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VALLE DE LLS CABALOS


Enviado por   •  24 de Junio de 2013  •  2.478 Palabras (10 Páginas)  •  264 Visitas

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¿Cuáles son los riesgos ligados a las condiciones de seguridad en una empresa hidrocarburífera? Sabia que podía comer raíces y vegetales, pero no sabía lo que era comestible. La primera hoja que probó era amarga y le lastimó la boca; la escupió y se enjuagó para quitar el mal sabor, pero eso la hizo vacilar en cuanto a probar otras. Bebió más agua porque le daba una sensación pasajera de estar ahíta, y volvió a la orilla río abajo. Los profundos bosques la atemorizaban, y se mantuvo cerca del río mientras brilló el sol. Al caer la noche, abrió un hoyo en las agujas que cubrían el suelo y se acurrucó nuevamente entre ellas para dormir.

Su segunda noche de soledad no fue mejor que la primera. Al mismo tiempo que el hambre un tenor helado le contraía el estómago; nunca había sentido semejante tenor, ni tanta hambre: nunca había estado tan sola. Su sensación de pérdida era tan dolorosa que empezó a bloquear el recuerdo del terremoto y de su vida anterior a él; y pensar en el futuro la puso al borde del pánico, de manera que luchó por apartar también esos temores de su mente. No quería pensar en lo que pudiera suceder ni en quién pudiera encargarse de ella.

Vivía sólo para el momento presente, salvando el siguiente obstáculo, cruzando el siguiente afluente, trepando por encima del siguiente tronco caído. Seguir el río se convirtió en un fin en sí, no porque la fuera a llevar a parte alguna sino porque era lo único que le impartía alguna orientación, algún propósito, algún curso de acción. Era mejor que no hacer nada.

Al cabo de cierto tiempo el vacío de su estómago se convirtió en un dolor sordo que le apagaba la mente. Lloraba de vez en cuando mientras seguía avanzando penosamente, y sus lágrimas pintaban chorretes blancos por su rostro sucio. Su cuerpecito desnudo estaba cubierto de tierra, y los cabellos que habían sido anteriormente casi blancos y tan finos y suaves como la seda, estaban pegados a su cabeza en una maraña de agujas de pino, ramillas y barro.

El viaje se dificultó cuando la selva de árboles siempre verdes cambió por una vegetación más abierta, y cuando el suelo cubierto de agujas dejó el paso a matorrales, hierbas y herbajes que cubren generalmente el suelo debajo de árboles de hojas caducas y más pequeñas. Cuando llovía, se encogía bajo un tronco caído o una roca grande o ramas extendidas o simplemente se dejaba lavar por la lluvia sin dejar de avanzar pesadamente por el barro. De noche, amontonaba hojas secas caídas la temporada anterior, y se enterraba en ellas para dormir.

El abundante abastecimiento de agua para beber impidió que la deshidratación causara hipotermia, esa baja de la temperatura corporal que provoca la muerte por exposición, pero la niña se estaba debilitando. Estaba ya más allá del hambre; sólo sentía un dolor constante, sordo y una sensación ocasional de mareo. Trataba de no pensar en ello ni en cosa alguna que no fuera el río, seguir el río.

La luz del sol, al penetrar en su nido, la despertó. Salió de la cómoda bolsa entibiada por el calor de su cuerpo y se dirigió al río para beber agua, con hojas secas todavía pegadas a su piel. El cielo azul y el sol brillante eran un consuelo después de la lluvia del día anterior. Poco después de que echara a andar, la orilla de su lado del río comenzó a subir. Para cuando decidió tomar otro trago, una pendiente abrupta la separaba del agua. Empezó a bajar cuidadosamente, pero perdió pie y cayó rodando hasta abajo.

Se quedó tendida, raspada y dolorida en el barro junto al agua, demasiado cansada, demasiado débil y demasiado infeliz para moverse. Gruesos lagrimones le formaban en sus ojos y corrían por su rostro, y tristes lamentos rasgaban el aire. Nadie la oyó. Sus gritos se convirtieron en plañidos rogando que alguien fuera a ayudarla. Nadie fue. Sus hombros se sacudían con sollozos mientras lloraba su desesperanza. No quería ponerse en pie, no quería seguir adelante pero ¿qué más podría hacer? ¿allí, llorando en el barro?

Cuando dejó de llorar se quedó tendida junto al agua. Al sentir que una raíz se le incrustaba en el costado y que su boca sabía a lodo, se sentó. Entonces, cansadamente se puso en pie y fue a beber un poco de agua del río. Echó a andar de nuevo, retirando tercamente las ramas que obstruían su paso, trepando por troncos caídos y cubiertos de musgo, chapoteando a la orilla del río.

La corriente, que ya estaba alta debido a inundaciones de principios de la primavera, había aumentado hasta más del doble de su tamaño gracias a sus afluentes. La niña oyó un rugido a la distancia mucho antes de ver la cascada que caía desde la alta ribera en la confluencia de un río grande con el más pequeño, un río que iba a doblar nuevamente su volumen. Más allá de la cascada, las rápidas corrientes de los ríos hervían sobre las piedras mientras corrían hacia las llanuras herbosas de la estepa.

La rugiente catarata saltaba desde el borde de la alta orilla formando una amplia capa de agua blanca. Caía salpicando una poza llena de espuma que había sido horadada en la base de la roca, creando una pulverización constante de rocío y torbellinos de corrientes contrarias allí donde se unían los ríos. En algún momento de un pasado lejano, el río había labrado más profundamente el farallón de piedra dura detrás de la cascada. El saliente por el que chorreaba el agua salía más allá del muro que había detrás de la cascada, formando un paso en medio.

La niña se acercó y miró cuidadosamente el túnel mojado, y después echó a andar detrás de la movediza cortina de agua. Se pegaba a la roca mojada para mantenerse firme, pues la caída continua del río fluyendo la aturdía. El rugido era ensordecedor, rebotando sobre la pared de piedra detrás del tumultuoso caudal. Alzó con temor la vista, consciente, llena de angustia, de que la corriente estaba más arriba de las rocas que chorreaban por encima de su cabeza y avanzó cautelosa y lentamente.

Estaba casi en el otro lado cuando terminó el pasaje, estrechándose poco a poco hasta ser otra vez muralla abrupta. El corte del farallón no lo recorría por completo; la niña tuvo que dar media vuelta y volver sobre sus pasos. Cuando llegó a su punto de partida, miró el torrente que surgía por encima del borde y meneó la cabeza: no había otro camino.

El agua estaba fría cuando se puso a vadear por el río, y las corrientes fuertes. Nadó hasta el medio, dejó que la fuerza del agua la llevara rotando por las cataratas, y después se volvió hacia la orilla del ancho río que se había orinado más abajo. Se cansó de nadar, pero ahora estaba más limpia que desde algún tiempo a esta parte, excepto su cabello enredado y enmarañado. Volvió, a sentirse fresca pero no por mucho tiempo.

El día

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