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Resumen. La Sociedad Depresiva. Elizabeth Roudinesco.

Karina5 de Febrero de 2013

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La sociedad depresiva. ¿Por qué el psicoanálisis? Elizabeth Roudinesco

La derrota del sujeto

El sufrimiento psíquico se manifiesta hoy bajo la forma de la depresión. Herido en su cuerpo y alma por este extraño síndrome donde se mezclan tristeza apatía, búsqueda de identidad y culto sobre sí mismo, el hombre depresivo ya no cree en la validez de ninguna terapia. No obstante, antes de rechazar todos los tratamientos, busca desesperadamente vencer el vacío de su deseo. Así, pasa del psicoanálisis a la psicofarmacología y de la psicoterapia a la homeopatía sin tomarse tiempo para reflexionar acerca del origen de su desdicha.

El individuo depresivo padece más libertades adquiridas por cuanto ya no sabe hacer uso de ellas. Cuanto mas pregona la sociedad la emancipación, más acentúa las diferencias.

La era de la individualidad sustituyó así a la de la subjetividad: dándose a sí mismo la ilusión de una libertad sin coacción, de una independencia sin deseo y de una historicidad sin historia, el hombre de hoy devino lo contrario de un sujeto.

Es la inexistencia del sujeto la que determina no sólo las prescripciones psicofarmacológicas actuales, sino también las conductas ligadas al sufrimiento psíquico. Cada paciente es tratado como un ser anónimo perteneciente a una totalidad orgánica.

La sociedad democrática moderna quiere borrar de su horizonte la realidad de la desgracia, de la muerte y de la violencia, buscando integrar, en un sistema único, las diferencias y las resistencias. En nombre de la globalización y del éxito económico, intentó abolir la idea de conflicto social. Del mismo modo, tiende a criminalizar las revoluciones y a desheroizar la guerra a fin de sustituir la ética por la política, la sanción judicial por el juicio histórico. Así, pasó de la edad del enfrentamiento a la edad de la evitación, y del culto de la gloria a la revalorización de los cobardes.

Ya no se trata de entrar en lucha con el mundo, sino de evitar el litigio aplicando una estrategia de normalización. No sorprenderá que esto retorne de manera fulminante en el campo de las relaciones sociales y afectivas: recurrir a lo irracional, culto de pequeñas diferencias, valorización del vacío y de la estupidez, etc.

La depresión domina la subjetividad contemporánea como la histeria de fin de siglo XIX. La depresión se ha transformado en la epidemia psíquica de las sociedades democráticas al tiempo que los tratamientos se multiplican para ofrecer a cada consumidor una solución honrosa

Tratado como una depresión, el conflicto neurótico contemporáneo parece no expresar ninguna causalidad psíquica surgida del inconsciente. Y sin embargo, el inconsciente resurge a través del cuerpo, oponiendo una fuerte resistencia a las disciplinas y prácticas destinadas a evidenciarlo. De allí el fracaso relativo de las terapias que proliferan, compadeciéndose del sujeto depresivo, pero sin lograr curarlo ni captar las verdaderas causas de su tormento.

Surgida de la neurastenia y de la psicastenia la depresión no es ni una neurosis, ni una psicosis, ni una melancolía, sino una entidad blanda que remite a un "estado" pensado en términos de "fatiga", de "déficit" o de "debilitamiento de la personalidad". El éxito creciente de esta designación muestra que las sociedades democráticas de fines del siglo XX cesaron de privilegiar el conflicto como núcleo normativo de la formación subjetiva. Dicho de otra manera, la concepción freudiana de un sujeto del inconsciente, consciente de su libertad pero atormentado por el sexo, la muerte y lo prohibido, se sustituyó por la concepción más psicológica de un individuo depresivo que huye de su inconsciente y que está preocupado por suprimir en él la esencia de cualquier conflicto.

Emancipado de las prohibiciones por la igualación de los derechos y la nivelación de las condiciones, el deprimido de fines de siglo ha heredado una dependencia adictiva al mundo. Condenado al agotamiento por la ausencia de perspectiva revolucionaria, busca en la droga o la religiosidad, en el higienismo o el culto de un cuerpo perfecto, el ideal de la felicidad imposible.

Los medicamentos del espíritu

Desde 1950 las sustancias químicas –o psicotrópicas- han modificado el paisaje de la locura. Han vaciado los asilos, sustituido la camisa de fuerza y los tratamientos de shocks por los medicamentos. Aunque no curan ninguna enfermedad mental ni nerviosa, han revolucionado las representaciones del psiquismo mediante la fabricación de un hombre nuevo, liso y sin humor, agotado por la evitación de sus pasiones, avergonzado por no ser conforme al ideal que se le propone.

