UNA POLÍTICA EDUCATIVA PARA LA DEMOCRACIA Y LA EQUIDAD
saiddalila1 de Junio de 2012
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UNA POLÍTICA EDUCATIVA PARA LA DEMOCRACIA Y LA EQUIDAD
El esfuerzo educativo
México ha realizado un vasto esfuerzo en materia de educación. La evidencia más palpable se encuentra en la expansión del sistema educativo que en 1950 tenía 3 millones de alumnos y para el año 2000 esa cifra se había elevado a 30 millones. Un crecimiento espectacular. Sin embargo, como ocurrió en todo el mundo, durante el ciclo económico expansivo que siguió a la Segunda Guerra Mundial y que benefició a todo el mundo occidental, las políticas educativas tendieron a enfatizar los aspectos cuantitativos en detrimento de los cualitativos (Ph. H. Coombs, 1980). Los diseñadores de políticas concebían al sistema como una caja negra: se conocía lo que entraba (input) y se conocía lo que salía de esa caja (output) pero en gran parte se ignoraba que ocurría en su interior. La investigación educativa era pobre. Los contenidos, los métodos de enseñanza y la formación de profesores permanecieron durante años inamovibles en una parálisis que, a la larga, condujo a resultados de aprendizaje pobres. No fue sino hasta los años sesenta que en las Conferencias de UNESCO comenzó a usarse el término “calidad” para llamar la atención sobre el proceso educativo y sus resultados efectivos (C. A. Tostado, 1991).
Ese viraje hacia la calidad comenzó a darse en México desde 1970-1971, con la reforma educativa de espíritu modernizador emprendida por el gobierno del presidente Luis Echeverría. Esa reforma tropezó, en un inicio, con notables limitaciones (escasa claridad de propósitos, dificultades de instrumentación, resistencias del magisterio y orientaciones populistas) pero, a la postre se consumó, cambiándose los planes de estudio y los libros de texto de las escuelas preescolar, primaria y secundaria adoptándose, en la primaria, la organización curricular por áreas, siguiendo el estilo estadounidense. Hubo otras innovaciones perdurables, como la creación de las escuelas secundarias técnicas. Años más tarde se hicieron algunos cambios adicionales en el sistema, los más notables de los cuales fueron la creación, en el gobierno de José López Portillo, de la Universidad Pedagógica Nacional (1978) y la reforma de la educación normal realizada en bajo la presidencia de Miguel de la Madrid (1982-1984).
La nación en peligro
Los años 80 fueron años de crisis económica para América Latina, pero también fueron años de depresión en el sistema educativo. En 1982 se dieron a conocer los resultados de un estudio comparado consistente en una prueba de conocimientos aplicada en las escuelas secundarias de 42 países por el Instituto Internacional de Evaluación Educativa (IEA) con sede en Holanda y se produjo un escándalo internacional en virtud de que los primeros lugares en calificaciones no los ganaron, como se esperaba, las naciones líderes de Occidente sino los países asiáticos (Corea, Japón, Singapur). Estado Unidos sufrió una severa humillación al quedar rezagado en los últimas posiciones, hecho que dio lugar a una inmediata reacción oficial: se creó una Comisión de Excelencia que lanzó una suerte de manifiesto con el nombre de “Una nación en peligro” (A Nation at Risk) en el cual se hizo un llamado a la nación para revisar desde sus fundamentos el sistema educativo estadounidense. Este espíritu auto-crítico comenzó a extenderse. En 1983, en el estado de Aguascalientes, México, el doctor Felipe Martínez Rizo dirigió una primera evaluación de aprendizajes en escuelas primarias y secundarias que arrojó resultados alarmantes. En 1986, el rector de la UNAM, doctor Jorge Carpizo dio a conocer los puntajes (sumamente bajos) que obtenían los alumnos aspirantes a ingresar a los niveles de preparatoria y licenciatura de la Universidad Nacional. Cuatro años más tarde la revista Nexos (con el apoyo de INEGI) aplicó un examen de carácter nacional elaborado con gran rigor por un grupo de maestros y expertos con resultados igualmente preocupantes (G. Guevara, 1991). Pronto se agregaron nuevos datos que documentaban que una auténtica “catástrofe silenciosa” se estaba consumando en México a través del sistema educativo (G. Guevara, 1992).
