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La Reina Del Sur

vaalesiitaaa149 de Junio de 2012

4.171 Palabras (17 Páginas)824 Visitas

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La reina del sur está impregnada del ritmo musical de los narcocorridos mexicanos. Se trata de una historia de corrupción, drogas, amor y muerte en la que, por primera vez en la obra de Arturo Pérez-Reverte, la mujer se convierte en protagonista absoluta.

La novela, publicada por Alfaguara, está basada en hechos reales y su escenario es el estado mexicano de Sinaloa -- "un lugar donde la sociedad, la economía y el folclore giran en torno al narcotráfico y a sus leyendas". Se suma al escenario el Mediterráneo occidental, según cuenta el escritor en una entrevista, en la que adelanta las claves del libro.

El escritor español más aclamado dentro y fuera de las fronteras españolas decidió alumbrar una obra inolvidable y original: un corrido de más de quinientas páginas donde relata las aventuras de una mujer que salió de la nada para convertirse en una leyenda.

Su nombre, Teresa Mendoza, más tarde apodada la Reina del Sur por los periodistas y la Mejicana por los cuerpos de seguridad de tres continentes. Al ritmo de esta peculiar canción, los lectores se van a embarcar en un viaje de ida y vuelta que dura doce años y que comienza en Culiacán, Sinaloa, donde morir con violencia es morir de muerte natural, cuando la hasta entonces insignificante novia de un piloto a sueldo del cártel de Juárez se entera de que han asesinado a su hombre.

Antes de saldar viejas cuentas, esta mujer va a emprender una arriesgada y fulgurante ascensión: levantará un imperio clandestino que convertirá el Estrecho de Gibraltar en la gran puerta de entrada de cocaína y hachís para el sur de Europa y Rusia.

¿Quién es la Reina del Sur? Teresa Mendoza es un personaje al que no olvidarán ni los lectores ni el resto de los seres que pueblan esta apasionante narración, como podemos comprobar en este extracto del libro:

César Batman Güemes, narcotraficante mexicano: "En aquellos tiempos era una de tantas. La chava de un narco. Con la diferencia de que no se teñía el pelo de güera y que tampoco era de las buchonas que les gusta aparentar". Huyendo, Teresa Mendoza viajará de México a Melilla. Dejará la barra de un bar por un puesto de copiloto en la lancha del traficante gallego Santiago Fisterra. Pasará por la cárcel y, después de encontrar un tesoro, un alijo de media tonelada de coca, comenzará a hacerse respetar por sus innovaciones técnicas en las operaciones a gran escala, por convertir el narcotráfico en una empresa eficiente.

Transer Naga, con sede social en el Peñón y un negocio tapadera en Marbella, tendrá roces con las mafias gallegas y francesas, se relacionará con la mafia rusa, la Babushka de Solntsevo, y negociará con la N'Drangheta italiana el tráfico marítimo de cocaína hacia el Mediterráneo oriental.

Ella misma, que cree estar entre la vida y la muerte, llega a decir: "Quizá la única esperanza era no tener esperanza alguna". Por eso, además de un corrido mexicano y de una novela de aventuras, La Reina del Sur es una novela sobre el amor, y sobre la falta de amor. Y sobre un misterio oculto en el corazón de una mujer.

Ahora bien, Pérez Reverte la enfoca como leyenda, según sus propias palabras (se desprende implícitamente de todo el sigiente texto y explícitamente en su final):

Resulta extraño cómo pueden coincidir a veces la realidad y la ficción. José Luis Domínguez, el observador del pájaro, está atento a la pantalla del visor térmico de Argos, la nave del cielo que lleva un gran ojo nocturno en la proa. "Todavía no nos han visto", dice. En la pantalla, mientras el helicóptero de Vigilancia Aduanera vuela en la noche, acercándose a la playa desde el mar, la goma es una mancha alargada en la orilla, y los malos una docena de siluetas que se mueven alrededor acarreando fardos de treinta kilos de hachís. La semirrígida de nueve metros a la que seguimos el rastro ha ido a varar en una playa oscura de Guadalmina Baja, a poniente de Marbella. Y mientras Javier Collado, el piloto, lanza el pájaro sobre ellos a ciento cincuenta nudos de velocidad, no puedo evitar una risa incrédula. Esos tíos están alijando el hachís a pocos metros de la casa de Teresa Mendoza, alias la Mejicana, compruebo asombrado. Ni a propósito. Cualquiera diría que acaban de leerse la maldita novela, o que salen de ella.

