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Curso Historia General De La Educación

subeden30 de Junio de 2013

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Curso Historia General de la Educación I.

San Agustín y la integración de la cultura clásica en la educación cristiana

Por

Azucena Fraboschi.

Universidad Católica Argentina (UCA).

ABSTRACT: Curso Historia General de la Educación, impartido por la profesora Azucena Fraboschi de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Católica Argentina durante el curso 2002-2003 dentro de la asignatura de primer año: Ciencias de la Educación. El curso desarrolla y analiza la Historia de la Educación Antigua y Medieval en cuatro bloques:

LOS ANTECEDENTES DE LA EDUCACIÓN EN EL MUNDO OCCIDENTAL Y CRISTIANO,

LA EDUCACIÓN INSTITUCIONALIZADA EN EL MUNDO HELENÍSTICO-ROMANO (PERÍODO IMPERIAL),

EL ENCUENTRO DE LA CULTURA CLÁSICA Y LA EDUCACIÓN CRISTIANA EN LA EDAD MEDIA (S. V-X) y

FORMAS DE LA EDUCACIÓN EN LA BAJA EDAD MEDIA (SIGLOS XII-XIII).

El curso se complementa al impartido por la profesora Clara Inés Stramiello y que analiza la Historia General de la Educación Moderna y Contemporánea.

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DATOS AUTOR

Perfil/Área trabajo

Profesora Filosofía UCA (Buenos Aires).

Ciudad de residencia

Buenos Aires.

Web personal: Visitar

TEXTO

PUBLISHER ORIGINAL

WWW: Ideasapiens

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Curso Historia General de la Educación: Función educadora del monacato

LA INTEGRACIÓN DE LA CULTURA CLÁSICA EN LA EDUCACIÓN CRISTIANA

En la Historia de la Educación San Agustín de Hipona (354-430) aparece muy claramen¬te como un gozne entre dos mundos: el mundo romano, pagano, Imperio que se desmorona –por su propia decadencia interna y por las invasiones de los bárbaros que han llegado a las puertas de Roma–, y el otro nuevo mundo, cristiano, que acaba de salir de las catacumbas a la luz gracias al emperador Constantino y sucesivos edictos, y crece pujante.

Agustín, nacido en Tagaste, en la provincia romana de África, había recibido la forma¬ción clásica según los tres niveles de escolaridad tradicionales: en su ciudad natal cursó la escuela de primeras letras (desde los seis hasta los trece años), luego en Madaura, capital de la región, la escuela de gramática (desde los trece hasta los dieciséis años) y finalmente en Cartago, capital de la provincia romana de África, la educación superior retórica (desde sus diecisiete hasta sus veinte años). Pero el joven nunca quedó satisfecho con la formación recibida, y mientras ejercía la docencia como maestro de gramática primero –en Tagaste–, y de retórica en Cartago, en Roma y en Milán después, continuó buscando algo más a través de sectas, escuelas filosóficas y, finalmente, de hombres destacados a los que admiraba y en quienes confiaba. Finalmente, la conversión al Cristianismo de uno de ellos abrió un nuevo rumbo a su búsqueda, y es así que encontró lo que buscaba en los sermones del obispo San Ambrosio de Milán y en la lectura de las Sagradas Escrituras, que durante tanto tiempo había rechazado por su lenguaje y estilo casi bárbaros para los oídos de Agustín, acostumbrados al refinado latín ciceroniano.

Luego de muchos esfuerzos logra abandonar una forma de vida bastante disoluta, y también deja atrás su cátedra y su carrera profesional hecha de ambiciones y vanidades, y recibe el bautismo en el año 386. De ahí en más –y de regreso a África–, primero sacerdote y luego obispo de Hipona a partir del año 396, retoma la docencia desde a través de la predica¬ción y de la pluma[1]: cartas, diálogos, tratados sobre temas dogmáticos muchas veces acuciantes por las herejías que se presentaban una tras otra, sobre la reforma de las costumbres... y sobre la formación del cristiano: sobre la educación.

Sobre este tema específicamente escribe tres obras –si bien su preocupación se hace presente en varias más–: El Maestro (escrito en el 389, al año de haber regresado a la provin¬cia africana); La cultura cristiana (cuyos tres primeros libros estuvieron redactados en el año 396, en tanto el cuarto fue terminado en el 426) y La catequesis de los principiantes (399).

a) EL MAESTRO: trata, en síntesis, de la comunicación entre el alumno, el maestro-exterior y el verdadero Maestro, el Maestro-interior.

El llamado “maestro” (el maestro humano, el maestro-exterior) suministra con sus palabras las noticias o los objetos de los conocimientos; despierta al alumno, lo inquieta, lo incentiva, invita al alumno a volverse hacia los elementos de juicio que existen en el interior de su espíritu, esperando que los contemple, los considere y se pronuncie sobre esas cuestio¬nes que él se ha planteado con anterioridad.