Recetados tanto por los médicos generalistas como por los especialistas en psicopatología, los psicotrópicos tienen como efecto normalizar los comportamientos y suprimir los síntomas más dolorosos del sufrimiento psíquico sin buscar su significación.

Los psicotrópicos están clasificados en tres grupos: psicolépticos, psicoanalépticos y psicodislépticos. En el primer grupo encontramos los hipnóticos (que tratan los trastornos del sueño), los ansiolíticos y los tranquilizantes (que suprimen los signos de la angustia, la ansiedad, la fobia y las diversas neurosis), y finalmente los neurolépticos –o antipsicóticos-, medicamentos específicos para la psicosis y las formas de delirio crónico o agudo. En el segundo grupo están reunidos los estimulantes y los antidepresivos, y en el tercero los medicamentos alucinógenos, los estupefacientes y los reguladores del humor.

La psicofarmacología trajo al hombre un renuevo de libertad. Puestos en circulación en 1952 por dos psiquiatras franceses, Jean Delay y Pierre Deniker, los neurolépticos han devuelto al loco su palabra. Permitieron su reintegración en la vida social. Gracias a ellos, los tratamientos bárbaros e ineficaces fueron abandonados.

Sin embargo, encerró al sujeto en una nueva alienación, al pretender curarlo de la esencia misma de la condición humana. También ha alimentado, a través de sus ilusiones, un nuevo irracionalismo. Porque cuanto más se promete el fin del sufrimiento psíquico a través de la absorción de pastillas, que no hacen más que levantar los síntomas o transformar la personalidad, más el sujeto, decepcionado, se inclina hacia tratamientos corporales o mágicos.

No nos asombrará entonces que los excesos de la psicofarmacología hayan sido denunciados por aquellos mismos que hacían su elogio y que reclaman hoy en día que los medicamentos del espíritu sean administrados de manera más racional y en forma coordinada con otras formas de cura: psicoterapia y psicoanálisis.

La psicofarmacología se ha convertido hoy, a su pesar, en el estandarte de un tipo de imperialismo. Permite, en efecto, a los médicos (y sobre todo a los generalistas) abordar del mismo modo toda suerte de afecciones sin que se sepa nunca de qué tratamiento se trata. Psicosis, neurosis, fobias, melancolías y depresiones son tratadas entonces por la psicofarmacología, así como tantos estados ansiosos consecutivos a duelos, a crisis de pánico pasajeras, o a una nerviosidad extrema debida a un entorno difícil:

Cualquier persona “normal”, golpeada por una serie de desgracias, pérdida alguien cercano, abandono, desempleo, accidente, verá que se le prescribe, en caso de angustia o duelo, el mismo medicamento que a otro que no tiene ningún drama para afrontar, pero presenta trastornos idénticos por su estructura melancólica o depresiva: “Cuántos médicos”, escribe E. Zarifian, “prescriben un tratamiento antidepresivo a personas que simplemente están tristes, y a las cuales la ansiedad las conduce a una dificultad para conciliar el sueño”.

La histeria de antaño traducía una contestación al orden burgués que pasaba por el cuerpo de las mujeres. A esta revuelta impotente, pero fuertemente significativa por sus contenidos sexuales, Freud le atribuía un valor emancipador del cual se beneficiarían todas las mujeres. Cien años después de este gesto inaugural, asistimos a una regresión. En los países democráticos, todo sucede como si ya no fuese posible ninguna rebelión, como si la idea misma de subversión social, incluso intelectual, se hubiese vuelto ilusoria, como si el conformismo y el higienismo propios de la nueva barbarie del biopoder hubieran ganado la partida. De allí la tristeza del alma y la impotencia del sexo, de allí el paradigma de la depresión.

El ideal revolucionario tiende a desaparecer de los discursos y de las representaciones

Si la emergencia del paradigma de la depresión significa que la reivindicación de una norma ha relevado la valorización del conflicto, esto quiere decir también que el psicoanálisis ha perdido algo de su fuerza subversiva; fue despojado, como la histeria, de la posición central que ocupaba tanto en los saberes de enfoque terapéutico y clínico (psiquiatría, psicoterapia, psicología clínica) como de las disciplinas mayores que le rendían tributo (psicología, psicopatología).

El psicoanálisis cada vez más es confundido con el conjunto de prácticas sobre las cuales antes ejercía su supremacía. Testimonio de ello es el empleo generalizado del término “psi” para designar, confundidas todas las tendencias, a la vez la ciencia del espíritu y las prácticas terapéuticas relacionadas con ella.

Mientras que el cuerpo de las mujeres se ha tornado depresivo y la antigua belleza convulsiva de la histeria, tan admirada por los surrealistas, ha dejado lugar a una nosografía (disciplina q se dedica a la clasificación y descipc de enferm) insignificante, el psicoanálisis

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