Veintinueve meses de trabajo concluyen esta noche, aquí mismo, sobre la playa. Quinientas cincuenta páginas que he querido rematar en uno de los escenarios de la historia, para recordar los últimos detalles -estoy a tiempo de corregir las galeradas- y también como excusa para salir una noche más de caza con los viejos amigos, ahora que la realidad se mezcla en mi cabeza con la ficción hasta el punto de que resulta imposible separar una de otra. En realidad nadie pone en una novela lo que no tiene. Ni harto de whisky. Yo, por lo menos, las construyo con lo que he leído, con lo que he vivido y con lo que imagino. Como cualquiera, supongo. Como cualquiera, naturalmente, que haya leído, que haya vivido y que sea capaz de imaginar juntando letras y palabras mientras lo hace. Cada uno es cada uno. En cuanto a la escena que vivo esta noche, suspendido entre cielo y mar en la cabina del BO-105 de Vigilancia Aduanera, ya la viví muchas veces como reportero, en otro tiempo, cuando entre viaje y viaje de la cosa bélica venía de caza al Estrecho; porque Gibraltar era la principal base contrabandista del Mediterráneo Occidental y las imágenes eran rentables y espectaculares, y había adrenalina a chorros, y encima abríamos con esas imágenes los telediarios y nos lo pasábamos -Márquez, Valentín, los viejos colegas de la Betacam- de cojón de pato. Pero de eso hace la tira. Desde entonces han cambiado las cosas; y además, esta noche, lo que hago no tiene fronteras claras entre lo imaginado y lo vivido. Gracias a los viejos amigos de Aduanas -la agenda de un antiguo reportero contiene de todo-, ahora no vuelo para la tele, como cuando era un mercenario más o menos honesto, sino que vuelo para mí. Para la novela en la que trabajo desde hace veintinueve meses: la joven mejicana que huye a España y tras un largo y accidentado camino de doce años se convierte en la reina del narcotráfico en el Estrecho de Gibraltar. Y lo paradójico es que, en la historia que se cierra esta misma noche, el escenario que elegí hace mucho tiempo para la imaginaria residencia española de la protagonista, Teresa Mendoza, la Reina del Sur, está a menos de quinientos metros de la playa donde ahora el helicóptero de Vigilancia Aduanera cae del cielo sobre la planeadora contrabandista. Lo que tiene mucha guasa, o al menos la tiene para mí. Y lo más curioso es que ni los hombres que están en tierra ni los que se encuentran en la cabina aquí arriba saben nada de eso. Ya ves, me digo. Chaval. Qué extrañas son las coincidencias y las bromas de la vida.

Todo empezó hace tiempo, en una cantina mejicana. Estaba con mis carnales de allá, dándole al tequila, y alguien puso en la rockola el corrido de Camelia la Tejana. Narcocorrido, para ser exactos. Nueva épica de esa frontera que sigue estando, como dijo no sé quién, tan lejos de Dios y tan cerca de los pinches Estados Unidos. Allí, las canciones populares hablaban antes de Pancho Villa, de la Cucaracha y de Adelita; ahora hablan de avionetas Cessna y cuernos de chivo, de perico y de mota, de cargas de la fina en llantas de coches rumbo a la Unión Americana. "Veinte mujeres de negro al panteón van a llegar", dice una canción. "La lealtad de un pistolero se respeta y se le admira", dice otra. Aquello es un mundo fascinante y terrible: el México duro, la violencia, la raya del Bravo, la mariguana de la sierra y todo eso. Tipos bigotudos con botas de iguana, con pistolas fajadas a la cintura y con escapularios del santo Malverde, el patrón de los narcos. Tijuana. Sinaloa. Dólares. Lugares donde morir de forma violenta es morir de muerte natural. Y mientras sigues vivo, compadre, pues lo disfrutas para cuando te den picarrón y todo te falte: buenos coches, vino, lujo, música y mujeres. Porque más vale vivir cinco años como rey, me dijo en Culiacán, Sinaloa, el Batman Güemes, con un plato de carne demasiado hecha en una mano y una cerveza Pacífico en la otra, mirándome muy fijo. Más valen cinco años como rey, repitió, que cincuenta como buey. Chale.

Y eso es el narcocorrido, ni más ni menos. Vas por la calle y, aunque está prohibida su difusión, lo oyes todo el tiempo en las tiendas, en las cantinas, en las radios de los coches. Pacas de a kilo. Carga ladeada. La muerte de un federal. También las mujeres pueden. La banda del carro rojo. Todo real como la vida misma. Tres minutos de música y palabras con las que los grupos norteños, que salen en las cubiertas de los cedés con avionetas al fondo y pistolas del 45 en el cinto, cuentan historias estremecedoras y fascinantes de contrabandos, pases de frontera, leyendas de hombres y mujeres muertos o que van a morir.

Ese mundo me quedó ahí, en la cabeza. Archivado a la espera de quién sabe qué. A fin de cuentas, la trastienda de un novelista es una mochila donde vas echando cosas, y un día las sacas y las ordenas y las mezclas con otras y te sale una historia. O varias. El día que oí el corrido de Camelia la Tejana sentí la necesidad de escribir yo mismo la letra de una de aquellas canciones. Pero no tengo ni idea de música, ni sé resumir en pocas palabras historias perfectas como las que esa raza cuenta. Carezco del talento de los Tigres

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