rigor, yo no

sé ni puedo decir qué es la justicia, la justicia absoluta, ese hermoso sueño de

la humanidad. Debo conformarme con la justicia relativa: tan sólo puedo decir

qué es para mí la justicia. Puesto que la ciencia es mi profesión y, por lo tanto,

lo más importante de mi vida, la justicia es para mí aquello bajo cuya

protección puede florecer la ciencia y, junto con la ciencia, la verdad y la

sinceridad. Es la justicia de la libertad, la justicia de la paz, la justicia de la

democracia, la justicia de la tolerancia.

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