El Destino Manifiesto y la construcción de una nación continental
dayronrusbellMonografía7 de Octubre de 2011
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El Destino Manifiesto y la construcción de una nación continental, 1820-1865.
M. Graciela Abarca
¡Pobre México! Tan lejos de Dios,
tan cerca de los Estados Unidos.
Atribuido al General Porfirio Díaz,
presidente de México, 1877-1911
En las décadas de 1830 y 1840, los estadounidenses que impulsaban fervientemente la expansión territorial hacia el oeste y la conquista del continente se habrían sentido sumamente ofendidos con la afirmación del general mexicano. Los expansionistas estaban convencidos de que los Estados Unidos habían sido elegidos por Dios para elevar la condición de la humanidad. En otras palabras “expandirse y poseer todo el continente que la Providencia les había otorgado para el desarrollo del gran experimento de libertad y autogobierno federado” era el “destino manifiesto” de la nación. Esta frase, que se volvería famosa, fue articulada por John O’Sullivan – publicista y político del Partido Demócrata— para describir el proceso de expansión de los Estados Unidos en el contexto de la anexión de Texas en 1845. Uno de los principios subyacentes al llamado Destino Manifiesto era la superioridad innata de los estadounidenses de origen anglosajón. Irónicamente, como lo afirma el historiador Anders Stephanson, O’Sullivan descendía de un linaje de aventureros y mercenarios de origen irlandés, y su participación política a favor de la expansión territorial no lo haría merecedor de ningún reconocimiento en vida.
En realidad, O’ Sullivan no fue consciente de la trascendencia de las palabras que había unido –“destino” y “manifiesto”– hasta que sus opositores políticos las convirtieron en un tema central de debate, en un símbolo. De esta manera, en una frase, O’Sullivan resumió el derecho providencialmente o históricamente atribuido a Estados Unidos de expandirse en América del Norte desde el Atlántico hasta el Pacífico. Cabe destacar que dos siglos antes, en 1616, apenas diez años después de la fundación de Jamestown (la primera colonia inglesa en América del Norte), un agente de la colonización resaltaba las virtudes de estas tierras fértiles y alentaba a sus conciudadanos a emprender la aventura: “No debemos temer partir inmediatamente ya que somos un pueblo peculiar marcado y elegido por el dedo de Dios para poseerlas”. O’Sullivan, el hombre que reformularía este “mandato divino” murió en 1895 en el anonimato. Coincidentemente, para esa época el Destino Manifiesto entraría en el debate político nuevamente ante la posibilidad de un conflicto armado con España. En 1898, después de una “guerra espléndida y pequeña”, como la definiera Teodoro Roosevelt, Estados Unidos anexaría sus primeras posesiones coloniales y reprimiría el movimiento independentista en las Filipinas.
Si bien el Destino Manifiesto no fue la causa de la Guerra con México o el único motor que llevaría a la construcción de un imperio a fines del siglo XIX, esta ideología se vuelve fundamental para comprender la manera en que los Estados Unidos se percibía – y se percibe – a sí mismo dentro del orden mundial. A través de la historia del país, el Destino Manifiesto, como sistema de valores, funcionó de manera práctica y estuvo arraigado en las instituciones. Además, actuó en combinación con otras fuerzas de maneras múltiples. Tal como lo define Stephanson, el Destino Manifiesto es “una tradición que creó un sentido nacional de lugar y dirección en una variedad de escenarios históricos (...), un concepto de anticipación y movimiento”.
Es posible afirmar que el nacionalismo estadounidense surgió con fuerza a partir de 1820 y tomó la forma de una “comunidad imaginada”, más que de una ideología explícita. Los estadounidenses compartían entonces la sensación de un país caracterizado por la movilidad social, las oportunidades económicas y la disponibilidad de amplias extensiones de tierra. Estados Unidos no era una nación más, era un proyecto, una misión de significado histórico. Por esta razón, el dinamismo capitalista se centró en la expansión territorial, ya que de esta forma, la comunidad que se había consolidado podría expandirse a voluntad. De cierta manera, la nación se construía como una serie de redes temporarias en torno a la expansión del espacio territorial y su consecuente desarrollo económico. Se podría argüir que el espacio mismo y el constante desplazamiento hacia el Oeste definieron la proyección del ser nacional.