La revolución del conocimiento
En los años ochenta comenzó a perfilarse con claridad el nuevo escenario mundial marcado por la revolución tecnológica, la globalización, la emergencia de los países asiáticos de industrialización tardía, el neoliberalismo y el protagonismo multifacético de los organismos financieros internacionales. Una ola de futurismo y predicciones invadió la esfera pública y autores como A. Toffler, P. Drucker, M. Porter, R. Reich, P. Kennedy y H. Hutchinson alcanzaron inusitada celebridad construyendo hipotéticos escenarios –a veces, desmesurados—sobre las realidades que la humanidad habría de enfrentar años más tarde y anunciando con fanfarrias el surgimiento de “la sociedad del conocimiento”. El conocimiento no era uno más de los factores sino el factor determinante en la producción económica, la principal fuente de riqueza. En un mundo globalizado, el éxito de las naciones iba depender de su competitividad y ésta, a su vez, estaba dada por la capacidad de las naciones para producir, manipular y adaptar tecnologías de frontera. En este nuevo orden productivo, la educación adquiría una posición de privilegio.
Jamás los hombres tuvieron, dice Manuel Castells en su clásica La era de la información, la
capacidad de generar riqueza que hoy tienen. Pero jamás tampoco, podemos agregar, hubo tantos pobres sobre al tierra. Un rasgo sustantivo, peculiar del orden globalizado es la polarización entre naciones pobres y ricas, el distanciamiento creciente entre pobres y ricos, contraste que se hizo dramáticamente palpable en América Latina durante la llamada “década perdida” (años ochenta). Al inicio de la siguiente década la CEPAL y la UNESCO comenzaron a desarrollar una propuesta que diera capacidad de iniciativa y respuesta a las naciones de la región latinoamericana frente a las nuevas circunstancias. En 1992 se publicó el texto Educación y conocimiento: ejes de la transformación productiva con equidad. El documento comenzaba por analizar las nuevas circunstancias del mundo y lanzaba una sugerencia básica: “la incorporación y difusión deliberada y sistemática del progreso técnico como pieza clave para la transformación productiva vinculada a una creciente democratización política y equidad social”. Los ejes de ese cambio eran la educación y el conocimiento. La clave era el progreso técnico. Era necesario, en consecuencia, revisar los elementos que intervenían en la elevación e incorporación del progreso técnico, a saber: a) la ampliación de la base empresarial, b) la infraestructura tecnológica, c) la formación de recursos humanos, d) la apertura a la economía internacional y e) el conjunto de mecanismos que generan nuevos conocimientos. Esta propuesta exigía, entonces, una reforma de los sistemas educativos, principalmente en el eje educación-conocimientos. Era necesario profundizar en la relación entre sistema educativo, capacitación, investigación y desarrollo tecnológico. Enseguida se hacían algunas recomendaciones estratégicas: el diseño de políticas debe utilizar la experiencia adquirida, tomar en cuenta los aportes teóricos e incorporar las percepciones existentes en la opinión pública de la región.
El viejo modelo
El punto de partida de ese desarrollo era un saldo de cuentas con el modelo de desarrollo latinoamericano que, se decía, había pasado por tres etapas: a) la expansión de la posguerra; b) la crisis de los ochenta y c) la democratización de los noventa. Se asumía en el texto que el patrón histórico de desarrollo basado en la renta de los recursos naturales, en el endeudamiento externo, en una precaria inserción con la economía mundial y, en el interior, en el desequilibrio financiero (la inflación) se hallaba agotado y no había sido eficaz para eliminar la injusticia social y la desigualdad. En contraste con esto, otros países de industrialización tardía, como Corea, lograron éxitos notables y se alejaban del patrón de desarrollo de América Latina en elementos como: a) el proceso de ahorro-inversión, b) en la formación de recursos humanos y c) en la difusión del progreso técnico.
La decisión de los estados latinoamericanos, tomada en los años ochenta, de incorporarse al mercado mundial planteó como desafío para ellos la necesidad de buscar una inserción basada en una competitividad auténtica, capaz al mismo tiempo de generar bienestar en los estratos sociales bajos. La inequidad se asociaba en la región a la difusión, mediante los modernos medios de comunicación, de patrones de consumo propios de los países avanzados lo cual daba lugar a la gestación de un abismo creciente entre las aspiraciones de la gente y las limitaciones de la realidad, un fenómeno que afectaba sobre todo a los jóvenes.
Modernización y Consenso
Sin embargo, un dilema crucial que se planteaba era la creciente tecnificación del estado que demandaba la nueva economía mundial y las añejas exigencias de equidad social que provenían de amplios sectores sociales. La conducta de esos sectores tenía un valor estratégico para la propuesta. “La tecnificación, decía el documento, es una especie de camisa de fuerza que proviene de la articulación con el exterior y limita los márgenes de libertad en la adopción de políticas y puede dar lugar a conflictos con sectores inadecuadamente representados en el estado”. Son necesarios cambios institucionales (modernizadores)
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