Resumen Del Libro 3 Y 5 De Ética Nicomaquea
moli18 de Noviembre de 2013
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LIBRO 3: LA FORTALEZA Y LA TEMPLANZA
I
Refiriéndose la virtud a las pasiones y a las acciones, y recayendo sobre los actos voluntarios alabanza o censura, y sobre los involuntarios, por el contrario, la indulgencia, cuando no compasión, es necesario a lo que parece distinguir lo voluntario de lo involuntario, toda vez que nuestro examen tiene por la materia la virtud. Lo involuntario forzado es aquello cuyo principio es extrínseco, siendo tan aquel en que no pone de suyo cosa alguna el agente o el paciente, como cuando somos arrastrados a alguna parte por el viento o por hombres que nos tienen en su poder.
Puede suscitar dudas si deberán considerarse voluntarios o involuntarios los actos que se ejecutan por miedo de mayores males o por un noble fin. Una acción debe llamarse voluntaria o involuntaria según el momento en que se obra. Ahora bien, el que obra lo hace voluntariamente, puesto que, en tales acciones, el principio del movimiento de sus miembros – que son como instrumentos de su voluntad- en el reside, y todo aquello cuyo principio está en el, también estará en él hacerlo o no hacerlo.
¿Cuáles actos, por tanto, deben decirse forzados? ¿Lo son simplemente aquéllos cuya causa es extraña al agente al punto de que éste no interviene en absoluto? ¿O lo son también aquellos otros involuntarios en sí mismos, pero que en el momento de la acción son preferidos a otros y cuyo principio está en el agente, siendo por tanto involuntarios en sí mismos, pero voluntarios en el momento de obrar, a causa de preferencia?
Ahora, en cuanto a saber qué cosas deben preferirse a otras, no es fácil definirlo, por la razón de que muchas diferencias ocurren en los casos particulares. Lo que no tiene fundamento es decir que los actos placenteros u honestos son forzados, como si el placer y el bien, son sernos exteriores, hiciesen coacción sobre nosotros, pues en tal caso todos los actos serian forzados, ya que por el placer o por el bien todos hacen cuanto hacen. Por tanto, forzado es sólo aquello cuyo principio es extrínseco, y en lo cual, además, en nada participa el sujeto pasivo de la fuerza. El que ha hecho algo por ignorancia y no recibe luego desagrado ninguno por lo que ha hecho, no ha ejecutado voluntariamente lo que no sabía, pero tampoco involuntariamente a no pesarle de haberlo hecho. De los que obran por ignorancia, el que se arrepiente es claro que ha obrado involuntariamente, pero del que no se arrepiente, puesto que su caso es distinto, diremos sólo que no ha obrado voluntariamente, y por esta diferencia es mejor darle un nombre especial. Y es que no puede decirse que obra involuntariamente el que ignora lo que le conviene hacer, porque la ignorancia en la elección no es causa de lo involuntario, sino todo lo contrario, de la perversidad, como tampoco la ignorancia de lo universal, por la que justamente se incurre en censura, sino únicamente la ignorancia de las condiciones particulares, es decir, de las circunstancias de la acción y de los objetos afectados por ella.
En todos estos casos, versando la ignorancia sobre las circunstancias de la acción, parece obrar involuntariamente el que ignora alguna de ellas, sobre todo de las principales, pudiéndose decir que las principales son la naturaleza de la acción y su fin. Lo involuntario producto de la fuerza y la ignorancia, lo voluntario e muestra ser, por contraste, aquello cuyo principio está en el agente que conoce las circunstancias particulares de la acción. Lo cierto es que ambos deben evitarse, y que las pasiones irracionales tienen la apariencia de ser no menos humanas que la razón; y por tanto, las acciones que proceden del apetito concupiscible o irascible son acciones del hombre. Sería, pues, coa fuerza de razón tenerlas por involuntarias
II
Definidos lo voluntario y lo involuntario, hay que tratar enseguida de lo que se refiere a la preferencia volitiva o elección. Ella se nos presenta como lo más propio de la virtud; como lo que, más aún que los actos, permite discriminar los caracteres. La elección es manifiestamente voluntaria, pero no se identifica con lo voluntario, que tiene mayor extensión. La elección en primer lugar, no nos es común con los seres irracionales, y si, en cambio, el apetito concupiscible y el irascible. En seguida, el hombre incontinente obra por concupiscencia, no por elección, al paso que el continente obra por elección y no por concupiscencia, la concupiscencia tiene por materia lo placentero y lo penosos, mientras que la elección no recae ni sobre lo penoso ni sobre lo placentero.
Menos aún podrá identificarse la elección con el apetito irascible, pues en manera alguna se nos presenta los actos provenientes del apetito irascible como debidos a la elección.
