El Maestro De Escuela
MitzyReyna3 de Marzo de 2014
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El maestro de escuela*
Ignacio M. Altamirano
Lo que son los curas de pueblo
A fines del año de 1863 me dirigía a la ciudad de San Luis
Potosí, donde estaba a la sazón el gobierno de la República.
La diputación permanente había convocado al Congreso de la
Unión, y yo en mi calidad de diputado, acudía al llamamiento desde el fondo del Sur, en que me hallaba. Para no tocar puntos ocupados por los invasores, tuve que dar rodeos larguísimos, y en uno de éstos, atravesando un estado de cuyo nombre no quiero acordarme, llegué un día a un pueblo de indígenas, bastante numeroso. El alcalde del lugar, deseando proporcionarme un rato de conversación agradable, vino a buscarme a mi alojamiento, en unión del cura; y éste me invitó pasar a su casa para presentarme a su familia, ver sus libros y hablar conmigo acerca de las cosas políticas.
Era el cura un sujeto parecido en moral a todos los de su especie; pero en lo físico, era robusto, de mediana talla, regordete, colorado y de carácter alegre y decidor. Llegamos al curato, que era evidentemente la mejor casa del pueblo, y que ofrecía todas las comodidades apetecibles, que en vano se habrían buscado en las casas pobres de los indígenas. Grandes y decentes departamentos, un gran patio con jardín y agua, caballerizas, pesebres, en donde el digno eclesiástico encerraba sus vacas y borregos, que eran muchos, gran cocina donde trabajaba una crecida servidumbre de molenderas, cocineras, galopinas y topiles, la cual servidumbre era dada por el pueblo, según las costumbres tradicionales. Por último, el señor cura me enseñó sus piezas que eran tres: la despensa, donde además de otras cosas, había un rico surtido de vinos extranjeros y del país, el oratorio donde tenía una virgencita en un altar coqueto, y su despacho donde había un estante con algunos libros vulgares de teología moral, historia eclesiástica, cánones, y sermones, juntamente con algunas de las más bonitas novelas de Pablo de Kock, que él se apresuró a ocultarme cuando iba yo a examinarlas.
Además, allí estaba la mesa con su carpeta verde, sus tinteros, sus papeles y cuadernos de badana roja, su crucifijo de metal y su breviario negro. En las paredes había colgados algunos cuadros de santos y una gran disciplina de alambre con la cual (suponían los feligreses) que el buen curita se mortificaba en el silencio de la noche.
—He aquí –me dijo–, el lugar donde paso algunas horas entregado al estudio, cuando me lo permiten las constantes y arduas fatigas de mi penoso ministerio. ¡Ay, amigo mío!, ¡y qué rudo es el trabajo de un pastor de almas, particularmente en estos pueblos! Y sobre todo, ¡qué vida!, ¡qué vida! Pero tome usted asiento; que voy a ofrecerle a usted una copita de algo; ¿qué quiere usted? Me veo obligado a tener siempre un surtido de algunas cosas indispensables para hacer más agradable la vida, y para poder obsequiar a los que pasan por aquí. Luego presentaré a usted a las únicas personas que me acompañan en este destierro, y que me asisten en mis enfermedades y me consuelan en mis cuitas.
El cura fue a su bodega y volvió con una botella de cognac viejo, y otra de rico jerez, que se apresuró a destapar. Un momento después se presentó una criada joven graciosísima, de ojos bailadores y de dientes de perlas, vestida con sus enaguas de muselina, su camisa de holanes, y la correspondiente mascada de la india cruzada sobre el pecho. Esta criadita traía copas, vasos de agua, y un frasco de oloroso barro, todo lo cual depositó en la mesa, y aguardó con los ojos bajos las órdenes del ministro del Señor.
Éste le dijo:
—Oye, Paulita, deja eso allí y vete a decir a doña Lucecita y a doña Teresita, que vengan, que voy a presentarles a un señor diputado que ha venido por acá de transeúnte, y que desea conocerlas: corre, mi alma, vete.
La criadita salió, y apenas el cura había servido tres copas para él, para el alcalde, y para mí, cuando aparecieron dos hermosas muchachas morenas, de ojos negros y grandes, lindas como un sol, y ligeras como corzas. Una de ellas se hallaba en estado interesante. La otra parecía más joven, y tenía un semblante tan bonito como picaresco.
—Aquí tiene usted señor diputado –me dijo–, a estas caras prendas de mi alma, a estos tesoros de virtud que tienen la resignación de hacerme compañía en este destierro.
Son dos sobrinas mías, hijas de una hermana que murió hace tiempo.
Ésta –añadió, señalando a la mayor que tenía preciosos lunarcitos en la barba–, es casada; pero su marido anda en la campaña, la pobrecita no ha tenido más refugio que yo que la he recogido con sus dos chiquitos y el que está por venir. Vamos, no te ruborices tonta, que eso es muy cierto, y no tiene nada de particular. ¡Pobre Lucesita! es un ángel, véala usted.
