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De Los Espacios Que Restan


Enviado por   •  1 de Mayo de 2014  •  3.299 Palabras (14 Páginas)  •  187 Visitas

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DE LOS ESPACIOS QUE RESTAN

EN LA NOVELA CHILENA ACTUAL

RODRIGO CÁNOVAS

P. Univ. Católica de Chile

Examinamos cuatro novelas chilenas recientes, a la luz de la noción de espacio heterotópico, propuesta por Michel Foucault, que consigna los espacios desde los cuales es posible desconstruir las normas que sostienen un orden cultural. Las novelas estudiadas son: El nadador, de Gonzalo Contreras; La desesperanza, de José Donoso; Mala onda, de Alberto Fuguet y La reina Isabel cantaba rancheras, de Hernán Rivera Letelier. Cada una de estas novelas presenta espacios heterotópicos (con sus respectivos lenguajes), que permiten reflexionar sobre la condición posmoderna del ciudadano chileno hacia fines de siglo.

De los muy diversos espacios que conforman la novela chilena actual, nos interesa destacar aquéllos que tienen la cualidad de presentarse como un escenario de confrontación de normas lingüísticas, sociales y culturales. Michel Foucault nominaría estos espacios heterotopías, pues todos los demás lugares que podemos encontrar al interior de una cultura aparecen allí representados, confrontados, invertidos y, ulteriormente, anulados1. A continuación, haremos una sinopsis de algunos lugares que diagraman un posible modelo espacial simbólico de la sociedad chilena actual.

De vez en cuando, a manera de riccorso, aparece en la escena literaria un texto de factura contrahecha, un paquete envuelto con hilo de cáñamo y sellado con lacre, que constituye toda una novedad, justamente porque recupera de golpe un asunto muy remoto. El libro susodicho, La reina Isabel cantaba rancheras (1994), de Hernán Rivera Letelier, se presenta como un álbum de la familia pampina, enmarcado gloriosamente en las casi desaparecidas oficinas salitreras del norte de Chile. A propósito de la muerte de la reina Isabel, la prostituta más querida de esas pampas, cada lámina o capítulo exhibe las penas y avatares de las meretrices que forman su cortejo, identificadas como: la Ambulancia, la Chamullo, la Poto Malo, la Azucitar con Leche, la Pan con Queso (para los lesos), las Dos Punto Cuatro y otras de alegre memoria.

Sus historias, que son amplificaciones tragicómicas de sus sobrenombres, tienen su teatro de operaciones en los camarotes de las oficinas salitreras, donde el solteraje comparte su soledad con ellas. Estos mineros, en realidad campesinos trasplantados a la Pampa, salen a la luz, también, por sus apodos o sambenitos: el Poeta Mesana, el Astronauta, el Caballo de los Indios, el Viejo Fioca, el Cabeza de Agua y otros ilustres.

Quien rescata este álbum es un cronista memorioso, un "pueta popular" ameno y exagerado, quien declama al viento sucesos ya ocurridos, de gentes ya muertas, muy viejas o desaparecidas sin dejar rastro en esos desiertos. Es el regreso al paraíso perdido, a través de la celebración oral de las partes pudendas. Desde el conceptismo popular, recargado de retruécanos y conceptos, somos investidos de "miradas clitoríticas" y "voces vulvosas" (147); testigos mudos de "rosetas violáceas de los esfínteres" del cielo (28) y copartícipes de "increíbles safaris carnales con rugientes fieras cuaternarias" (149). Es la gesta de las huerfanías, la rememoración del origen desde una compulsión oral.

Quisiéramos detenernos en uno de los espacios privilegiados de esta novela, las piezas o camarotes, que en conjunto formaban pasajes llamados buques, en consonancia con los antiguos vapores que transportaban el salitre hacia Europa. Como aquel juego de la niñez en el cual viene un buque cargado con un objeto precioso, éstos condensan en su interior espacios, tiempos y cuerpos disímiles.

Cuando la afuerina Malanoche entra por primera vez a los buques, tiene la impresión de "estar ingresando a un recinto penal" (33) y el poeta narrador acota que son "especies de ghettos o ciudadelas fortificadas"(33). Es, entonces, un orden segregado, un espacio inmóvil, un tiempo presente marcado por un fatum. Y, sin embargo, estamos en un buque y, por ende, navegando, en la ruta de antaño, con una carga preciosa de salitre. Habitamos entonces un espacio feliz que se desplaza vertiginosamente hacia el tiempo de los orígenes. Ahora bien, esta tranquila travesía puede cambiar drásticamente de curso y el barquito encallar en un sitio remoto del futuro, convirtiéndose así sus restos en "caparazones de momias planetarias no se sabe si desenterradas o enterrándose" (42).

Ingresemos a estos buques, haciendo una visita al cuarto de Poeta Mesana, y veamos qué hay en él. Su escaso mobiliario es un catre de tubos nominado Huáscar y unos cajones de explosivos, vacíos, extraídos de la mina. La utilidad práctica de estos objetos se desdibuja al ponerlos en relación con el resto del decorado: botellas vacías de perfumes y de licores ingleses, fichas salitreras de distinta data, colecciones de piedras conformando figuras extrañas, amén de una anacrónica maleta de madera y un retrato de Gabriela Mistral recortado de la memorable revista Zig-Zag, por desgracia "profanado burdamente por unos bigotes a lápiz de cejas" (19).

Este cuarto se constituye como un mercado persa, cuyas antiguallas retienen en el presente una atmósfera anacrónica. Los buques están cargados de nostalgia, configurados como pequeñas heces, como restos que no queremos perder: el reloj Longines, la billetera de cuero legítimo, el alka seltzer, la revista sexual Luz, Popeye. El baúl popular de los recuerdos se instala en el presente desde la relectura de Tarzán y El Llanero Solitario, la escucha de las rancheras de Miguel Aceves Mejías o "Miguel Aveces Jemía" (8) y, por qué no, de la recreación del arte vanguardista en su variante creativa popular, cuando las niñas le pintan bigotes a la Gabriela Mistral, convirtiéndola en la Gioconda, de Dalí.

Este espacio de nostalgia puede vivirse también como una visita no sólo al pasado sino a los orígenes; los cuartos se convierten así en cámaras fetales y el Poeta Mesana, el Negro y Medio y el Cabeza de Agua, en fetos flotantes que comparten las alegrías y miserias de quienes los acogen. Por su parte, las niñas de los buques entran en él no sólo para cumplir su labor nutricia sino, también, para ser acogidas, para ser legitimadas desde el afecto retroactivo de sus pares masculinos, quienes así también las reengendran.

Si con La reina Isabel... un cuentero sitúa nuestro pasado en la Pampa y nos lo devuelve alegóricamente a través de una travesía en buque, cargado de las ilusiones de nuestros viejos queridos; en la novela Mala onda (1991), de Alberto Fuguet, un adolescente con

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