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Ensayo Del Psicoanalisis


Enviado por   •  2 de Diciembre de 2014  •  1.145 Palabras (5 Páginas)  •  181 Visitas

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Emil Cioran fue un apátrida de origen rumano que se instaló en París en 1940, un apátrida que renunció a su naturaleza y que no buscó reemplazarla con una nueva nacionalidad, un escritor que abandonó su lengua materna por la francesa. Fue un estilista si por tal se entiende la expresión pasional, el retorcimiento elegante y el solecismo intencional que adrede inflige a un idioma prestado. Fue un prosista que predicó el tedio de vivir –como si de un volcán apagado se tratara, en imagen muy querida para sí mismo--; alguien que manifestó el dolor de haber nacido, la derrota irreparable que significa abandonar lo potencial, el error que entraña el alumbramiento, el vacío existencial, la nostalgia insaciable del Paraíso. No fue un existencialista con ansiedad esteticista a la manera de los que frecuentaron el París de posguerra; no predicó la náusea ni tampoco se abandonó a un lenguaje torrencial, nietzscheano u oscuro, al modo heideggeriano. Practicó un sedentarismo paradójico, viviendo en pensiones u hoteles durante mucho tiempo, celebró el goce de las pequeñas cosas de la vida sin revestirlas de trascendencia grave o esencial. No se tomó a sí mismo con excesivo énfasis y se contempló con ironía, con la ternura del que se reconoce sólo y desvalido.

En alguna de las entrevistas recogidas en sus Conversaciones, recomendaba, por ejemplo, la visita frecuente al cementerio para atemperar los dolores humanos, para aliviar el daño que lo ordinario nos inflige y, más aún –añadiría yo parafraseándolo--, para rebajar la soberbia, para sacarse de encima la arrogancia jactanciosa del éxito. A lo que cuentan, fue o quiso ser a un tiempo estoico y místico, lleno de orgullo, tortuoso e inevitablemente vitalista, sólo porque sabía de la posibilidad cierta del suicidio. Tuvo una juventud en la que hizo de la pasión nietzscheana un peligro, una explosión esteticista, la altanería delirante, y tuvo una vida adulta descreída, una madurez en la que se fue inclinando cada vez más hacia el budismo, hacia la temperancia sabia que se distancia del yo arrogante, enfático, ese maldito yo. Cuando se cierne sobre nosotros la amenaza de la omnipotencia y de la muerte o cuando el dolor se nos vuelve irrestañable, cuando el narcisismo nos desequilibra o cuando el pesimismo nos ciega, en una palabra cuando los deseos regresivos de la infancia reaparecen para dañarnos, podemos volver a Cioran.

En efecto, podríamos regresar a la obra de alguien que nos obliga a reparar en nosotros mismos como transeúntes desposeídos, que nos obliga a reconocer que no somos de aquí, que vivimos en un perpetuo exilio; que nos obliga a recordar el Paraíso del que salimos, un Paraíso que abandonamos con el pesar inconsolable del primer desterrado para caer en el tiempo. Esa idea y esa vivencia, de evidentes resonancias hebraicas, las expresa Cioran con dolor y sin reparación. Si la Providencia y su regreso son la esperanza que los creyentes se dan para remediar la pérdida del Paraíso, Cioran acepta un mismo punto de partida, pero frente a ellos advierte que esa herida no se puede restañar y, como Freud, se toma en serio el lenguaje bíblico y el lenguaje de los poetas para nombrarla. Aunque no se dan coincidencias temporales ni afinidades culturales en el Freud sistemático y en el Cioran fragmentario, hay en ellos, sin embargo, un compendio de nuestros males civilizatorios y dos modos peculiares de afrontar la pérdida del Paraíso. En efecto, las

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