“Pero en cuanto a todo lo que entendemos, no consultamos la verdad que nos habla con un sonido exterior <por las palabras>, sino que lo hacemos con aquélla que interiormente preside nuestro propio espíritu; las palabras, quizá, nos han movido a consultarla.

Mas Aquél que, cuando es consultado, enseña –el cual se dice que habita en el hombre interior–, es Cristo, la inconmovible Fuerza de Dios y la Sabiduría sempiterna.

Toda alma racional la consulta, pero a cada una se manifiesta en la medida en que puede contemplarla según su propia buena o mala voluntad.

Y si alguna vez surge una equivocación, ello no sucede por deficiencia de la Verdad consultada, como no es defecto de la luz exterior el que los ojos cor¬porales a menudo se engañen”[2].

Cristo es, pues, ese verdadero Maestro, el Maestro-interior. La experiencia nuestra de cada día nos da ejemplo de cuanto acabamos de decir. Alguien, un maestro, una amiga, un familiar, nos dice algo que nos resulta complejo, intrincado, difícil de entender. “No lo veo”, le decimos, y la persona multiplica sus esfuerzos, sus razonamientos, busca imágenes... y todo parece inútil hasta que, en un instante y sin poder decir cómo ni por qué, damos un grito: “¡Ya lo entendí! Ahora lo veo”. Y hasta, en un gesto de gratitud, añadimos: “Lo tuyo estaba muy claro, muy bien armado... pero yo no lo veía”. Ver la realidad, conocer la verdad no es sino la contemplación del Logos o Verbo Divino[3] –Palabra concebida y pronunciada por Dios Creador– que da: el ser, o sea el existir; la esencia, o sea el existir como tal ser; y la ley natural, o sea el actuar como tal ser, su actuar según su naturaleza, a todo cuanto existe, a toda la realidad.

Pero esa misma experiencia nuestra nos ilumina también acerca de la restricción plantea¬da en el texto de Agustín: si no tenemos voluntad de entender, si no queremos ver, no entenderemos, no veremos. Porque el conocimiento involucra siempre, de alguna manera, nuestra afectividad, nuestra voluntad; el reconocimiento de la verdad puede afectarnos, tal vez debamos cambiar, y suele no ser algo fácil mantener la coherencia entre la verdad proclamada y la verdad vivida. Todo depende, en última instancia, del motor de nuestra vida, del amor.

En efecto, un amor –y una vida– desordenado es un principio de dispersión que dificul¬ta el conocimiento, e incluso falsea la verdad. Cuando nos hallamos involucrados en una situación que sabemos que no es buena, hacemos lo imposible para encontrarla buena, y nos volvemos incapaces de captar los valores que allí se encuentran en juego (“la ceguera de valores” de la que habla Von Hildebrand), o pensamos que nuestro caso escapa a esa valora¬ción, o a esa norma de conducta (“la ceguera de subsun¬ción”, del mismo autor). Porque la admisión de la verdad, el reconocerla como tal nos obligaría a renunciar a dicha situación, o bien a aceptar la perversidad de nuestra voluntad que, a sabiendas de su malicia, elige continuar en ella. Continuar en la ignorancia, o falsear la realidad, es la excusa que se prefiere como alternativa.

Por otra parte, el conocimiento humano solo no es capaz de establecer un orden en el amor, ni puede obrar la conversión de vida de una persona: carece de peso para ello.

Por ello San Agustín dice: “Mi amor es mi peso”, lo que me pone en la realidad, lo que me retiene en mi lugar. El problema es, precisamente, saber cuál es la realidad, cuál es mi lugar[4].

EL AMOR DESORDENADO

• descentra (saca del lugar propio, del que nos corresponde);

• desnaturaliza (coloca fuera de la propia naturaleza, del propio ser: de la inteli¬gencia que se realiza contemplando la verdad, de la voluntad que es amor del bien, de la vida recta);

• desasosiega (quita la paz);

• inquieta (mantiene a la persona en un movimiento interior -y a veces tam¬bién exterior- que siempre ansía la quietud, pero sin encontrar descanso);

• turba el conocimiento;

• hace languidecer la vida. EL AMOR ORDENADO

• centra (lleva a la persona, por su propio peso, a su lugar propio);

• plenifica la naturaleza (en su propio ser, dando cumplimiento y realización a cuanto le corresponde como ser hu¬mano);

• sosiega (en la verdadera paz);

• aquieta (finaliza el movimiento del hom¬bre en su término debido, en el fin al que se dirige, en su descanso);

• posibilita el conocimiento;

• da la vida feliz.

Con este planteamiento, San Agustín:

- toma distancia de algunos rasgos

...

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