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Una Filosofia Para La Gestion De Personas


Enviado por   •  10 de Mayo de 2014  •  4.898 Palabras (20 Páginas)  •  237 Visitas

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UNA FILOSOFÍA PARA LA GESTIÓN DE LAS PERSONAS.

I.- ANTEAYER

El día de mi cincuenta y seis cumpleaños fui citado al despacho más alto del edificio.

"¡Qué sorpresa! Me van a felicitar", pensé. Cuando subía en el ascensor, estaba dejando atrás casi cuarenta años de un trabajo poco emocionante.

Presto a recibir el consabido abrazo institucional, saludé a Puri, la eterna secretaria, y entré a través del arco ribeteado:

-¡Amigo Ramón! -exclamó el CD.

"¡Oh, Dios mío, ya no soy Huertas!"

Nos sentamos en el sofá y con un café fui nombrado Director de Recursos Humanos. También yo me había olvidado de que era mi cumpleaños.

Al sentirlo como una sentencia, pasaron por mi mente, a modo de confesión, mis años "al servicio" de la compañía. Calcador, ayudante de delineante, delineante, proyectista, jefe de Obras, jefe Técnico y director de Zona. Es decir, la trayectoria ideal para cumplir un retiro feliz en asuntos de personal.

Pedro Santaeugenia se jubilaba como máximo responsable de Recursos Humanos, después de haber cambiado sus tarjetas tres veces en los últimos cinco años. Su maquillaje se llamó Jefe Superior de Personal, Director de Relaciones Industriales y, desde hacía seis meses, Subdirector General de Recursos Humanos. No me asignaban el mismo rango, pero sí el área, por supuesto promocionable en breve tiempo.

Después de una semana, en la que floté entre las despedidas a Pedro y los reconocimientos en mi anterior destino, logré vislumbrar la pista de aterrizaje mientras reflexionaba sobre el rol de un Jefe de Personal. Naturalmente, Recursos Humanos no me sonaba como nombre, más bien lo entendía una característica sanguínea (Rh), por no decir sangrienta, sonido que hoy tampoco me parece buena música, aunque por otras razones.

Antes de leer varios libros sobre el tema, lo que me aportó algo de vocabulario y mucho de incertidumbre, me entretuve en analizar la labor de Pedro Santaeugenia en su cuarto de siglo como capo de Personal. Ostentaba la titulación en Derecho y el mérito de cero conflicto sindical, hombre recto y justo, austero, duro para sancionar, lento para gestionar y hábil para ahorrarle unos durillos a la empresa retrasando los ascensos y utilizando los impresos caducados como papel borrador.

La primera vez que oí la expresión "Recursos Humanos" estaba contenida en un halago. Un sindicalista joven, después de una fuerte negociación sobre turnos, en la comida de confraternización y en presencia de Santaeugenia, quien puso cara de circunstancia, me dijo:

-Ramón, eres el mejor líder de recursos humanos de esta santa casa.

Como no entendí bien lo de "líder" ni lo de "recursos humanos", pero su tono inducía un contenido de loa, le sonreí en clave de pardillo y cambié de conversación.

Más o menos, hacia mi cincuenta y siete cumpleaños, empecé a comprender.

Pasó la semana de adocenamiento y trasladé mis bártulos al despacho de la planta 4ª, donde relucía como nuevo el cartelito Director de Recursos Humanos. La primera reacción de Margarita, la secretaria, fue preguntarme qué encargaba a la cafetería para mi desayuno. Cuando le dije que ya venía desayunado de casa, frunció el ceño y se marchó refunfuñando. Su segunda acción fue rechazarme una entrevista con un sindicalista que "no tenía cargo". Decirle que antes de tomar esas decisiones sobre quién debía verme o no que me consultara supuso el mayor agravio secretarial que pude cometer. A los pocos días, me enteré de que en el edificio la llamaban "ínclita Directora Adjunta", abreviado como "la incli".

¡Qué mañana la primera! Tomé asiento, suspiré y me dediqué a explorar la mesa, muebles y papeles. Al cabo de unas horas, decidí llamar a los distintos jefes del equipo. Como conocía a dos de los tres, me sorprendió que los alegres saludos de antaño se convirtieran en tímidos balbuceos de sumisión. En fin, lo asumí con mi mejor sonrisa y durante más de tres meses me dediqué a ver cómo se organizaba la cosa en aquel departamento "sagrado".

Hubo una anécdota digna de aparecer en el libro Guiness. La primera vez que entré en la oficina de Personal me sentí revestido del capelo cardenalicio. Abrí la puerta y la primera cabeza que levantó la vista saltó hacia el techo y mandó a su cuerpo la orden de ponerse en pie y tensarse en posición de "firmes". Fue uno, otro, el de más allá... Salió el Jefe, me saludó diciendo "¿cómo no me has avisado que venías?", y con un gesto indicó que se sentaran. Alucinante.

Mi experiencia operativa no tenía nada que ver con ese servicio central. Los días pasaban con una rutina tediosa y mi labor podía centrarse simplemente en firmar, firmar y firmar.

Bien, bien, bien, tenía varios problemas a resolver. Pude dedicarme a sestear. No. Pude dedicarme a vivir del "peloteo" para alcanzar la categoría de Subdirector General. No. Pude dedicarme a disfrutar del poder. No. Tratar los recursos humanos no me entraba como la tarea de asignar números de matrícula, pagar la Seguridad Social, condescender con los Sindicatos y llenar los expedientes de sanciones, retrasos, ausencias, permisos y vacaciones.

Nuevamente, eché marcha atrás en mis recuerdos profesionales y me hice una lista de hechos y acciones en los que pudiera haberme visto en el papel de jefe de personal ante los distintos equipos que había tenido a mi cargo.

* Con 24 años, recién terminada la carrera, me nombraron Jefe de Obras y no tenía idea de qué hacer, así que me puse el "mono" y trabajé durante unos días con mis operarios. Conseguí que me vieran como un "jefe cojonudo".

* Durante una huelga, tuvimos una crisis de trabajo. La empresa estaba literalmente parada y los clientes calentaban el teléfono. Decidí llamar a los representantes del Centro de Trabajo para invitarles a comer. Cursé la invitación desplazándome a su oficina y vestido en ropa de sport. Accedieron y pude convencerlos de que nombraran unos servicios mínimos para garantizar las tareas urgentes.

* Mi mejor colaborador entró a mi despacho con cara de miedo. Quería contarme un grave error suyo que repercutía en algún millón de pérdida para la empresa. Evidentemente, quería que propusiera la menor sanción posible. Hablaba conteniendo las lágrimas. Le escuché sin interrumpirle y mi primera palabra fue: "Gracias". Continué sin pausa.

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