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La Teoria Real


Enviado por   •  13 de Julio de 2015  •  28.592 Palabras (115 Páginas)  •  132 Visitas

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RESUMEN DE LA OBRA ELOGIO DE LA MADRASTRA

El Cumpleaños de Doña Lucrecia

El día que cumplió cuarenta años, Lucrecia encontró sobre su almohada una misiva de trazo infantil, caligrafiada con mucho cariño: donde decía Feliz cumpleaños, madrastra, no tengo plata para regalarte nada pero estudiare mucho, me sacare el primer puesto y ese será mi regalo. Dándole muchos elogios a la madrastra indicando que ella era la dueña de sus sueños; Era medianoche pasada y don Rigoberto estaba en el cuarto de baño entregado a sus abluciones de antes de dormir, que eran complicadas y lentas. Lucrecia emocionada con la carta del niño, sintió el impulso irresistible de ir a verlo, para darle el agradecimiento. Esas líneas eran su aceptación en la familia. Sin impórtale si estaba despierto o dormido quería darle un beso en la frente para recordarlo con el cual y por todos los elogios de Alfonso ella decía entre sí misma me lo he ganado, ya me quiere. Y sus temores sobre la aceptación del niño se habían desaparecido así se había olvidado ponerse la bata, iba desnuda cubriéndose por un ligero camisón de dormir color negro lo cual mostraba una mujer exuberante dando a desear asistiendo con sus joyas que se había olvidado quitárselos (anillos, collares de la fiesta). En el cuarto del niño, Foncho leía hasta tarde, había luz, llamo Doña Lucrecia toco con artejos y entro Lucrecia le dice Alfonsito, asustada se asomó dejando boca abierta Doña Lucrecia permanecía inmóvil, observándolo con ternura, diciendo que bonito niño y respondiendo Eres tú, madrastra? Respondiendo Lucrecia que cartita más linda me escribiste, Foncho. Es el mejor regalo de cumpleaños que me han hecho nunca, te juro; Alfonso había brincado y estaba ya de pie sobre la cama. Le sonreía, con los brazos abiertos. Mientras avanzaba hacia él, risueña también doña Lucrecia sorprendió adivino en los ojos de su hijastro una mirada que pasaba de la alegría al desconcierto y se fijaba, atónita, en su busto Dios mío, pero si estas casi desnuda, (pensó “Como te olvidaste de la bata, tonta. Que espectáculo para el pobre chico”). Ya que la madrasta había, tomado más copas de lo debido? Pero Alfonsito la abrazaba diciendo Feliz cúmplete, madrastra! Su voz, fresca y despreocupada, rejuvenecía la noche. Doña Lucrecia sintió contra su cuerpo la espigada silueta de huesecillos frágiles y pensó en un pajarillo. Se le ocurrió que si lo estrechaba con mucho ímpetu el niño se quebraría como un carrizo. Así, el de pie sobre el lecho, eran de la misma altura. Le había enroscado sus delgados brazos en el cuello y la besaba amorosamente en la mejilla. Dona Lucrecia lo abrazo también y una de sus manos, deslizándose bajo la camisa del pijama azul marino, de filos rojos, le repaso la espalda y la palmeo, sintiendo en la yema de los dedos el delicado graderío de su espina dorsal. «Te quiero mucho, madrastra», susurro la vocecita junto a su oído. Dona Lucrecia sintió dos breves labios que se detenían ante el lóbulo inferior de su oreja, lo calentaban con su vaho, lo besaban y lo mordisqueaban, jugando. Le pareció que al mismo tiempo que la acariciaba, Alfonsito se reía. Su pecho desbordaba de emoción. Y pensar que sus amigas le habían vaticinado que este hijastro seria el obstáculo mayor, que por su culpa jamás llegaría a ser feliz con Rigoberto. Conmovida, lo beso también, en las mejillas, en la frente, en los alborotados cabellos, mientras, vagamente, como venida de lejos, sin que se percatara bien de ello, una sensación diferente iba calándola de un confín a otro de su cuerpo, concentrándose sobre todo en aquellas partes –los pechos, el vientre, el dorso de los muslos, el cuello, los hombros, las mejillas expuestas al contacto del niño. «.De veras me quieres mucho?», pregunto, intentando apartarse. Pero Alfonsito no la soltaba. Y, más bien, mientras le respondía, cantando, «Muchísimo, madrastra, eres a la que más», se colgó de ella. Después, sus manecitas la tomaron de las sienes y le echaron hacia atrás la cabeza. Dona Lucrecia se sintió picoteada en la frente, en los ojos, en las cejas, en la mejilla, en el mentón... Cuando los delgados labios rozaron los suyos, apretó los dientes, confusa. .Comprendía Fonchito lo que estaba haciendo? .Debía apartarlo de un tirón? Pero no, no, como iba a haber la menor malicia en el revoloteo saltarín de esos labios traviesos que dos, tres veces, errando por la geografía de su cara se posaron un instante sobre los suyos, presionándolos con avidez. –Bueno, y ahora a dormir –dijo, por fin, zafándose del niño. Se esforzó por lucir más desenvuelta de lo que estaba–. Si no, no te levantaras para el colegio, chiquitín. El niño se metió en la cama, asintiendo. La miraba risueño, con las mejillas sonrosadas y una expresión de arrobo. .Que iba a haber malicia en el! Esa carita límpida, sus ojos regocijados, el pequeño cuerpo que se arrebujaba y encogía bajo las sabanas .no eran la personificación de la inocencia? .La podrida eres tú, Lucrecia! Lo arropo, le enderezo la almohada, lo beso en los cabellos y le apago la luz del velador. Cuando salía del cuarto, lo oyó trinar: –.Me sacare el primer puesto y te lo regalare, madrastra! –.Prometido, Fonchito? –.Palabra de honor! En la intimidad cómplice de la escalera, mientras regresaba al dormitorio, dona Lucrecia sintió que ardía de pies a cabeza. «Pero no es de fiebre», se dijo, aturdida. .Era posible que la caricia inconsciente de un niño la, pusiera así? Te estas volviendo una viciosa, mujer. .Sería el primer síntoma de envejecimiento? Porque, lo cierto es que llameaba y tenía las piernas mojadas. .Que vergüenza, Lucrecia, que vergüenza! Y de pronto se le cruzo por la cabeza el recuerdo de una amiga licenciosa que, en un te destinado a recolectar fondos para la Cruz Roja, había levantado rubores y risitas nerviosas en su mesa al contarles que, a ella, dormir siestas desnuda con un ahijadito de pocos años que le rascaba la espalda, la encendía como una antorcha. Don Rigoberto estaba tumbado de espaldas, desnudo sobre la colcha granate con estampados que semejaban alacranes. En el cuarto sin luz, apenas aclarado por el resplandor de la calle, su larga silueta blanquecina, vellosa en el pecho y en el pubis, permaneció quieta mientras dona Lucrecia se descalzaba y se tendía a su lado, sin tocarlo. .Dormía ya su marido? –.Donde fuiste? –lo oyó murmurar, con la voz pastosa y demorada del hombre que habla desde el crepitar de la ilusión, una voz que ella conocia tan bien–. .Por que me abandonaste, mi vida? –Fui a darle un beso a Fonchito. Me escribio una carta de cumpleanos que no sabes. Por poco me hizo llorar de lo carinosa que es. Adivino que el apenas la oia. Sintio la mano derecha de don Rigoberto rozando su muslo. Quemaba, como una compresa

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