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El día De La Partida-Ensayo


Enviado por   •  30 de Enero de 2014  •  2.690 Palabras (11 Páginas)  •  960 Visitas

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El día de la partida

Enrique Serrano López (Colombia)

El sabio jamás renuncia a su independencia. Aun, en medio de la suprema tempestad, se comporta como un vir fortis, sólido y tenaz en sus propósitos. Sus palabras pueden parecer contradictorias a los oídos de los demás y escuchará a su paso a los pedantes tildarlo de loco, sin perder por ello la tranquilidad de su ánimo.

SÉNECA

Los detalles de la muerte de un hombre siempre son enojosos. Y lo son porque recuerdan a los demás hombres su propia muerte y adelantan algunos trazos generales de lo que será nuestro futuro común. Pero estos detalles son útiles, pues conservan la intensidad de esos últimos momentos en los que todo se hace por vez final. Un gesto, una mirada, una palabra... se diría que la certidumbre de la partida exalta el valor de la vida y produce en el alma de los que aún no mueren un impacto profundo, la marca de un sello indeleble que dice: «Yo también seré aquel que hoy muere, yo también seré Séneca».

I

Séneca ha recibido en la mañana la orden de suicidarse, y su valerosa esposa Pompea Paulina lee en voz alta un trozo de un escrito que su marido ha terminado tiempo atrás. El día transcurre normalmente y todo respira una luminosa serenidad. Todo, salvo un ligero temblor en los labios del filósofo. Su cabello ha encanecido, pero su vigor está intacto, como corresponde a un hijo de la soleada Hispania. Lucio Anneo ha podido aguantar una andanada de reproches motivados por su riqueza excesiva; ha resistido la tentación de muchas conspiraciones -salvo esta-; ha soportado la prepotencia de los consejeros griegos y de los innumerables oradores romanos. Su pecho sabe lo que es el exilio, el escarnio y la soledad. No ha perdido el coraje, y en su alma navega todavía la Dama de la inteligencia, en medio de la desdicha abrumadora, producto de la impotencia.

Sin embargo, siente miedo. El miedo es poderoso y se mueve solo, arrastrándolo todo consigo. Cuando la vida está perdida, todos los hombres son iguales: pueden fingir valor, pero no pueden sentirlo. El valor es únicamente para los vivos. Unas horas más y todo habrá pasado. La conspiración de Pisón fracasó, y es la hora del tributo de sangre. Natal y Escevino confesaron. Más tarde, Lucano, Quinciano y Seneción. Todos los demás fueron descubiertos. Sólo la mujer libertina, la increíble Epicarnis, fue capaz de soportar el tormento sin denunciar a los otros: no es raro. ¡Las más grandes hazañas de la tozudez humana han sido realizadas por mujeres!

Es el día de la partida. Todos saben que el sabio cordobés no es un conspirador, pero también saben que el César lo odia desde hace años y que ha decidido deshacerse de él. Un tribuno llegó hasta la quinta, distante cuatro millas de la ciudad, para notificarle la inminencia de su propia muerte. Cuánto le habría gustado tener tiempo para decidirlo por sí mismo. Pero siempre es tarde cuando se es un vasallo. Y el mundo no marchará bien mientras los sabios se encuentren al servicio de imbéciles.

II

El agua que corre por el patio calma la inquietud de Séneca. El recuerdo de su riqueza, donada a Nerón para alegar una fidelidad en la que ya nadie puede creer, atormentará a otros; es la hora de respirar libremente el aire de la campiña y de despedirse de los placeres que brindan a raudales las anchas fuentes del mundo. Es hora de bañarse en las termas y de probar manjares sutiles y desconocidos. Es hora de masticar el opio, venido de misteriosas montañas perdidas en Oriente. Todo el lujo sensual y el colorido de los techos artesonados tiene sentido tan sólo para el hombre que no conoce la fecha y la hora exacta de su muerte.

De una manera o de otra, el miedo se transforma en tristeza, la angustia en desencanto y el dolor se aleja probablemente para siempre. «Si todos los hombres tuvieran la oportunidad de morir a menudo, no habría ninguno que no fuese sabio.» El ventanal de la cámara de estudio de la quinta deja pasar un viento leve hasta la cara de este hombre de sesenta años. « ¿Cómo debo matarme?» Su esposa le contesta: «Derrama el vaso de tu sangre para que fecunde la tierra. Quizá se una al Tíber y llegue al mar. Puede ser que algunas gotas vayan a dar a Hispania». Y luego lloró, tan hondamente como sólo lo hace quien va a perder lo más querido en el mundo; Pompea Paulina amaba a Séneca, y el amor se resiente siempre por una ausencia inevitable.

« ¿Dónde quedan, pues, los preceptos de la sabiduría; dónde la disposición preparada con el discurso de tantos años para oponerse a cualquier accidente y peligro inminente?», pregunta una vez más aquel que ya no requiere de ninguna respuesta. La serenidad sincera es el fruto de un desapego que él estaba lejos de poseer; no lo pregunta porque vea correr las lágrimas de su esposa ni porque pretenda enseñar algo a sus discípulos más fieles. Lo pregunta a Séneca, porque en él todo se resiste a morir, todo quiere persistir. Está sorprendido de la fuerza de su insensata esperanza, que quiere inventar proyectos y que anoche mismo soñaba con convencer a Estacio Anneo de sembrar uno de sus campos con delicadas frutas de estación. Hoy, después de años enteros de aguardarlo, es un día último, un día de despedida; el único día abrumadoramente real en la vida de todos los hombres.

III

Roma es un nido de víboras, en donde no bien la fortuna ha sonreído a alguno, un ejército de envidiosos y mezquinos se abate sobre él. Muchos años hace que Séneca vive en Roma, y su origen provinciano no ha sido un obstáculo para que su fama crezca y su fortuna aumente. No obstante, el fantasma de los celos de César ha rondado su cabeza, y hay muchos que le odian y que se alegran de su desgracia. Uno de ellos, Acrato, liberto del César, saqueador de templos y ladrón de imágenes sagradas, y cuya sacrílega mirada se ha posado sin recato en los cuerpos de las vestales, se ha dedicado a desacreditarle públicamente, queriendo acelerar su muerte. Todo hombre ruin busca afanosamente una víctima en la cual desahogar sus culpas. Así como este Acrato, muchos otros enemigos gratuitos le acechan desde hace tiempo, esperando en la sombra para clavar sus garras en la carne del cordobés. De nada ha valido ocultarse; han ido a buscarlo a su lugar de

retiro para hacerle saber que están allí y que no lo dejarán en paz.

La desdicha no ha caído de repente sobre el hombre que tanto ha escrito respecto de la firmeza del ánimo. Cada golpe ha venido acompañado de otro golpe; cada flecha de otra flecha. Lentamente, el trozo de cielo que quedaba

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