Esa migración y la consecuente incorporación de nuevos estados pusieron de relieve las diferencias regionales. En particular, el debate en torno a limitar la expansión de la esclavitud amenazaba seriamente con desestabilizar el balance entre los estados esclavistas y los no esclavistas. El “Compromiso de Missouri” de 1820 logró posponer el conflicto abierto por un período de aproximadamente tres décadas. El acuerdo establecía el paralelo 36º 30’ como la línea divisoria entre los estados “libres” y los esclavistas que surgieran en los territorios situados al oeste del río Mississippi. De esta manera, Missouri sería el único estado esclavista al norte de esta línea divisoria; simultáneamente, Maine era admitido a la Unión como estado “libre” y así se mantenía el equilibrio de 12 estados esclavistas y 12 “libres”. Tener el control del Congreso significaba tener potencialmente el poder de establecer la prohibición de la esclavitud como una condición de admisión, o de decidir que el Congreso no tenía ninguna autoridad sobre el tema. Además, detrás de esta cuestión, también subyacía el problema de la esclavitud ya existente en el Sur. Estos temas irrumpirían nuevamente en la escena política con la anexión de territorios y la consecuente admisión de nuevos estados.
Es importante señalar que oponerse a la expansión de la esclavitud no significaba que se estuviese a favor de una sociedad multirracial de individuos que vivirían armónicamente en la república, aunque algunos abolicionistas radicales efectivamente esgrimían esta postura. La mayoría se oponía tanto al trabajo esclavo como a las “mezclas” de razas. Muchos de aquellos que clamaban por la admisión de estados “libres”, no pensaban en la incorporación social de los negros. En el mejor de los casos proponían planes de colonización que les permitieran regresar al continente africano. Cabe destacar que la producción algodonera no era solamente el motor económico del Sur, sino que también proveía a los Estados Unidos del nivel de exportaciones necesario para permanecer integrado a la economía mundial.
El nacionalismo tenía entonces fuertes raigambres en los estados del norte y del oeste. En Nueva Inglaterra, los protestantes comenzaron a proponer que ellos eran los dueños de la verdad, especialmente cuando se veían obligados a lidiar con la inmigración masiva de irlandeses y alemanes católicos que comenzaron a llegar al país en la década de 1830. Para 1840, ya había en el país unos 40.000 predicadores, uno por cada quinientos habitantes. El Sur, por su lado, había comenzado a definirse claramente como un grupo para el cual el verdadero significado de la Unión era que los estados individuales pudieran actuar con total libertad, como siempre lo habían hecho. En 1828, el entonces vicepresidente John C. Calhoun y distinguido político de Carolina del Sur, desarrollaba su doctrina de la “anulación”, de manera anónima, en el documento “Exposición y Protesta”. De acuerdo con esta teoría, los estados tenían el derecho de invalidar las medidas que juzgaran opresivas por parte del gobierno nacional, y hasta podían separarse de la Unión si lo consideraban necesario. A pesar de las marcadas diferencias políticas, sociales y económicas entre el Norte y el Sur, el conflicto armado en torno al rumbo de la nación no estallaría hasta 1860.
El tema que dominaría el debate político en las décadas de 1830 y 1840 fue la visión introducida por el presidente Andrew Jackson, la llamada “Edad del Hombre Común”, que enfatizaba la oportunidad y expansión para todos, con una intervención del gobierno mínima o nula, en un discurso de igualdad republicana que en realidad enmascaraba una sociedad marcadamente desigual. Allí se expresaba que lo más importante era la libertad del individuo para hacer lo que quisiera y para establecerse donde quisiera. Para que esto fuera posible era necesario que hubiera un incremento cuantitativo en el espacio físico, en la extensión de lo que Jackson llamaría el “área de libertad”. Durante su presidencia se facilitó y aceleró la venta de tierras públicas, por lo cual las comunidades indígenas, con la excepción de los seminole en Florida, fueron eliminadas del Sur con el apoyo del Gobierno Federal, a fin de facilitar la expansión de las tierras disponibles para el cultivo de algodón. En la década de 1840, James Polk, el sucesor de Jackson, aplicaría esta lógica en una escala mucho mayor e incorporaría áreas gigantescas al “imperio de la libertad”: Texas, Oregón y gran parte de México.
Hoy puede resultar sorprendente contemplar un mapa de México y de los Estados Unidos en 1824 y observar que estas dos naciones no eran tan diferentes en términos de territorio y población. La ex colonia española contaba con 4,4 millones de kilómetros cuadrados y aproximadamente 6 millones de habitantes, mientras que Estados Unidos tenía una superficie de 4,6 millones de kilómetros cuadrados y una población de 9,6 millones. En sólo tres décadas, más de la mitad de México, 2,6 millones de kilómetros cuadrados, un territorio mayor al adquirido con la compra de Luisiana a Napoleón Bonaparte en 1803, había sido transferido a los Estados Unidos. Algo
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