Esta otra, es Teresita su hermana, inocente como una paloma, y que comulga todos los días. El Señor la ha puesto en mis manos para salvarla de los peligros a que su hermosura y su candor la exponían en ese mundo pícaro en que iba a quedar abandonada.
Las muchachas estaban coloradas como amapolas, y decían tartamudeando.
—¡Ah, qué padre! ¡Jesús!… ¡qué vergüenza!
Yo, en unión del gravedoso alcalde indígena, bebí a su salud, y el curita les pasó su copa para que probaran el jerez, lo que ellas hicieron mortificadas. Pero tranquilizándose a poco, sentáronse, y el cura, llamando a un topile, le mandó que fuera a decir al preceptor que cerrara la escuela, y se viniese a acompañar a las niñas con la guitarra.
—Cantan estas niñas, señor, cantan y tienen una voz no maleja; sólo que no saben acompañarse, y es preciso que el maestro de escuela, que es un infeliz que no sabe nada, pero que rasga un poco la guitarra, las acompañe.
—Pero, padre – exclamaron las chicas–, ¿qué va a decir el señor de nosotras? Él, que ha estado en México, que habrá oído cosas tan buenas, y ¡ahora usted quiere que le cantemos, y precisamente cuando tenemos catarro!… ¡ha hecho un frío!… Yo dije lo que dice cualquier tonto en casos semejantes, y ellas, cada vez más animadas, comenzaron a hacerme preguntas sobre México, en donde nunca habían estado; distinguiéndose por su curiosidad la que comulgaba diariamente. Las copitas de jerez se menudearon, la conversación se animó, el curita, que era bellaquísimo, salpicó la plática con algunas chanzonetas dirigidas a sus sobrinas, a fin, manifestaba, de que dejaran su timidez y fueran aprendiendo a tratar con las gentes civilizadas; y hasta el alcalde, que había guardado un respetuoso silencio y permanecía encogido en una silla, con la enorme vara de la justicia en las manos, se atrevió a decir no sé qué brutalidad.
En esto oímos la gritería de los muchachos, que exclamando en coro: ¡Ave María
Purísima! Salían de la escuela, dispersándose a carrera abierta por la placita y por las calles.
A poco llegó el maestro de escuela, con el sombrero quitado y cruzando los brazos humildemente.
Lo que son los maestros de pueblo.
Al ver a este hombre, se me oprimió el corazón. Parecía la imagen de la tristeza, y de la angustia, en medio de aquella reunión alegre. Era el maestro un hombre como de cuarenta años, flaco, moreno, de ojos hundidos pero inteligentes, miserablemente vestido y trémulo. —Buenas tardes, señor cura; buenas tardes, niñas; buenas tardes, señor alcalde –dijo–, y después de este triple saludo, apenas pudo dirigirme una mirada de extrañeza. —Buenas tardes, don José María – respondió el eclesiástico–: vamos, hombre, hoy lo libertamos a usted del trabajo, y acompañará usted con la vihuela a las niñas, para que las oiga cantar este señor, que es un diputado que va a San Luis Potosí. Pero tome usted antes esta copita, es un vino muy bueno que quizá no habrá usted probado nunca.
El maestro se negó humildemente. —Pero ¿por qué, hombre?, vamos: no sea usted tonto. —Señor—repuso el infeliz—tengo miedo de que me trastorne la cabeza; no he
comido.—¿No ha comido usted?, ¿tan tarde? Pero habrá usted almorzado… —Tampoco, señor cura; aquí está el señor alcalde que puede decírselo a usted; no pudo darme nada, y mi familia tampoco pudo conseguir; nadie quiere prestarnos en el pueblo... ¡debemos ya tanto… que no nos es posible conseguir ni un grano de maíz!
—Bien, bien, hombre —dijo el cura medio corrido–, basta; pero, ¿por qué no me ha dicho usted nada, o a las niñas?
—Señor, estaba usted fuera, y yo me atreví a pedir a la niña doña Teresita, pero me dijo que no le era posible, ni a doña Lucesita, que estaba usted muy pobre, y…
—¡Ah que don José María! —exclamó la comulgadora—, con lo que va saliendo…¿qué dirá el señor?
—Pero, señor alcalde, ¿no es posible que este hombre tenga su sueldo pagado cumplidamente? —preguntó el cura medio enojado.
—Siñor cura —respondió el alcalde levantándose—, había ya un poquito de dinerito del pueblo, pero su mercé mandó que lo diéramos para la función del martes, y no quedó nada, siñor cura, nada.
—¡Bah!, ¡bah!, siempre salen ustedes con eso. Es preciso conocer a estos indios, señor diputado (el cura se permitía olvidar que yo era indio también) para saber a qué atenerse. ¡Son más agarrados!… siempre están llorándose pobres, y por una bicoca que dan a la Iglesia y a sus pobres ministros, ya tienen disculpa para faltar a sus otros deberes. A este pobre maestro lo matan
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