La elección, en efecto, no recae sobre lo imposible, pues si alguien dijese elegir cosas de este género se le tendría por demente, al paso que el deseo puede serlo de lo imposible, como de no pasar por la muerte. El deseo, en suma, mira sobe todo al fin de la acción, mientras que la elección, por su parte, a los medios. La elección, en una palara, se ejerce sobre lo que depende de nosotros. La elección no podría ser tampoco una opinión, porque la opinión, al parecer, se extiende a todas las cosas, no menos a las eternas e imposibles que a las que dependen de nosotros. Las opiniones, además, se clasifican atendiendo a su verdad o falsedad, no a su bondad o malicia, mientras que la elección sí se divide por estos caracteres.
Pero tampoco podremos identificarla con cierta especie de opinión. Somos buenos o malos según que elijamos el bien o el mal, y no porque opinemos en tal o cual sentido.
La elección, en efecto, va acompañada de razón y comparación reflexiva; y la palabra misma parece sugerir que la elección es tal porque en ella escogemos una cosa de preferencia a otras.
III
Nadie delibera sobre las cosas verdaderas eternas, como sobre el mundo o la inconmensurabilidad de la diagonal y del lado de un cuadrado. Ni sobre las cosas que son tan pronto de una manera como de otra, como las sequías y las lluvias. Deliberamos, pues, sobre las cosas que dependen de nosotros y es posible hacer, que son de hecho las que restan por decir, como quiera que la naturaleza, la necesidad y el azar, con la adición de la inteligencia y de todo cuando depende del hombre, parezcan ser todas las causas. No hay deliberación en las ciencias que han alcanzado fijeza e independencia, como tratándose de las letras del alfabeto que no dudamos como escribirlas.
La deliberación tiene lugar en las cosas que suelen acontecer de cierto modo en la mayoría de los casos, pero en las cuales es oscuro el resultado, así como en aquellas otras en que es indeterminado. Deliberamos no sobre los fines, sobre los medios. No delibera el médico si curara, ni el orador si persuadiera, ni el político si promulgara una buena legislación, ni nadie en todo lo demás, sobre el fin, sino que, una vez que se han propuesto tal fin, examinan todos como y porque medios alcanzarlo. El que delibera de modo dicho investiga y analiza como pudiera hacerlo en una figura geométrica. Es manifiesto, sin embargo, que no toda investigación es una deliberación. Posibles son las cosas que pueden hacerse por nuestra intervención, y si por mediación de nuestros amigos, es en cierto modo como si por nosotros se hiciesen, ya que en nosotros esta el principio de la acción.
El fin, además, no es deliberable, sino los medios. Por otra parte, tampoco se delibera sobre los datos concretos que son del dominio de la sensación, como si esto que tenemos delante es pan o si está bien cocido; si para todo hubiera de deliberarse, sería cosa de llegar al infinito.
El objetivo de la deliberación y el de la elección es el mismo, salvo que el de la elección es algo ya determinado puesto que lo juzgado por la deliberación es lo que se elige.
IV
La voluntad, según hemos dicho, mira al fin; pero este fin, para unos, es el bien real, y para otros el bien aparente.
El hombre bueno juzga rectamente de todas las cosas, y en cada una de ellas se le muestra lo verdadero. Según la disposición particular son las cosas concretas honestas y agradables. Y quizá en esto sobretodo difiere de los demás el hombre bueno: en ver lo verdadero en todas las cosas, como si fuese la misma norma y medida de ellas.
V
Siendo en fin el objetivo de la voluntad, y materia de deliberación y de elección los medios para alcanzar el fin, siguese por los actos que los que, de acuerdo con la elección, disponemos de tales medios, son voluntarios. En nuestros poder esta la virtud, como tan bien el vicio. Porque donde está en nuestra mano el lograr, tan bien estará el no obrar, y donde está el no, también el sí.
Pero si en nosotros esta el hacer actos nobles o ruines, e igualmente no hacerlos, y esto radica esencialmente la diferencia entre los buenos y los malos, en nosotros estará ser hombres de bien o perversos.
Nadie, en efecto, es feliz involuntariamente, pero la maldad si es algo voluntario. Si así no fuese, habría que poner en duda las precedentes afirmaciones, y no decir entonces que el hombre es el principio y el progenitor de sus actos como lo es de sus hijos.
Pero todas las cosas que ni están en nosotros ni son voluntarias, nadie nos impulsa a ponerlas por obra, puesto que de nada aprovecha persuadirnos al no tener calor, frio, hambre u otra cualquiera de semejantes cosas, porque no menos las padeceremos. ¿O es que podrá darse un hombre tal que no pueda poner diligencia en lo que debe? Aun si así fuese, ellos mismos por su vida disoluta culpables son de haber llegado a tal estado, como son culpables de ser injustos o libertinos. Mas así como
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